El ladrón de tiempo (24 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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—Pues a mí me gusta estar aquí —repuse—. Todo esto es nuevo para mí. Nunca había trabajado hasta ahora, y la verdad es que no está tan mal.

Era sincero: la rutina diaria, la conciencia de que debía realizar las mismas tareas todos los días y que a cambio me pagarían, me reconfortaba. El viernes por la tarde, el día de la paga, era el ser más feliz de la tierra.

—Lo dices porque todavía es una novedad para ti. Yo no he hecho otra cosa desde los doce años, y ya he ahorrado lo suficiente para largarme de aquí. Te lo advierto, Mattie, en cuanto cumpla veinte me las piro.

Los padres de Jack trabajaban en la mansión, el señor Holby como segundo mayordomo y su madre de cocinera. Ambos eran personas muy agradables, pero apenas los veía. Jack, por su parte, me tenía fascinado. Aunque sólo me llevaba un año o dos y había vivido en un ambiente protegido, parecía mucho más maduro que yo y consciente de adonde quería llegar. Eso era lo que nos diferenciaba fundamentalmente: Jack era muy ambicioso debido a la existencia apacible y sin cambios que había tenido durante tantos años, mientras que yo carecía de objetivos. Holby había vivido en Cageley House lo suficiente para saber que no quería trabajar en una cuadra el resto de sus días; yo, en cambio, llevaba demasiado tiempo dando tumbos para valorar un poco de estabilidad. Nuestras diferencias nos acercaron en lugar de alejarnos, y pronto nos hicimos muy amigos. Jack era el primer chico de mi edad que conocía que no robaba, y sólo por eso merecía toda mi admiración. En lugar de dejarse arrastrar por la pereza y la avaricia como mis antiguos compinches y yo, él soñaba.

—Te diré cómo es este lugar en realidad —prosiguió—. Por un lado hay treinta personas trabajando como burros para mantener la casa y la finca en perfectas condiciones, y por el otro están los dos señores, sir Alfred y su mujer. ¡Treinta personas trabajando para dos! ¿Qué te parece? Ah, y de vez en cuando viene de visita cualquiera de sus estirados hijos, que nos tratan como si fuéramos bosta de caballo… No los soporto.

—Aún no he visto a ninguno.

—Ni falta que te hace, créeme. El mayor, David, es un tipo larguirucho que está siempre en la luna; va de un lado a otro y jamás se rebaja a hablar con el servicio. El mediano, Alfred Junior, es todavía peor, pues es religioso. Nunca he conocido a nadie que te hable de una forma tan condescendiente; es como si pensara que lo suyo es conversar con el Altísimo y no con simples pecadores. Y en cuanto al menor, Nat, es el más impresentable, un auténtico canalla. Lo he comprobado en más de una ocasión. Una vez se encaprichó con mi Elsie y no dejó de molestarla hasta que ella cedió. Después la dejó y ahora ni siquiera le dirige la palabra. Ella lo odia, pero ¿qué quieres que haga? No tiene adonde ir y no puede dejar el trabajo. Más de una vez he pensado en matarlo, pero he decidido que no voy a sacrificar mi vida por la suya, no señor, eso sí que no. Me gusta Elsie, pero no tanto. Uno de estos días el señorito recibirá su merecido, ya lo verás.

Elsie, que trabajaba como chica de la limpieza en la mansión, había sido novia de Jack. Según me contó mi amigo, Nat Pepys se había insinuado a la joven en una de sus visitas a Cageley; y durante varios fines de semana había regresado con regalos para engatusar a la joven, hasta que al fin logró salirse con la suya. Todo ese asunto había hecho mella en Jack, no porque estuviera enamorado de Elsie —en realidad no lo estaba— sino porque le asqueaba ver que Nat podía conseguirlo todo gracias al dinero, mientras que él estaba atascado en un establo paleando mierda de caballo. Pero lo que más rabia le daba era que el hijo de su patrón ni siquiera sabía que existía. El rencor lo consumía, a tal punto que no podía dormir pensando en el día que dejaría Cageley para empezar una nueva vida.

