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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (5 page)

BOOK: El honorable colegial
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Sólo los que estaban más en el ajo veían las cosas de otro modo. Para ellos, el artículo del viejo Craw era una discreta obra maestra de mistificación: George Smiley en su mejor forma, decían. Evidentemente, la noticia tenía que salir a flote, y todos estaban de acuerdo en que la censura, fuese cual fuese el momento, era criticable. Mucho mejor, por tanto, dejarle salir a la luz de forma prevista por nosotros. En el momento oportuno, en la cuantía correcta y en el tono adecuado: una experiencia de toda la vida, convenían todos, en cada pincelada; pero este punto de vista no trascendía su círculo.

En cuanto a Hong Kong (evidentemente, decían los jugadores de bolos de Shanghai, el viejo Craw, como los moribundos, había tenido un instinto profetice de aquello) el artículo de Craw sobre High Haven resultó ser su canto de cisne. Un mes después de que apareciera, Craw se había retirado, no de la Colonia sino de su actividad como redactor y también de la isla. Tras alquilar una casa de campo en los Nuevos Territorios, comunicó que se proponía expirar bajo un cielo de ojos rasgados. Para los del Club de bolos, hubiese sido igual que si dijese Alaska. Sencillamente quedaba demasiado lejos, decían, para volver luego en coche una vez borracho. Corría el rumor (falso, pues las apetencias de Craw no iban en esa dirección) de que se había llevado consigo como acompañante a un lindo muchacho chino. Era obra del enano: no le gustaba que un viejo le birlara una gran noticia. Sólo Luke se negaba a borrarlo de su mente. Fue a verle un día a media mañana, tras el turno de noche. Porque le apetecía y porque el viejo buitre significaba mucho para él. Craw estaba más feliz que nunca, informó: Su áspero carácter de antes seguía íntegro. Pero le había desconcertado un poco la súbita aparición de Luke allí sin avisar. Estaba con él un amigo, no un muchacho chino, sino un bombero de visita al que presentó como George: un hombrecillo rechoncho y miope de gafas muy redondas que al parecer había aparecido por allí inesperadamente. En un aparte, Craw le explicó a Luke que aquel George era un pez gordo de una agencia de Prensa inglesa para la que él había trabajado en los tiempos oscuros.

—Es el que se encarga del aspecto geriátrico. Señoría. Está dando una vuelta por Asia.

Fuese quien fuese, era evidente que Craw mostraba mucho respeto por el rechoncho individuo, pues hasta le llamaba Su Santidad. Luke tuvo la sensación de que estorbaba, y se fue sin llegar a emborracharse siquiera.

Y así estaban las cosas. La misteriosa fuga de Thesinger, la casi muerte y resurrección del viejo Craw, su canto de cisne como un reto a tanta censura solapada; la inquieta obsesión de Luke por el mundo de los servicios secretos; la inteligente explotación de un mal necesario por parte del Circus. Nada planeado, aunque, tal como la vida dispondría, sí un alzar el telón para mucho de lo que más tarde sucedió. Un sábado de tifón; una agitación en la charca chapoteante, fétida, hormigueante y estéril que es Hong Kong, un aburrido coro, sin héroe aún. Y, curiosamente, unos cuantos meses después, una vez más le tocó a Luke, en su papel de mensajero shakespeariano, anunciar la llegada del héroe. Llegaron las noticias al telégrafo de la casa estando él allí a la espera y se lo comunicó a un aburrido público con su fervor acostumbrado:

—¡Amigos! ¡Presten atención! ¡Tengo noticias! ¡Jerry Westerby vuelve a la carga, señores! ¡Ha salido de nuevo camino de Oriente!, ¿me oyen? ¡Para continuar con el mismo tebeo!

—¡Oh,
Señoría
! —exclamó de inmediato el enano con burlón embeleso—. ¡Un toquecito de sangre azul, sin duda, para elevar el tono vulgar!
Hurra por la clase.

