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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (7 page)

BOOK: El honorable colegial
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—¿Eres inglés? —preguntó ella por el camino.

—Hasta la medula, sí —bufaba furioso Jerry, y fue la primera vez que vio su sonrisa. Era una sonrisa por la que merecía la pena trabajar, no había duda: su carita huesuda se iluminó como la de un pilluelo por detrás de la mugre.

Un tanto aplacado ya, Jerry la alimentó, y con el advenimiento de la calma empezó a desplegar un poco su historia; después de tantas semanas sin nada en que centrarse, era lógico que intentase resultar simpático. Explicó que era periodista, que estaba descansando y que escribía una novela, que era su primer intento, que estaba rascando un viejo prurito, y que tenía un menguante montón de dinero que un tebeo le había pagado como indemnización por despido de personal superfluo… lo cual era muy cómico, dijo, porque él había sido algo superfluo toda la vida.

—Es como si te dieran la mano y te la dejaran llena de dinero —dijo Jerry.

Había dedicado una pequeña parte a la casa, había haraganeado un poco y ahora le quedaba ya poquísimo. En este punto, ella sonrió por segunda vez. Alentado, mencionó él el carácter solitario de la vida creadora:

—Pero, Dios mío, no te imaginas el trabajo que cuesta en realidad, el conseguir
realmente
que el asunto salga, digamos…

—¿Esposas? —preguntó ella interrumpiéndole.

Por un instante, él había supuesto que ella estaba interesada ya por la novela. Entonces vio sus ojos recelosos y expectantes y replicó con cautela: «Ninguna activa», como si las mujeres fuesen volcanes; y lo habían sido, sí, en el mundo de Jerry. Después del almuerzo, mientras caminaban, algo borrachos, cruzando la plaza vacía, con el sol cayéndoles a plomo, ella hizo su única declaración de propósitos:

—Todo lo que poseo está en este bolso, ¿entendido? —preguntó. Era el bolso que llevaba al hombro, el de tela de alfombra—. Y quiero que las cosas sigan igual. Así que nadie debe darme nada que no pueda llevar encima. ¿Entendido?

Cuando llegaron a la parada del autobús, ella se puso a pasear y cuando el autobús llegó subió tras él y dejó que le pagara el billete, y cuando se bajó en la aldea subió al cerro con él, Jerry con su saco de libros, ella con el bolso al hombro, y así fue la cosa. Tres noches y la mayor parte de sus días durmió y a la cuarta noche fue a él. Él estaba tan poco preparado para ella que hasta había dejado cerrada con llave la puerta de su cuarto: él tenía sus manías con puertas y ventanas, sobre todo de noche. Así que tuvo que aporrear la puerta y gritar: «Quiero entrar en tu maldito catre, por favor», para que él abriese.

—No me mientas nunca —le advirtió, metiéndose en su cama como si compartiesen una fiesta de alcoba—. Si no se dice nada no hay mentiras. ¿De acuerdo?

Como amante, era igual que una mariposa, recordaba Jerry: podría haber sido china. Ingrávida, nunca se estaba quieta; era tan frágil que le desesperaba. Cuando salieron las luciérnagas, se arrodillaron ambos en el asiento de la ventana y las miraron y Jerry se acordó de Oriente. Chirriaban las cigarras y eructaban las ranas, y las luces de las luciérnagas jugueteaban alrededor de un charco central de oscuridad y debieron estar allí arrodillados, desnudos, una hora o más, mirando y escuchando, mientras la ardiente luna se hundía entre las cimas de los cerros. No hablaron nada ni llegaron a conclusión de ningún tipo que él supiese. Pero dejó de cerrar con llave la puerta de su cuarto.

La música y el martilleo habían cesado, pero se había iniciado un estruendo de campanas de iglesia, que él supuso toque de vísperas. El valle nunca estaba tranquilo del todo, pero las campanas sonaban más a causa del rocío. Se acercó al
swing ball,
y arrancó la cuerda de la columna metálica, luego pateó con su vieja bota de cabritilla la base, recordando cómo volaba el ágil cuerpecillo de ella de tiro en tiro y cómo se hinchaba el hábito de monje.

«Tutor
es la palabra clave», le habían dicho.
«Tutor
significa la vuelta», dijeron. Durante un momento, Jerry vaciló, mirando de nuevo hacia abajo, la llanura azul donde la misma carretera, en absoluto figurativa, llevaba rielante y recta como un canal hacia la ciudad y el aeropuerto.