—Y entonces nunca volverán a darme órdenes.

Por mi parte rezaba para que no se fuese, pues empezaba a valorar mucho nuestra amistad. Trabajaba con ahínco y ahorraba un poco cada semana por si algún día me sentía tan mal como Jack y necesitaba marcharme; no quería verme obligado a empezar de cero una vez más.

Echaba de menos a Dominique; era la primera vez que no vivíamos bajo el mismo techo desde nuestro encuentro en el barco rumbo a Dover. El domingo por la noche venía a cenar a casa de los Amberton, y me parecía que a medida que pasaban las semanas nos distanciábamos más y más, pero no sabía cómo evitarlo. Sin embargo, raro era el día que no nos veíamos, pues Jack y yo siempre comíamos en la cocina y muchas veces era la misma Dominique quien nos preparaba el almuerzo, dado que formaba parte de su trabajo. Recuerdo que siempre procuraba servirnos raciones generosas. Trabó amistad con Jack, aunque creo que éste encontraba intimidante su belleza y un poco extraño el hecho de que ella y yo fuésemos «parientes».

—Tu hermana es muy guapa —me confió un día—, aunque un poco delgada para mi gusto. No os parecéis mucho…

—No, la verdad es que no —repuse, dando por terminada la conversación.

Los Amberton estaban fascinados por la vida que llevábamos en la mansión; de hecho, les cautivaba la mera presencia de unos aristócratas en la vecindad. A Dominique y a mí nos asombraba comprobar que dos aldeanos podían albergar semejante temor reverencial hacia un hombre y su mujer. Por muy absurdo que nos pareciera, el domingo por la noche siempre respondíamos al interrogatorio a que nos sometían en relación con nuestros patrones, como si cada dato que les proporcionáramos los acercara un poco más al paraíso.

—Me han contado que en su habitación lady Margaret tiene una alfombra de más de cinco centímetros de grosor y ribeteada en piel —dijo la señora Amberton.

—Nunca he entrado en su habitación —respondió Dominique—, pero, por lo que sé, la señora prefiere el entarimado desnudo.

—No sé quién me dijo que sir Alfred posee una colección de armas tan amplia como la del ejército británico —comentó el señor Amberton—, por no mencionar la de un museo de Londres, y que ha contratado a un hombre sólo para que las limpie y pula todos los días.

—Pues la verdad es que no lo sé —repuse—. Nunca la he visto.

—También he oído decir que cuando sus hijos los visitan, hacen que les preparen un cochinillo a cada uno y que sólo beben vinos añejos de más de un siglo.

—David y Alfred Iunior apenas comen —dijo entre dientes Dominique—. Y los dos afirman que el alcohol es obra del demonio. Al hijo menor todavía no lo conozco.

Después de cenar en casa de los Amberton, acompañaba a Dominique de vuelta a la mansión; ése era el único rato de la semana que pasábamos a solas. Caminábamos despacio y en las noches cálidas nos deteníamos a descansar en la orilla del lago. Para mí era el mejor momento de la semana, pues podíamos ponernos al corriente de nuestras vidas sin preocuparnos de que alguien nos oyera ni tener que mirar el reloj continuamente.

—No recuerdo haber sido tan feliz en toda mi vida —me contó una noche mientras caminábamos con el perro de los Amberton,
Brutus
, que correteaba alrededor produciendo el mismo ruido que sus dueños—. Es un lugar tan tranquilo… Nunca pasa nada, todo es agradable. Podría quedarme aquí para siempre.

—Al final las cosas cambiarán, ya lo verás. Aunque queramos no podemos quedarnos aquí para siempre. Después de todo —añadí, repitiendo las ideas que Jack había logrado inculcarme—, no queremos ser lacayos el resto de nuestra vida, ¿no? Podríamos hacer fortuna en otra parte.