Y con un —profano juramento, lanzó la servilleta a la estantería del vino.

—Jesús —dijo después, y vació de un trago el vaso de Luke.

[1]
 Alude a
The Rime of the Ancient Mariner
, de S. T. Coleridge.
(Nota de los Traductores.)

2
La gran llamada

La tarde en que llegó el telegrama, Jerry Westerby tecleaba en su máquina en la parte sombreada de la terraza de su destartalada casa de campo, el saco de libros viejos tirado a sus pies. El telegrama lo llevó la persona ataviada de negro de la encargada de correos, una campesina feroz y adusta que, con la decadencia de las fuerzas tradicionales, se había convertido en el cacique de aquella mísera aldea toscana. Era una criatura vil, pero lo espectacular de la ocasión había estimulado sus mejores instintos y, pese al calor, subió a buen paso el árido sendero. En su libro, el momento histórico de la entrega se fijó más tarde en las cinco y seis minutos, lo cual era mentira, pero le daba fuerza. La hora exacta fueron las cinco en punto. Dentro de la casa de Westerby, la escuálida muchacha a la que en la aldea llamaban la huérfana, aporreaba un terco trozo de carne de cabra con vehemencia, del mismo modo que atacaba todo. Los ávidos ojos de la cartera la localizaron, junto a la ventana abierta, desde bastante lejos: los codos alzados y los dientes superiores apiñados sobre el labio inferior: ceñuda como siempre, sin duda.

«Puta —pensó furiosa la encargada de correos—, ¡ahora tendrás lo que has estado esperando!»

La radio atronaba con Verdi: la huérfana sólo oía música clásica, como había llegado a saber todo el pueblo por la escena que había hecho en la taberna la noche que el herrero intentó poner música de rock en la máquina tragaperras. Le había tirado una jarra. Así que con el Verdi y la máquina de escribir y la cabra, decía la cartera, el estruendo era tan ensordecedor que hasta un italiano lo habría oído.

Jerry estaba sentado como una langosta en el suelo de madera, recordaría la cartera (quizás tuviese un cojín) y utilizaba como escabel el saco de los libros. Estaba espatarrado, escribiendo con la máquina entre las rodillas. Tenía fragmentos de manuscrito con puntitos de moscas todo alrededor, sujetos con piedras para protegerlos de las ráfagas abrasadoras que azotaban la chamuscada cima del cerro en que vivía, y, enfundada en mimbres, una botella de tinto local junto al codo, sin duda para esos momentos, que conocen hasta los artistas más notables, en que la inspiración natural le fallase. Escribía a máquina al modo del águila, comentaría más tarde la cartera entre risas de admiración: daba muchas vueltas antes de lanzarse en picado. Y vestía lo que vestía siempre, ya estuviese haraganeando sin propósito por su corralito, labrando la docena de inútiles olivos que el bribón de Franco le había endosado, o bajase al pueblo con la huérfana a comprar, o se sentase en una taberna delante de un vino áspero antes de lanzarse a la larga subida hacia casa: botas de cabritilla que la huérfana jamás limpiaba, y que estaban rozadas por la puntera, calcetines cortos que ella nunca lavaba, una camisa sucia, en tiempos blanca, y pantalones cortos grises que parecían haber sido destrozados por perros furiosos, y que una mujer honrada habría remendado mucho tiempo antes. Y la recibió con aquel ronco torrente de palabras habitual, tímido y entusiasta al mismo tiempo, que ella no entendía en detalle, sino sólo de modo general, como una retransmisión de noticias por radio, y que podía reproducir, a través de los negros huecos de sus dientes decrépitos, con sorprendentes relampagueos de fidelidad.

