El ladrón de tiempo (20 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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—Matthieu —insistí—. Lo sé, se lo aseguro. Y la echo mucho de menos, Pierre. ¿Puedo preguntarle si Céline está saliendo con alguien en estos momentos?

Respiró hondo y miró alrededor, como si reflexionase sobre la mejor respuesta a mi pregunta.

—Céline está consagrada a su trabajo y a mí. Mejor dicho, a nuestro trabajo —aclaró—. Ocurriera lo que ocurriese en el pasado, creo que ya lo ha olvidado. Ha pasado página. Sin embargo, no sale con ningún hombre, si se refiere a eso. Después de todo, sigue estando casada.

Asentí y me pregunté si sería tan comedido con alguien que hubiera tratado a mi hermana con la desconsideración que yo había tenido con la suya. Estimando inapropiado seguir hablando de Céline a espaldas de ésta, cambié de tema y lo felicité una vez más por sus logros, el único tema aparte de su hermana que nos interesaba a los dos. De nuevo fue como si hubiera encendido las luces de un árbol de Navidad en una habitación a oscuras: se le iluminó el rostro, le chispearon los ojos y se sonrojó ligeramente, y la incomodidad del momento se desvaneció como por ensalmo.

—Debo admitir que muchas veces creí que no lo conseguiríamos. ¡Y pensar que ahora tenemos los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina! Sólo faltan diecisiete meses.

—¿Y está preparado?

Abrió la boca para responder, pero cambió de parecer y recorrió el jardín con la mirada, un tanto nervioso.

—¿Por qué no entramos? —propuso al fin—. Busquemos un lugar tranquilo donde hablar. Me gustaría que me aconsejaras en algunos asuntos —añadió, tuteándome por fin—. Te has convertido en todo un hombre de negocios, ¿verdad?

—He ganado algo de dinero últimamente —reconocí.

—Bien, bien —repuso con presteza—. Entonces quizá puedas ayudarme en cierto asunto. Entremos.

Dicho esto, me cogió del brazo y me condujo a una habitación del primer piso. Tras acomodarnos junto a la chimenea, me contó sus problemas y yo le expliqué el modo en que podía contribuir a resolverlos.

Una semana más tarde estaba en Egipto ultimando mis negocios, y busqué ansiosamente en los periódicos noticias sobre los Juegos. Para mi sorpresa, descubrí que se había decidido celebrarlos en Atenas sin previa consulta al gobierno griego, que no andaba tan sobrado de dinero como para despilfarrarlo en una Olimpiada. En consecuencia, Hungría se ofreció como país anfitrión, con la condición de que se diera a un alto cargo de Budapest un puesto equivalente al de Vikelas. Eso significaba que apartarían de las negociaciones a Pierre, a quien la mera posibilidad lo desmoralizaba.

—Ésa es la razón por la que querría esperar hasta mil novecientos —me había contado en la fiesta de bienvenida a Juré mientras bebíamos una copa tras otra de vino. Estaba serio y tenso, pero procuraba no pensar en que fuera a ocurrir lo peor—. Aún nos queda un largo camino por recorrer. Atenas no está preparada, por no hablar de Budapest. Si se esperase unos años más todo saldría a la perfección. Tal como están las cosas, el sueño de las Olimpiadas de la era moderna se desvanecerá.

De pronto comprendí que se me presentaba la oportunidad de compensar a Céline por la tristeza que le había causado en el pasado. Si se enteraba de que había ayudado a su hermano a ver cumplido aquello que ambicionaba, quizá me perdonase. No esperaba que nos reconciliáramos —ni siquiera estaba seguro de que quisiera volver con ella—, pero entonces, como ahora, acostumbraba pagar mis deudas y odiaba herir a las personas innecesariamente. Había mortificado a mi mujer; ahora tenía la oportunidad de ayudar a su hermano. Era de justicia que lo hiciera.

Pierre quería que los Juegos se celebraran en Atenas, y por eso nos reunimos con el príncipe heredero de Grecia, Constantino, que ya había creado varios comités destinados a recaudar fondos. Después viajé de nuevo a Egipto y me entrevisté con George Averoff, uno de los hombres de negocios más importantes del país. Famoso benefactor de la causa griega, había pagado la construcción de la escuela politécnica de Atenas, la academia militar y la prisión para menores, entre otros lugares de bien común. En los últimos años lo había frecuentado mucho y, aunque sabía que Averoff poseía medios suficientes para financiar un proyecto de esa envergadura, también era consciente de que nuestra relación distaba de ser cordial. Yo había cometido el error de airear, en una entrevista aparecida en un periódico local, mis opiniones sobre los planes urbanísticos de la ciudad y el uso de ciertos terrenos propiedad de Averoff. Aunque trabajábamos en proyectos similares, él era infinitamente más rico que yo (sólo los intereses ya le reportaban unos ingresos anuales que ascendían a la mitad de mi capital). En esa época me sentía en baja forma y sólo me faltaba ver por toda Alejandría letreros con el nombre «Averoff» en lugar de «Zéla». Consideraba una afrenta personal no recibir el respeto y la admiración de que disfrutaba el gran empresario. Por esa razón, en la entrevista hasta me permití una pequeña burla y afirmé que las ventanas altas y los acabados rococó de sus edificios, que constituían su toque personal, afeaban a tal punto la gran ciudad que eran como granos que le hubieran salido a Alejandría en el rostro. Añadí unas cuantas sandeces más, pueriles e impropias de una persona de mi posición. Poco después, un empleado de Averoff me visitó para comunicarme que, aunque en esa ocasión no iban a ponerme una denuncia por difamación, Averoff agradecería que no volviera a mencionar su nombre en los medios de comunicación. Me sentía tan avergonzado de la imagen de mentecato simplón que había ofrecido en la entrevista que le di mi palabra. Por eso, la idea de reunirme con él, sombrero en mano, y pedirle ayuda no me hacía especial ilusión.

