El ladrón de tiempo (28 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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15
Julio de 1999

Era la primera vez que visitaba el plato donde se rodaba la serie ile Tommy, y el sinfín de precauciones de seguridad para acceder al recinto me parecieron absurdas. Llegué al estudio caminando. Me presenté ante el guarda jurado para que buscase mi nombre en la lista de acreditaciones. El hombre me miró de arriba abajo sin disimular su desprecio antes de admitir con un resoplido que estaban esperándome. Cuando al fin llegué a recepción me obligaron a pasar por un detector de metales en previsión de que llevase escondido algún equipo de grabación o fotográfico, o una metralleta. Después tuve que firmar una declaración en la que juraba que, una vez que hubiese abandonado el plato, no revelaría ninguna escena o suceso que hubiera presenciado en el mismo. Estaba terminantemente prohibido obtener provecho económico de cualquier aspecto de la televisión del que pudiera enterarme en el estudio; ni siquiera se me permitía hablar de ello con nadie. Estaba preguntándome por qué no tendríamos medidas de seguridad parecidas en nuestro canal de televisión cuando caí en la cuenta de que la razón no era otra que su ridiculez e inutilidad: su única función consistía en alimentar el ego de los actores que trabajaban allí.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé cuando el joven guarda acabó de recitarme todas las normas—. ¿De verdad tengo aspecto de pretender vender los estúpidos secretos de este lugar a la prensa sensacionalista? ¡Ni siquiera sé el nombre de la serie!

—¿Qué quiere que le diga, señor? —contestó con aspereza y sin mirarme, con los ojos fijos en las hojas que llevaba sujetas a una tablilla—. Ignoro el aspecto que debe de tener esa persona. Yo sólo cumplo con mi trabajo. Dígame, ¿a qué ha venido usted? ¿Tiene una prueba?

—¡Por supuesto que no! —respondí, ofendido por la mera sugerencia.

—Había oído decir que están buscando un novio para Maggie.

—Pues no soy yo.

—Me planteé presentarme a la prueba, pero mi agente me lo sacó de la cabeza, porque si tengo éxito en un papel de hombre maduro nunca me llamarán para encarnar personajes más jóvenes.

—Claro. —De modo que allí hasta los guardas jurados tenían agentes—. El caso es que yo no he venido para la prueba. Tampoco es que sea exactamente un hombre maduro. Estoy aquí porque mi sobrino me ha invitado al rodaje. Imagina que la experiencia me enriquecerá, pero yo lo dudo, porque experiencias no me faltan, si quiere que le sea sincero.

—¿Quién es su sobrino?

Me devolvió el reloj y las llaves tras pasarlas por el detector de metales.

—Uno de los actores —repuse—. Tommy DuMarqué. Gracias —añadí mientras volvía a ponerme el reloj en la muñeca.

—¿Usted es el tío de Tommy? —me preguntó el guarda con una sonrisa de oreja a oreja. A continuación retrocedió un paso y me observó de arriba abajo, sin duda para ver si guardaba algún parecido con mi sobrino. Podría haberse ahorrado el esfuerzo, pues cualquier similitud que hubiera podido tener con los Thomas se había diluido hacía muchas generaciones. Cada Thomas era mucho más apuesto que el anterior y se parecía menos a mí, aunque, por otro lado, ninguno de ellos tenía mi fortaleza—. ¡Qué sorpresa!, señor… —echó un vistazo a la tablilla— señor Zelly.

—Zéla.

—Pensaba que Tom no tenía familia, ¿sabe? Sólo chicas. Muchas chicas, el muy suertudo hijo de…

—Bueno, pues ya ve, también me tiene a mí —lo interrumpí, mirando alrededor mientras me preguntaba cuál sería el siguiente paso, si tendría que sufrir la humillación de desnudarme o someterme a un examen de mis cavidades—. Soy su único pariente.

—Vaya por ese pasillo y, cuando llegue al final, encontrará otra recepción a la derecha —aclaró anticipándose a mi siguiente pregunta, ahora que habíamos aclarado quién era yo—. Verá a una chica sentada a una mesa; pídale que llame a Tommy por el telefonillo. Está esperándolo, ¿verdad?