—Mama Stefano, Dios mío, debe estar achicharrada. Venga aquí y refrésquese un poco —exclamó, mientras bajaba los escalones de ladrillo con un vaso de vino para ella, sonriendo como un colegial, que era su sobrenombre en el pueblo: El colegial, ¡un telegrama para el colegial, urgente, de Londres! En nueve meses, nada más que una partida de libros de bolsillo y el garrapateo semanal de su hijo, y ahora, de pronto, aquel monumento de telegrama, breve como una demanda, pero con cincuenta palabras pagadas de respuesta. ¡Imaginaos, cincuenta, sólo el coste! Era perfectamente lógico que acudiesen todos los que pudieran para ayudar a interpretarlo.

Se habían atascado al principio con
Honorable:
«El
honorable
Gerald Westerby.» ¿Por qué? El panadero, que había sido prisionero de guerra en Birmingham, sacó un astroso diccionario:
que tiene honor, título de cortesía que se da al hijo de un noble.
Por supuesto. La
signora
Sanders, que vivía al otro lado del valle, había declarado ya que el colegial era de sangre noble. El hijo segundo de un barón de la Prensa, había dicho,
Lord
Westerby, el propietario de un periódico, muerto. Primero había muerto el periódico, luego el propietario… Eso había dicho la señora Sanders, una gracia, el chiste había corrido entre ellos. Luego
lamentamos,
que era fácil. Y también
aconsejamos.
La cartera tuvo la satisfacción de descubrir, contra toda esperanza, el muy buen latín que los ingleses habían asimilado, pese a su decadencia. La palabra
tutor
resultó más dura, pues conducía a
protector,
y de ahí inevitablemente a chistes de mal gusto entre los hombres, que la encargada de correos silenció con irritación. Hasta que al fin, paso a paso, se descifró el código y se aclaró la historia. El colegial tenía un tutor, en el sentido de padre sustituto. Este
tutor se
hallaba gravemente enfermo en un hospital, y quena ver al colegial antes de morir. No quería a nadie más, sólo al honorable Westerby. Completaron rápidamente el resto del cuadro por su cuenta: la familia afligida alrededor del lecho, la mujer en lugar destacado, inconsolable, elegantes sacerdotes administrando los últimos sacramentos, los objetos de valor retirados y guardados, y, por toda la casa, por pasillos, cocinas, la misma palabra en susurros: Westerby… ¿dónde está el honorable Westerby?

Por último, había que descifrar quiénes eran los signatarios del telegrama. Había tres y se denominaban a sí mismos
procuradores,
palabra que desencadenó una oleada más de alusiones groseras antes de que se llegase a
notario
y las caras se pusieran serias bruscamente. Virgen Santísima. Si hacían falta para aquello tres notarios, tenía que haber allí muchísimo dinero. Y si habían insistido los tres en firmar, y habían pagado la respuesta de cincuenta palabras además, entonces las sumas no debían ser ya grandes sino gigantescas. ¡Acres! ¡Carretadas! ¡No era raro que la huérfana se hubiese agarrado así a él, la muy puta! De pronto, todos quisieron hacer la escalada al cerro. Guido con su Lambretta podía llegar hasta el depósito de agua, Mario era capaz de correr como un zorro, Manuela, la hija del tendero, tenía unos ojos delicados y la sombra de pesar le sentaba a las mil maravillas. Tras rechazar a todos los voluntarios (y darle un buen revés a Mario por presuntuoso), la cartera cerró el cajón y dejó a su hijo tonto al cargo de la tienda, aunque significase veinte minutos asfixiantes y (si aquel maldito viento de horno soplaba allí arriba) una bocanada de polvo al rojo por su esfuerzo.