Me citó en su despacho un sábado al mediodía del verano de 1895. Estaba sentado a un gran escritorio de caoba, pero se levantó de inmediato y se acercó para estrecharme la mano efusivamente, lo cual me sorprendió. Su cabello gris había emblanquecido completamente desde la última vez que lo había visto, y me recordó al escritor estadounidense Mark Twain.

—Me alegro de volver a verlo, Matthieu —dijo mientras me acompañaba a un mullido sofá situado ante un sillón de orejas, en el que se sentó—. ¿Cuándo fue la última vez?

—Hace un año más o menos —contesté un poco nervioso, indeciso sobre si debía pedir disculpas por mi comportamiento del pasado o hacer como si no hubiese ocurrido nada. Para tranquilizarme me dije que un hombre de su posición y con tantas responsabilidades no podía acordarse de todos y cada uno de los desaires que recibía—. Si no me equivoco, en la fiesta de Krakov.

—Ah, sí. Fue terrible lo que le ocurrió, ¿verdad?

(Sólo unas semanas atrás, Petr Krakov, ministro del gobierno, había sido abatido a tiros ante las puertas de su casa. Nadie había reivindicado el atentado y se sospechaba de cierto movimiento clandestino, lo que no dejaba de resultar sorprendente, pues Alejandría era todo menos una ciudad violenta.)

—Espantoso —convine—. Quién sabe en qué asuntos estaría metido… Un final trágico, ciertamente.

—Bueno, no vale la pena especular —se apresuró a decir, como si se callara algo—. Tarde o temprano sabremos la verdad. Hablar por hablar no nos llevará a ninguna parte.

Observé su expresión. ¿Sería una indirecta? No sabía qué pensar, pero al final decidí que no había querido insinuar nada, al menos por el momento. Tenía la mesa cubierta de fotos enmarcadas y le pregunté si podía mirarlas. Sonrió e hizo un ademán de asentimiento.

—Ésta es mi mujer, Dolores. —Señaló a una dama de aspecto jovial que posaba a su lado en una de las fotos y que parecía estar envejeciendo con dignidad. Sus rasgos eran hermosos y saltaba a la vista que había sido una belleza en su juventud y quizá una mujer deslumbrante en la madurez—. Y éstos son mis hijos. Y algunas de sus respectivas esposas e hijos.

Era una familia muy numerosa y, mientras me enseñaba sus retratos, Averoff rezumaba orgullo; una vez más, sentí envidia de él. En un plano profesional, Georges Averoff y yo teníamos vidas muy semejantes: ambos éramos empresarios y ganábamos mucho dinero gracias a nuestra inteligencia y astucia; sin embargo, mi vida familiar era muy pobre comparada con la suya. ¿Cómo era posible que después de todos mis matrimonios y relaciones (fracasados en su mayoría) no hubiera tenido siquiera un hijo o algo parecido a una familia feliz? Quizá fuese cierto eso de que sólo hay una mujer adecuada para cada hombre, y yo la había perdido. Aunque nunca se me hubiera ocurrido pensar que podría conservarla.

—Dígame, querido Matthieu —prosiguió con una amplia sonrisa mientras volvíamos a tomar asiento frente a frente—, ¿a qué se debe su visita?

Conté los acontecimientos vividos durante los últimos meses y describí con detalle los geniales planes de Pierre, que parecían más y más condenados al fracaso a medida que pasaba el tiempo. Mostré la carta en petición de ayuda que le escribía el príncipe heredero Constantino y enumeré la serie de desastres que habían conducido a que se planteara la posibilidad de celebrar las Olimpiadas en Hungría. Apelé a su patriotismo, subrayando lo importante que sería para Grecia albergar los primeros Juegos de la era moderna; en honor a la verdad, no tuve que explayarme demasiado, pues de inmediato George se comprometió a ayudar.

—Por supuesto que colaboraré —insistió extendiendo los brazos—. Se trata de un hito de la mayor importancia. Haré todo lo que esté en mi mano, se lo prometo; pero dígame, Matthieu, ¿a qué se debe su interés? Que yo sepa usted no es griego.

—Nací en Francia.

—Me lo imaginaba. Entonces, ¿por qué se toma tantas molestias para ayudar a los griegos y a De Coubertin? Es raro, ¿no cree?

