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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (8 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Es un escándalo —proclamó Martindale furioso, mientras a su anguila ahumada y a su filete con riñones y al clarete del Club les añadía un beneficio de veinte peniques—. Se lo diré a todo el mundo.

Entre los pueblerinos de Whitehall y los de la Toscana, a veces resultaba sorprendentemente difícil elegir.

El tiempo no ahogó los rumores. Por el contrario, se multiplicaron, y les dio colorido su aislamiento, al que llamaron obsesión. Se recordó que Bill Haydon no sólo había sido colega de George Smiley, sino primo de Ann y algo más todavía. La furia de Smiley contra Haydon, decían, no se había aplacado con la muerte de éste: no había duda de que estaba bailando sobre la tumba de Bill. Por ejemplo, George había supervisado personalmente la limpieza de la famosa sala de Haydon que daba a Charing Cross Road, y la destrucción de los últimos rastros de él, desde aquellas intrascendentes pinturas al óleo, que eran obra suya, a los restos y baratijas de los cajones de su escritorio. Hasta había ordenado serrar y quemar el mismo escritorio. Y una vez hecho
eso,
afirmaban, había mandado a un equipo de obreros del Circus para echar abajo las paredes de separación. Sí, señor, decía Martindale.

O, como otro ejemplo, y francamente uno de los más inquietantes, bastaba ver la fotografía que colgaba en la pared del cochambroso salón del trono de Smiley, una fotografía de pasaporte, por el aspecto, pero ampliada a mucho más de su tamaño natural, de modo que tenía un aspecto granúlenlo y, según algunos, espectral. Uno de los de Hacienda la vio durante una reunión convocada para borrar las huellas de las cuentas bancarias operativas.

—Por cierto, ¿es ésa la foto de Control? —le había preguntado a Peter Guillam, sólo como un comentario intrascendente. No había tras la pregunta ninguna intención siniestra. En fin, ¿por qué no?, ¿qué había de malo en
preguntar?
Control, aún no se conocían otros nombres, era la leyenda del lugar. Había sido guía y mentor de Smiley durante treinta años. Smiley le había enterrado, en realidad, decían: pues los muy secretos, como los muy ricos, tienen tendencia a morir sin que nadie les llore.

—No, desde luego que
no
es
Control —había replicado Guillam el copero, con aquel tono suyo espontáneo y desdeñoso—. Es Karla.

¿Y quién era Karla cuando estaba en la casa?

Karla, querido amigo, era el nombre de trabajo del agente soviético que había reclutado a Bill Haydon, en primer término, y que había estado controlándole después.

«Es un tipo de leyenda, completamente distinto, eso es lo menos que podemos decir —clamaba Martindale, temblando de furia—. Parece ser que tenemos entre manos una auténtica
vendetta.
¿Podemos llegar a ser tan pueriles?»

Hasta a Lacon le fastidiaba un poco aquella foto.

—Ahora en serio, ¿por qué le tienes ahí colgado, George? —preguntó, con su voz audaz de prefecto jefe, una tarde que entró en el despacho de Smiley cuando iba camino de casa procedente de la oficina del Gobierno—. Me pregunto qué significa para ti. ¿Has pensado en ello? ¿No crees que es un poco macabro? ¿El enemigo victorioso? Creo que puede acabar con uno, mirándole desde allá arriba con esa satisfacción malévola…

—Bueno, Bill ha
muerto —
dijo Smiley de aquel modo elíptico que utilizaba a veces, dando la clave de un motivo, en vez del motivo mismo.

—Y Karla está vivo, ¿no? —dijo Lacon—. Y tú prefieres tener un enemigo vivo que uno muerto, ¿es eso lo que quieres decir?

Pero las preguntas hechas a George Smiley tenían, a cierto nivel, la costumbre de pasarle de largo; incluso, según sus colegas, de parecer de mal gusto.