Al principio no le habían hecho demasiado caso a Jerry. Ahora, mientras subía laboriosamente entre los olivares, lo lamentaba, pero el error tenía sus motivos. En primer lugar, había llegado en invierno, que es cuando llegan los malos compradores. Llegó solo, aunque tuviera el aire furtivo de quien se ha desprendido poco ha de mucha carga humana, como hijos, mujeres, madres, por ejemplo; la encargada de correos había conocido hombres en su época, y había visto aquella sonrisa agraviada demasiadas veces para no identificarla en el caso de Jerry: «Soy casado pero libre», decía la sonrisa, y ni lo uno ni lo otro era cierto. En segundo lugar, le había traído el encoloniado comandante inglés, un cerdo declarado que llevaba una agencia inmobiliaria para explotar campesinos: otra razón para desdeñar al colegial. El perfumado comandante le enseñó varias granjas aceptables, incluyendo una en la que tenía interés personal la propia encargada de correos (y que era también, por casualidad, la mejor), pero el colegial se quedó con el cuchitril del marica de Franco, que se alzaba allí en la cima de aquel maldito cerro al que estaba subiendo ella ahora: el cerro del diablo, le llamaban; el diablo se iba a allá arriba cuando en el infierno hacía demasiado frío para él. El sinvergüenza de Franco precisamente, que echaba agua a la leche y al vino y se pasaba los domingos parloteando con jovencitos presumidos en la plaza del pueblo. El abultado precio fue de medio millón de liras del que el encoloniado comandante intentó quedarse un tercio, sólo porque mediaba un contrato.

—Y todo el mundo sabe por qué favorece el comandante al sinvergüenza de Franco —masculló silbando entre los dientes espumeantes, y la concurrencia emitió ruidos de asentimiento «stch, stch» hasta que ella, furiosa, les ordenó que se callaran.

Además, como mujer astuta, desconfiaba un poco del carácter de Jerry. Aquella suavidad ocultaba dureza. Lo había comprobado con otros ingleses, pero el caso del colegial era algo muy especial y le inspiraba desconfianza; le tenía por peligroso a causa de su inquieta simpatía. Ahora ya se podían atribuir aquellos fallos de los comienzos, claro, a la excentricidad de un escritor inglés aristócrata, pero al principio, la encargada de correos no había demostrado tanta indulgencia con él. «Esperad al verano», había advertido a sus clientes con un gruñido, poco después de que el colegial visitara por primera vez su establecimiento: Pasta, pan, matamoscas: «En verano descubrirá lo que ha comprado, el cretino.» En verano, los ratones del sinvergüenza de Franco invadirán su dormitorio. Las pulgas de Franco le comerán vivo y los avispones pederastas de Franco le perseguirán por el jardín y el viento abrasador del diablo le achicharrará las partes. Se acabará el agua, se verá obligado a defecar en los campos como un animal. Y cuando vuelva el invierno otra vez, el encoloniado sinvergüenza del comandante podrá venderle la casa a otro imbécil, con pérdida para todos salvo para él.

En cuanto a distinción, en aquellas primeras semanas, el colegial no mostró ni pizca de ella. Nunca regateaba, no sabía siquiera lo que era un descuento, no producía la menor satisfacción robarle. Y, en la tienda, cuando conseguía sacarle de sus contadas y miserables frases de italiano de cocina, el colegial no alzaba la voz y gritaba como un verdadero inglés sino que se encogía de hombros despreocupadamente y se servía él mismo lo que quería. Un
escritor,
decían. Bueno, ¿y quién no lo era? Muy bien, sí, le compró unos cuadernillos de papel. Ella pidió más. Él compró más. Bravo. Tenía libros. Un montón de libros mohosos, por la pinta, que llevaba en un saco gris de yute como un cazador furtivo y, antes de que viniese la huérfana, le veían en sitios insólitos, con el saco de los libros al hombro, camino de una sesión de lectura. Guido se lo había tropezado en el bosque de la Contessa, encaramado en un tronco como un sapo y repasando los libros uno tras otro, como si fueran todos uno solo y hubiese perdido la página. Poseía también una máquina de escribir cuyo sucio estuche era un batiburrillo de raídas etiquetas de equipaje: bravo otra vez. Igual que cualquier melenudo que compra un bote de pintura pasa a llamarse pintor: un escritor de
esa
clase. En la primavera vino la huérfana y la encargada de correos también la odió.

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