Clavé la mirada en el suelo, sin saber si debía hablarle de mis verdaderos motivos.

—Hace unos años —dije finalmente— contraje matrimonio con la hermana de Pierre de Fredi. De hecho, seguimos casados. Con ella me porté de un modo… digamos lamentable. Eché a perder lo que podría haber sido una relación maravillosa y le hice mucho daño. No me gusta herir a las personas, Georges. Ahora intento compensarla.

Asintió lentamente.

—Entiendo. ¿E intenta que vuelva con usted?

—No creo que pueda. Para serle sincero, al principio esa eventualidad no estaba dentro de mis planes. Sólo quería ayudarla de alguna manera. Aunque últimamente nos hemos vuelto a acercar gracias al asunto de los Juegos y los antiguos sentimientos han vuelto a aflorar. Al reencontrarnos, ella me hizo un gran favor. Tengo un sobrino, Thom, cuya vida no ha sido fácil. Su padre murió en circunstancias violentas cuando él era un niño de pecho y su madre se volvió alcohólica. Hace poco el chico vino a verme; acababa de salir de la cárcel, donde había cumplido condena por un delito menor, y parecía necesitar desesperadamente un poco de estabilidad en su vida. Haciendo gala de su generosidad habitual, Céline le ofreció un trabajo de auxiliar administrativo en su despacho, que le ha venido a mi sobrino como anillo al dedo, pues necesita dinero y algo que hacer durante el día. Ignoro la razón, pero el chico no quiere saber nada de su tío, ni acepta nada que provenga de mí. Céline se ha portado con él como un ángel y todo debido a nuestra antigua relación. Creo que tengo que… —Enmudecí, sorprendido conmigo mismo por lo que estaba diciendo—. Perdón. No creo que le interese oír todas estas nimiedades. Debo de parecerle un hombre ridículo.

Se encogió de hombros y rió con cortesía.

—Al contrario, Matthieu. Siempre es interesante conocer a un hombre que tiene conciencia. Hasta diría que pertenece a una especie rara. ¿De dónde la ha sacado usted?

Dudando si me tomaba el pelo o no, sonreí; estaba claro que aludía a nuestra disputa del pasado. De repente sentí un enorme respeto por ese hombre y decidí contarle la verdad.

—Una vez maté a una persona. La única mujer que he querido de verdad. Y después de eso juré no hacer daño a nadie nunca más. La conciencia, como usted la llama, se desarrolló a partir de ese momento.

Averoff donó a la fundación Olympic casi dos millones de dracmas, suma que se invirtió en la reconstrucción del estadio Panathinaiko, donde iban a celebrarse los Juegos. La edificación original del estadio databa del 330 a. C, pero se había ido desmoronando a lo largo de los siglos y llevaba cientos de años bajo tierra. El príncipe heredero mandó erigir una estatua en honor de Averoff —obra del famoso escultor Vroutos— en la entrada del estadio; la víspera de la inauguración de los Juegos Olímpicos, el 5 de abril de 1896, la escultura se descubrió solemnemente.

No cabía en mí de alegría ante lo fácil que me había resultado reclutar a Averoff para nuestra causa. Había previsto perder meses en reuniones y discusiones sin fin, mientras el tiempo se nos echaba encima y la perspectiva de celebrar los Juegos en Budapest iba afianzándose. Cuando regresé a Atenas, apenas una semana después, ceñía el laurel de la victoria. Pierre conservaría el cargo, los Juegos se celebrarían en Atenas, y al fin había podido compensar todo el dolor que había causado a mi mujer.

—Vaya —dijo Céline poco después—. Cuando quieres puedes hacer muy bien las cosas. Pierre está feliz. Se habría hundido si se hubieran perdido los Juegos.

—Era lo menos que podía hacer. Te lo debía, ¿no crees?

—Sí, tienes razón.

—Quizá… —Vacilé, pensando que tal vez debería esperar a que nos encontráramos en un entorno más romántico para hablar de reconciliación; aun así proseguí: siempre he creído que no hay que dejar pasar las oportunidades—. Quizá tú y yo podríamos…

—Antes de que digas nada —me interrumpió; parecía un poco nerviosa—, deberíamos poner al día nuestra situación.

—¡Es increíble! —exclamé—. Justo estaba pensando en lo mismo.

—Deberíamos divorciarnos.

—¿Deberíamos qué?

—Divorciarnos, Matthieu. Hace años que no vivimos juntos. Necesitamos un cambio, ¿no crees?

La miré atónito.

—Pero ¿y todo lo que he hecho por tu hermano? He dedicado mucho tiempo y energía para ayudarlo a conseguir que los Juegos se celebren en Atenas. Me he portado como un verdadero amigo. ¿Y qué me dices del dinero que invertirá Averoff gracias a mí?

—Ya que quieres tanto a mi hermano, ¿por qué no te casas con él? —respondió sin vacilar—. Necesito el divorcio, Matthieu. Estoy… estoy enamorada de otro… y vamos a casarnos.

No di crédito a mis oídos. Fue un mazazo a mi orgullo.

—¿No podrías esperar un poco? —rogué—. Sólo para ver si esa relación funciona antes de decidir…

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