Un incidente que proporcionó más material sustantivo en los bazares de Whitehall se refería a los «hurones» o barredores electrónicos. No se recordaba en parte alguna un caso peor de favoritismo. ¡Dios mío, qué estómago tenían a veces aquellos tipos! Martindale, que llevaba un año esperando a tener despacho propio terminado, mandó una queja a su subsecretario. En mano. Para que la abriera él personalmente. Lo mismo hizo su hermano en Cristo del Ministerio de Defensa y lo mismo, casi, Hammer, de Hacienda, pero Hammer olvidó echarla al correo o se lo pensó mejor en el último momento. No era sólo una cuestión de prioridades, ni mucho menos. Ni de principios siquiera. Se trataba de
dinero.
Dinero
público.
Hacienda había renovado ya las instalaciones de la mitad del Circus a instancias de George. La paranoia de éste respecto a escuchas ocultas no tenía límite, al parecer. A esto se añadía el que los hurones andaban faltos de personal, había habido disputas laborales respecto a horas extras antisociales… ¡había tantos puntos de vista! Todo el asunto era dinamita.

Pero, ¿qué había pasado? Martindale tenía los detalles en la punta de sus manicurados dedos. George fue a ver a Lacon un jueves (el día de la extraña ola de calor, recuerdas, en la que prácticamente todo el mundo se asfixiaba, incluso en el Garrick) y el sábado (¡un sábado,
imaginad
las horas extras!) aquellos animales cayeron como un enjambre sobre el Circus, enfureciendo a los vecinos con su estruendo y poniéndolo todo patas arriba. No se había conocido desde entonces caso más
grave
de preferencia ciega… bueno, desde que le permitieron a Smiley volver a disponer de aquella especialista en Rusia vieja y sarnosa que él tenía, Sachs, Connie Sachs, catedrática de Oxford, sin razón alguna, considerándola una madre, cuando no lo era.

Discretamente, o tan discretamente como pudo, Martindale procuró por todos los medios enterarse de si los hurones habían descubierto en realidad algo, pero chocó contra un muro. En el mundo secreto, información es dinero, y en ese sentido, al menos, aunque él no lo supiera quizás, Roddy Martindale era un mendigo, pues las interioridades de este secreto interno sólo las conocía el grupito más íntimo. Era cierto que un jueves Smiley había ido a ver a Lacon, a su despacho revestido de madera que daba al Parque de St. James; y que el día fue insólitamente caluroso para el otoño. Brillantes rayos de sol caían sobre la alfombra de diseño figurativo, y las motas de polvo jugaban en ellos como finísimos pececitos tropicales. Lacon se había quitado incluso la chaqueta, aunque no la corbata, claro.

—Connie Sachs ha estado haciendo un poco de aritmética con la caligrafía de Karla en casos análogos —proclamó Smiley.


¿Caligrafía? —
repitió Lacon, como si caligrafía fuese contra las normas.

—Trucos del oficio. Los hábitos técnicos de Karla. Parece ser que donde era aplicable, utilizaba topos y robasonidos a la vez.

—Repítemelo ahora en inglés, George, ¿te importa?

Donde lo permitían las circunstancias, dijo Smiley, Karla había preferido respaldar sus operaciones de agente con micrófonos. Aunque Smiley estaba seguro de que no se había dicho nada dentro del edificio que pudiera comprometer cualesquiera «planes actuales», como él les llamaba, las implicaciones eran inquietantes.

Lacon estaba empezando a conocer también la caligrafía de Smiley.

—¿Alguna derivación de esa teoría, un tanto académica? —preguntó, examinando el rostro inexpresivo de Smiley por encima del lápiz, que sostenía entre los dos índices, como una regla.

—Hemos estado haciendo inventario de nuestros almacenes de material audio —confesó Smiley, arrugando la frente—. Falta una buena cantidad de equipo de la casa. Desapareció mucho, al parecer, cuando las reformas del 66.

Lacon esperó, esforzándose por sacarle más.