Suspiró y no respondió. Me di cuenta de que a menudo pensaba en Dominique, Tomas y yo como «nosotros». El sólido núcleo familiar que habíamos formado en el pasado se había deshecho un poco debido a la nueva situación en Cageley. Sabía que había aspectos de la existencia de Dominique que yo ignoraba. A veces me hablaba sobre las nuevas amistades que había entablado en la casa y en el pueblo y de los ratos que pasaban juntos; como es natural, al no ser yo más que un simple palafrenero, quedaba excluido de esa vida. Le conté cosas acerca de Jack y le propuse que organizáramos una merienda campestre con éste y Elsie. Aunque se mostró conforme, advertí que en el fondo la idea no la atraía. Nos estábamos distanciando y eso me angustiaba. Temía llegar una mañana a Cageley House y descubrir que la noche anterior Dominique se había ido para siempre.

Una luminosa tarde de verano, mientras limpiábamos los establos, se presentó el señor Davies, el mayoral de la cuadra, de quien Jack y yo recibíamos órdenes. Era un hombre insípido de mediana edad, pasaba la mayor parte del día —o al menos eso me parecía— sentado a la mesa de la cocina escribiendo pedidos, y rara vez nos dirigía la palabra. Dejaba que Jack se encargara de la cuadra como mejor le parecía y, aunque mantenía el control nominal, toda pregunta o duda pasaba por mi amigo.

Ivi desdén que sentía hacia todos los empleados de la casa saltaba a la vista, aunque él también era un simple asalariado. Siempre que podía evitaba hablar con nosotros, y cuando lo hacía era para señalar nuestros errores. En una ocasión se desató un fuego en la cocina que echó a perder todos los platos que se habían cocinado. El señor Davies no nos quitó el ojo de encima durante lodo el día, hasta que al final se acercó y murmuró «Al menos no lia sido culpa mía», como si a Jack o mí nos importase. Su mayor deseo era que lo consideráramos un superior, un mayoral competente, y no podía estar más lejos de esa aspiración. Por tanto, nos sorprendió que esa tarde se acercara y nos ordenase que dejáramos la horca un instante porque tenía algo importante que comunicarnos.

—La próxima semana vendrá el hijo de sir Alfred a pasar unos días con unos amigos. Van a organizar una cacería y durante su estancia deberéis cuidar unos cuantos caballos más. Ha dejado bien claro su deseo de que tengan un aspecto inmejorable por la mañana, de modo que tendréis que trabajar aún más duro.

—Es imposible que tengan un aspecto mejor que el que tienen ahora —replicó Jack con aspereza—. Así que no pida más, porque no puede mejorarse. Si no le gusta como están, pruebe usted mismo.

—Bueno, pues entonces tendrás que quedarte más rato trabajando para que los otros caballos también reciban el fantástico trato que les das, ¿no crees, Jack? —dijo el señor Davies sarcásticamente, esbozando una sonrisa y enseñando sus dientes rotos—. Porque ya sabes cómo se pone el señorito cuando insiste en algo, sobre todo si viene con sus amigos. Y, además, él es el amo. Quien paga manda, no lo olvides.

«También es tu amo», pensé. Jack gruñó y negó con la cabeza como si la palabra «amo» lo ofendiera.

—¿Cuál de ellos es? —preguntó—. ¿David o Alfred Junior?

—Ninguno de los dos —respondió Davies—. Es el menor, Nat. Al parecer cumple veintiún años o algo así y por eso ha decidido organizar la cacería.

Jack maldijo entre dientes y dio una patada al suelo de pura frustración.

—Ya sé yo lo que le regalaría a ése para su cumpleaños —masculló, pero Davies fingió no oír nada.

—Más tarde os daré vuestro horario para la semana que viene —dijo—. Y no os preocupéis, que el viernes os pagarán un poco más. De modo que nada de acostarse tarde, ¿eh? Necesitaremos que estéis bien despiertos.