Le di las gracias y avancé por el pasillo. A los lados colgaban grandes fotos enmarcadas de, supuse, los actores y actrices «le la serie, tanto del pasado como del presente. Al pie de cada una aparecían dos nombres impresos, el real y el ficticio, así i omo la fecha de su actuación. Sólo reconocí a dos o tres que habían sido entrevistados en la televisión o la prensa rosa veinte años atrás. Al final del pasillo vi la foto de mi sobrino y leí: «Tommy DuMarqué-Sam Cutler, 1991 en adelante.» Aparecía serio y circunspecto. Sonreí; no podía evitar sentirme orgulloso ile su éxito. Era una foto muy estilizada y profesional —nadie, m siquiera mi sobrino, podía ser tan guapo en la realidad—, pero aun así alegraba la vista. Abrí la puerta y di mi nombre a la chica sentada a la mesa. Hizo una llamada rápida y me señaló un sofá para que tomara asiento. En todo el rato que estuve allí apenas me quitó el ojo mientras mascaba chicle ruidosamente, un hábito que detesto.

Cuando por fin se abrió otra puerta y apareció mi sobrino, me quedé perplejo. Tommy avanzó hacia mí sin levantar la mirada del suelo. La recepcionista se enderezó, se pegó el chicle detrás de la oreja y empezó a teclear briosamente su ordenador, observando a la estrella con el rabillo del ojo.

—¡Dios mío, Tommy! —exclamé, preguntándome qué nuevos horrores me esperaban—. ¿Qué te ha pasado?

Vestía téjanos desteñidos y una ceñida camiseta negra que le marcaba los pectorales y los músculos del cuello y dejaba al descubierto sus brazos morenos y fuertes. ¿Cómo podía ser que un chico tan apuesto siempre estuviera metido en líos? Estaba claro que había recibido una paliza recientemente: tenía el ojo izquierdo medio cerrado y tumefacto, la mejilla muy hinchada, un labio partido y un repugnante hilo de sangre seca en la barbilla.

—¿Qué ha ocurrido…? —pregunté, consternado.

—No te preocupes, tío Matthieu —dijo mientras franqueábamos la puerta por la que había entrado hacía un momento—. Estoy bien. Ha sido esta mañana. Carl se ha enterado de lo de Tina y yo y cuando he llegado a casa me estaba esperando. Me ha sacudido de lo lindo. Pero tranquilo, sobreviviré.

—Carl… —Titubeé. El nombre me sonaba de algo; quizá se tratara de un conocido suyo que me había presentado en alguna ocasión—. ¿Así que ha sido Carl…?

—Tina está embarazada, ¿sabes? —continuó, como si lo que le ocurría fuera lo más normal del mundo—. Pero, claro, no se sabe si el padre de la criatura es Carl, el nuevo camarero o yo. Lo malo es que no puede hacerse ahora el test de paternidad, pues tiene algo raro en los genes y si se hiciera la prueba podría dañar al feto. De modo que tendremos que esperar a que nazca el bebé. En fin, que estamos metidos en un buen lío, y con suspense añadido.

¿De qué me estaba hablando?… Pero de pronto comprendí y suspiré aliviado.

—¡Claro, Carl…! —dije entre risas—. Es una especie de pariente, ¿verdad?

—Más o menos. Es el hijo adoptado del ex marido de mi madre con su segunda mujer. No existe parentesco sanguíneo, pero tenemos el mismo apellido. Sam Cutler y Carl Cutler. La gente nos toma por hermanos, pero nunca nos hemos llevado muy bien. Me envidia porque…

—Me parece que empezaré a ver la serie de nuevo —dije por enésima vez. Cuando Tommy se lanzaba a hablar de su personaje, parecía que no fuera a parar nunca—. Jamás me acuerdo de nadie.

—Bueno, por eso estás aquí hoy —dijo mientras llegábamos a un decorado que me resultaba familiar: el salón de la pequeña casa adosada de los Cutler en el este de Londres.