—Haydon estaba en el comité de edificación que era responsable de que se hiciese el trabajo —concluyó Smiley, como obsequio final—. Él era la fuerza motriz, en realidad. Es exactamente… bueno, si los primos llegan a enterarse alguna vez, creo que sería la última gota.

Lacon no era tonto y la cólera de los primos, precisamente cuando todo el mundo andaba intentando alisarse las plumas, era algo que debía evitarse a toda costa. De depender de él, habría despachado a los hurones aquel mismo día. Un término medio sería el siguiente sábado, por lo que llegado el día, y sin consultar a nadie, despachó a todo el equipo, a las doce, en dos furgones grises que llevaban este cartel: «Control de plagas.» Era verdad que habían puesto todo patas arriba, de ahí los estúpidos rumores sobre la sala de Haydon. Estaban furiosos porque era fin de semana y quizá, por lo mismo, injustificadamente violemos: las horas extras las pagaban a un precio aterrador. Pero su estado de ánimo cambió muy pronto cuando localizaron ocho radiomicrófonos en la primera pasada todos ellos del mismo tipo de los de los almacenes de material del Circus. Haydon los había distribuido de una forma clásica, como aceptó Lacon cuando acudió a hacer una inspección personal. Uno en un cajón de un escritorio que no se usaba, como si se hubiera dejado allí inocentemente y se hubiese olvidado, si no fuera porque el escritorio estaba casualmente en la sala de codificación. Otro acumulando polvo encima de un viejo aparador metálico en la sala de conferencias de la quinta planta, o, en la jerga, la sala de juegos. Y otro, con el típico talento de Haydon, metido detrás de la cisterna en el lavabo de al lado, que era para altos funcionarios. Una segunda pasada, que incluyó las paredes maestras, permitió descubrir otros tres empotrados en la estructura durante la edificación. Sondas, con tubitos de plástico de acceso al exterior para captar sonidos. Los hurones los colocaron como si alinearan las piezas cobradas en una cacería. Muertos lo estaban, por supuesto, como todos los aparatos, pero lo cierto es que habían sido colocados allí por Haydon, y conectados a frecuencias que el Circus no utilizaba.

—Y he de decir que mantenidos a costa de la Hacienda pública, además —dijo Lacon, con la más seca de las sonrisas, acariciando los hilos que habían conectado los micrófonos sonda con la instalación general—. O así fue, al menos, hasta que George modificó la instalación. No ha de olvidárseme decírselo al hermano Hammer. Se estremecerá.

Hammer, galés, era el enemigo más pertinaz de Lacon.

Smiley, por consejo de Lacon, montó entonces una modesta pieza teatral. Ordenó a los hurones reactivar los radiomicrófonos en la sala de conferencias y modificar el receptor de uno de los pocos coches de vigilancia del Circus que quedaban. Luego, invitó a tres de los jinetes de escritorio de Whitehall más inflexibles, incluido al galés Hammer, a rondar en el coche en un radio de media milla alrededor del edificio, y escuchar una discusión previamente redactada entre dos imprecisos ayudantes de Smiley que estaban sentados en la sala de juegos. Palabra por palabra. Ni una sílaba fuera de su sitio.

Tras lo cual, el propio Smiley les obligó a jurar que guardarían absoluto secreto y les hizo firmar una declaración por si acaso, redactada por los caseros, destinada expresamente a amedrentarlos. Peter Guillam admitió que les mantendría tranquilos un mes o así.

—O menos, si llueve —añadió acremente.