Cuando se marchó me encogí de hombros. No tenía ninguna objeción. Disfrutaba con mi trabajo y estaba encantado con lo que había mejorado mi cuerpo gracias al esfuerzo físico: mi pecho era más ancho y mis brazos más fuertes. Los Amberton habían comentado mi transformación y admiraron lo guapo que me había vuelto. Ya no era el muchacho esquelético que había llegado allí unos meses antes, y hasta algunas chicas del pueblo me dirigían miradas coquetas. Ahorrar unas libras más no me haría ningún daño. Además, era la primera vez en mi vida que me sentía realmente adulto y desde luego la sensación me gustaba. Fue una suerte que me sintiese así, porque comportándome de forma infantil no habría conseguido sobrevivir a mi primer encuentro con Nat Pepys.

14
El Terror

Un año crucial en mi vida fue 1793, pues creo que entonces dejé de envejecer físicamente. No logro precisar la fecha exacta ni asociar ese fenómeno a un acontecimiento concreto —tampoco estoy seguro de que fuera ese año—, pero recuerdo que alrededor de esa fecha la tendencia natural de mi cuerpo a deteriorarse se detuvo. También fue en 1793 cuando tuve una de las experiencias más desagradables de mi vida. El suceso me marcó tanto que sólo de recordar cómo acabó el año me invade una profunda amargura respecto a la condición humana. Aun así, por desagradable que me resultara, sigue siendo una de las épocas más memorables de mi vida.

En 1793 cumplí cincuenta años y, salvo por mi acatamiento a penosas modas de entonces, como llevar el pelo largo y recogido en una coleta o vestir trajes ridículos y amanerados, entre mi aspecto de esos días y el de hoy, doscientos seis años más tarde, apenas hay diferencia. Con el tiempo seguí midiendo el metro ochenta y cuatro que había alcanzado en mi juventud; mi peso normal, que oscilaba entre ochenta y seis y cien kilos, se estancó en unos satisfactorios noventa y tres, y la piel no se ajó ni arrugó como en las personas de mi edad; hacía tiempo que había perdido pelo y encanecido, lo que me daba un aire distinguido que no dejaba de complacerme. En general me instalé en una mediana edad más que satisfactoria que aún no he superado. De modo que en 1793, cuando la Revolución francesa llegó a su punto culminante, inicié el proceso que me convertiría en un ladrón de tiempo.

Hacía veinte años que vivía en Inglaterra, aunque mi trigésimo cumpleaños me había sorprendido en el continente, donde llevaba casi una década trabajando en instituciones bancarias y no me había ido del todo mal. Entonces volví a Londres y tras un par de negocios exitosos invertí con acierto y entablé amistades influyentes en el mundo de la banca que apoyaron mis iniciativas. No tardé en comprar una casa y reunir un capital considerable que me producía cuantiosos réditos. Trabajé de firme y gasté con inteligencia. Mi principal preocupación durante esos años era conseguir una vida cómoda, y jamás dediqué un pensamiento a mi felicidad personal o espiritual. Mis únicas ocupaciones consistían en trabajar y ganar dinero, pero al cabo de un tiempo comprendí que eso no bastaba y que buscaba algo más.

Nunca había pensado quedarme en Londres para siempre, y al cumplir los cincuenta empecé a arrepentirme de no haber viajado más. En ese momento no podía evitar sentir que mi existencia se dirigía plácidamente hacia su fin, pues entonces no era habitual sobrepasar el medio siglo de vida, y a veces me reprochaba no haber aprovechado más mi juventud para conocer mundo. Cuando examinaba mi vida, veía dinero donde debería haber habido una familia feliz, y eso me deprimía. Qué poco imaginaba entonces las muchas relaciones amorosas que me depararía el destino, los numerosos viajes que emprendería y los incontables años que tenía por delante. Entonces lo único que pensaba era que había malgastado mi vida.

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