Dos minutos, Tommy. —Un hombrecito barbudo con un auricular en la oreja pasó por nuestro lado y le dio una palmadita en el brazo.

—Siéntate allí, tío Matthieu. —Señaló una silla en un rincón—. Y no hagas ruido, ¿eh? En cuanto acabe la escena seré todo tuyo.

Obedecí. Había cuatro cámaras en varios puntos del plato y unos quince técnicos. Junto a la mesa del salón vi un rostro conocido: la madre de Tommy en la serie, una actriz que en los años sesenta había tenido bastante éxito en películas cómicas. Una chica que no aparentaba más de doce años estaba dándole los últimos toques al maquillaje. En la década de los sesenta su estrella había declinado, pero había vuelto a brillar el primer día de emisión de la serie, y ahora se la consideraba una joya de la corona. Su personaje se llamaba Minnie, y la prensa sensacionalista la llamaba afectuosamente Minnie
la Mandona
. A su lado, sentado a la mesa, había un chico de unos quince años; sospeché que se trataba un nuevo ídolo adolescente contratado para atraer a cierto sector de la audiencia. Mientras Minnie
la Mandona
flexionaba rápidamente los hombros para meterse en papel, el chico se inclinaba sobre una revista y se mordía las uñas con ferocidad.

El director pidió silencio en el plato; alguien le sacó la revista al chico, que protestó airado; los técnicos se apartaron del objetivo de las cámaras y empezó el
playback
. Minnie y el chico se enderezaron en su asiento y comenzaron a hablar a la espera de que el director gritara «¡Acción!». De pronto la escena cobró vida.

—Me importa un pimiento lo que me digas de esa Carla lenson —espetó Minnie mientras encendía un cigarrillo—. Es un mal bicho y no quiero que vuelvas a verla, ¿has entendido? —Tenía un acento barriobajero, pero en la vida real hablaba como una dama de sangre azul. En ese momento ya nadie debía de recordar su voz verdadera.

—¡Oh, tía Minnie! —refunfuñó el chico, desesperado, como si todos los adultos la tuvieran tomada con él y conspirasen para que siguiera eternamente con pantalones cortos y piruletas—. No hacíamos nada malo, te lo juro. Sólo estábamos jugando con mi nueva Nintendo, de verdad.

—De acuerdo, no digo ni que sí ni que no, pero entonces no entiendo por qué llevaba la blusa desabrochada hasta el ombligo, enseñando las… ya me entiendes, para que todo el mundo las viera.

—Es la moda. Así es como van las tías actualmente, ¿vale? —repuso el chico, indignado por la mentalidad carca de la mujer—. No te enteras de nada.

—¡Pues tú sí que te vas a enterar si vuelves a ver a esa zorrita, Davy Cutler! —vociferó Minnie
la Mandona
—. ¿Me has oído?

—No es una zorra, tía. ¡Ya me gustaría que lo fuera!

Mientras tenía lugar ese diálogo, dos cámaras se movían un poco sobre el
travelling
mientras las otras filmaban a los actores por encima del hombro. Cuando esa parte de la escena llegaba a su fin, una de las cámaras giró sobre su eje para preparar el siguiente plano y enfocó la puerta. Detrás de mí —y no de los dos actores sentados a la mesa, por donde se suponía que tenía que aparecer Tommy— se oyó un portazo, y entonces entró mi sobrino en el salón y se dejó caer en el suelo, gimiendo como un poseso.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Minnie, levantándose para acercarse presurosa a su hijo, a quien en el ínterin le habían aplicado más sangre de pega—. Pero ¿qué te ha pasado, hijo mío?

—Ha sido Carl, seguro —intervino Davy, feliz de cambiar de tema por un rato—. Se habrá enterado de que Sam se ha enrollado con su chica.

—Cierra la boca —masculló Minnie señalando con un dedo al chico—. No es verdad lo que dice, ¿verdad, hijo? —preguntó mientras su expresión de incredulidad se transformaba sutilmente en una mueca de decepción.