Pero si Martindale y sus colegas del campo contiguo a Whitehall vivían en un estado de inocencia primigenia respecto a la realidad del mundo de Smiley, los más próximos al trono se sentían igualmente distanciados de él. A su alrededor, los círculos se iban haciendo cada vez más pequeños a medida que se aproximaban, y en los primeros días, poquísimos llegaban al centro. Al cruzar la entrada lúgubre y marrón del Circus, con sus barreras provisionales controladas por vigilantes conserjes, Smiley no abandonaba nada de su reserva habitual. Durante noches y días seguidos, la puerta de su pequeña suite—oficina, permanecía cerrada y su única compañía era Peter Guillam, y un omnipresente factótum de sombría mirada llamado Fawn, que había compartido con Guillam la tarea de hacer de niñeras de Smiley durante el acoso de Haydon. A veces, Smiley desaparecía por la puerta trasera sin más que un gesto, llevándose consigo a Fawn, una criatura flaca y diminuta, y dejando a Guillam encargado de controlar las llamadas telefónicas e informarle en caso de emergencia. A las madres, les gustó esta conducta hasta los últimos días de Control, que había muerto al pie del cañón, gracias a Haydon, con el corazón destrozado. Por los procesos orgánicos de una sociedad cerrada, se añadió a la jerga una palabra nueva. El desenmascaramiento de Haydon se convirtió entonces en la
caída y
la historia del Circus se dividió en
antes de la caída
y
después.
Para las idas y venidas de Smiley, la
caída
física del edificio mismo, vacío en tres cuartas partes y, desde la visita de los hurones, en estado de desorden general, aportaba una sombría sensación de ruina que en momentos bajos resultaba simbólica para quienes tenían que vivir con ella. Lo que los hurones destruyen, no vuelven a reconstruirlo: y creían que lo mismo podía aplicarse, quizás, a Karla, cuyos rasgos polvorientos, clavados allí por su escurridizo jefe, seguían vigilando desde las sombras de su espartano salón del trono.

Lo poco que conocían era abrumador. Cuestiones tan vulgares como la del personal, por ejemplo, adquirían una dimensión aterradora. Smiley había invitado al personal a que se fuera y a que se desmantelaran las residencias; y por lo menos la del pobre Tufty Thesinger, de Hong Kong, que aunque desde mucho antes alejada del escenario antisoviético fue una de las últimas que se cerró. Respecto a Whitehall, terreno del que ellos desconfiaban profundamente, igual que Smiley, se supo que éste había sostenido discusiones extrañas y bastante tremendas sobre indemnizaciones por despido y readmisiones. Había casos, al parecer (el pobre Tufty Thesinger de Hong Kong aportaba una vez más el ejemplo más directo), en que Bill Haydon había alentado deliberadamente el ascenso excesivo de funcionarios quemados con los que se podría contar que no emprenderían iniciativas personales. ¿Debería pagárseles para que se fueran de acuerdo con su auténtico valor, o según el valor exagerado que malévolamente les había asignado Haydon? Había otros casos en los que Haydon, por su propia seguridad, había urdido razones de expulsión. ¿Deberían recibir la pensión completa? ¿Tenían derecho a pedir el reingreso? Desconcertados y jóvenes ministros, nuevos en el poder desde las elecciones, elaboraban normas audaces y contradictorias. En consecuencia, pasaron por las manos de Smiley toda una triste corriente de frustrados funcionarios de campo del Circus, de ambos sexos, y los caseros recibieron orden de cerciorarse de que, por razones de seguridad, y quizá de estética, ninguno de estos recién llegados de residencias extranjeras pusiera los pies dentro del edificio principal. No quería tolerar Smiley tampoco ningún contacto entre los condenados y los amnistiados provisionalmente. En consecuencia, con el renuente apoyo de Hacienda en la persona del galés Hammer, los caseros instalaron una oficina de recepción provisional en una casa alquilada de Bloomsbury, bajo la tapadera de una escuela de idiomas.
(Lamentamos no poder recibir a nadie sin cita previa),
controlándola con un cuarteto de funcionarios de pagos—y—personal. Este equipo se convirtió inevitablemente en el Grupo Bloomsbury, y se supo que a veces, durante una hora libre o así, Smiley procuraba escurrirse hasta allí y, en una visita más bien tipo hospital, ofrecía su pésame a rostros con frecuencia desconocidos. En otras ocasiones, según su humor, guardaba silencio absoluto, prefiriendo mantenerse anónimo y silencioso como un buda en un rincón de la polvorienta sala de entrevistas.

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