—Cállate, cállate —gimió Tom dirigiéndose a Davy, que tanto podía ser su primo como su hermano de leche o cualquier niño de la calle a quien un buen día habían decidido acoger.

—Es la pura verdad —replicó Davy, a la defensiva.

—Te he dicho… —Tommy hizo una larga pausa—. Te he dicho que te calles. —Otra pausa—. ¿No me has oído o qué?

Con la cabeza de Tommy apoyada en el regazo, Minnie los miró sucesivamente y de pronto, con una expresión misteriosa, fijó la vista en mí —léase «en el horizonte»— y su rostro se ensombreció. Las lágrimas asomaron a sus ojos, soltó la cabeza de Tommy, que golpeó audiblemente contra el suelo, y salió llorando a moco tendido por la puerta del salón. Luego se oyó un fuerte portazo procedente del técnico de efectos sonoros situado a mi espalda.

—¡Corten! —gritó el director—. Muy bien, muchachos. Gracias.

Acepté la invitación que me hizo Tommy para pasar la tarde en el rodaje porque necesitaba distraerme un poco y olvidarme de mis problemas. Mi relación con Caroline era cada vez más tortuosa y empezaba a arrepentirme de haberla contratado. No podía criticar su entusiasmo; por la mañana llegaba al despacho antes que yo y cuando me iba a casa por la tarde ella seguía sentada a su mesa (aunque es posible que estuviese esperando a que me fuera para marcharse). Se enfrascaba en extensos informes sobre la historia relativamente breve de nuestra emisora y el estado de la teledifusión en la Inglaterra contemporánea. En nuestras conversaciones siempre utilizaba expresiones como «cuota de mercado», «estadísticas demográficas» y «audiencia principal», recalcándolas como si fuesen nuevas para mí, por si no seguía el hilo. Me daban ganas de decirle que llevaba doscientos años pensando en esos conceptos, aunque no utilizando esas mismas palabras. En su mesa de trabajo había tres pequeños televisores permanentemente encendidos sin sonido, uno sintonizado en nuestra emisora y los otros dos en la BBC y un canal de la competencia. De vez en cuando alzaba la cabeza, miraba una pantalla tras otra y escogía el programa que le habría resultado más atractivo de haber estado en casa apoltronada en un sofá y decidida a pasar la tarde delante del televisor. Apuntaba en una libreta las veces que ganaban nuestros programas y al término de la semana me presentaba los resultados.

—Fíjese, de nuestro canal sólo me interesa ver un doce por ciento de los programas. En cambio, los otros dos canales suman el ochenta y ocho por ciento restante.

—Bueno, nuestra actual cuota de mercado está muy por debajo de ese doce por ciento, Caroline. Es muy alentador, gracias.

Frunció el entrecejo y me miró intrigada, como si se preguntase si se habría equivocado al criticar ante mí nuestra programación. A continuación volvió a su mesa para seguir con los análisis. Me encantaba tomarle el pelo; su incansable entusiasmo la convertía en un blanco fácil para las bromas. Al parecer no hacía otra cosa que trabajar todo el día, como si fuera uno de los socios mayoritarios de la empresa. Qué queréis que os diga, nunca he creído en el trabajador incansable. Caroline estaba empeñada en convencerme de que era la persona indicada para ocupar el puesto de James, y cuanto más se esforzaba menos apta la encontraba para ese trabajo.

Entretanto, yo seguía doblando el espinazo seis y a veces siete días a la semana. Empezaba a estar harto, y para colmo la rutina del negocio me importaba un rábano. Continuaba celebrando reuniones semanales con Alan y Caroline, que asistía en representación de P. W., y diversos jefes de departamento cuyas opiniones me interesaban. Caroline siempre se sentaba a mi derecha y solía llevar las riendas de la conversación, a lo que no me oponía, pues sus ideas, aunque no siempre acertadas, en general suscitaban interés, pues todo el mundo estaba de acuerdo en que aportaba una perspectiva fresca al canal.

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