Jerry no era lo que él habría denominado un pensador. Toda una niñez escuchando a su padre gritar le había enseñado pronto el valor de las grandes ideas, y también de las grandes palabras. Quizás hubiera sido eso lo que le había unido a la chica en principio, pensó. Aquella actitud suya: «No quiero que me den nada que no pueda llevar encima.»

Quizá. Quizá no. Ella encontrará a otro. Pasa siempre.

Es
el momento,
pensó. El dinero liquidado, la novela abortada, la chica demasiado joven: en marcha. Es
el momento.

¿El momento de qué?

¡El momento!
El momento de que ella hallase a un joven vigoroso en vez de agotar a un viejo. El momento de ceder al ansia de viajar. Levanta el campamento. Despierta a los camellos. Sigue tu camino. En fin, Jerry lo había hecho ya antes una o dos veces. Plantar la vieja tienda, quedarse un rato, seguir. Lo siento, querida.

Es una orden, se dijo. Entre nosotros hay que obedecer sin pensar. Suena el silbato, los muchachos se reagrupan. Se acabó la discusión.
Tutor.

De todos modos, era curiosa la sensación que había tenido de que llegaba, pensó, mirando aún fijamente la borrosa llanura. No un gran presentimiento, ninguna tontería así: simplemente, sí, la sensación de que era el momento. Tenía que ser. Una sensación de sazón. Pero en lugar de un alegre impulso de actividad, se apoderó de su cuerpo el torpor. Se sentía de pronto demasiado cansado, demasiado gordo, demasiado soñoliento para ponerse en movimiento de nuevo. De buena gana se habría tumbado allí mismo, donde estaba. Le habría gustado dormir sobre la áspera hierba hasta que ella le despertase o llegara la oscuridad.

Tonterías, se dijo. Puras tonterías. Sacando el telegrama del bolsillo, entró con vigorosas zancadas en la casa, gritando su nombre:

—¡Eh, querida! ¡Muchacha! ¿Dónde te escondes? Hay malas noticias —se lo entregó—. ¡El Destino! —dijo, y se dirigió a la ventana en vez de mirarla mientras lo leía.

Esperó hasta que oyó el rumor del papel al aterrizar en la mesa. Se volvió entonces porque no podía hacer otra cosa. Ella no había dicho nada, pero se había metido las manos bajo las axilas y a veces su lenguaje gestual era ensordecedor. Jerry vio que sus dedos tanteaban a ciegas, intentando aferrarse a algo.

—¿Por qué no te vas una temporada a casa de Beth? —sugirió—. A ella le encantaría tenerte en su casa, a la vieja Beth. Te estima mucho. Podrías estar todo el tiempo que quisieras en casa de Beth.

Ella siguió con los brazos cruzados hasta que él bajó a poner el telegrama. Cuando volvió, le había sacado el traje, el azul, del que siempre se habían reído (ella le llamaba su uniforme de presidiario), pero temblaba y estaba pálida y mortecina, la misma cara que cuando él hizo lo de los avispones. Cuando intentó besarla, estaba fría como el mármol, así que la dejó. De noche, durmieron juntos y fue peor que estar solo.

Mama Stefano proclamó la noticia a la hora del almuerzo, jadeante. El honorable colegial se había ido, dijo, llevaba puesto el traje. Llevaba el maletín, la máquina de escribir y el saco de los libros. Franco le había llevado hasta el aeropuerto en la camioneta. La huérfana había ido con ellos, pero sólo hasta el acceso a la
autostrada.
Cuando se bajó, ni siquiera dijo adiós: sólo se quedó allí al borde de la carretera como la basura que era. Durante un rato, después de que la descargaron, el colegial se quedó muy callado y pensativo. Apenas atendía a las ingeniosas y agudas preguntas de Franco, y no hacía más que alisarse el pelo, aquel pelo entrecano como había dicho la Sanders. En el aeropuerto, como faltaba una hora para que saliese el avión, se habían bebido una botella y habían jugado una partida de dominó, pero cuando Franco intentó robarle con la factura, el colegial mostró una insólita dureza, regateando al fin, como los ricos de verdad.

Franco se lo había contado a ella, dijo: su amigo del alma. Franco, a quien calumniaban llamándole pederasta. ¿No le había defendido ella siempre, al elegante Franco, a Franco, el padre de su hijo tonto? Habían tenido sus diferencias (¿quién no?) pero ¡que le nombraran, si podían, un hombre en todo el valle más honrado, diligente, simpático y elegante que Franco, su amigo y amante!

El colegial había vuelto a por su herencia, dijo la encargada de correos.

3
El caballo del señor George Smiley

Sólo George Smiley, decía Roddy Martindale, un tipo de Asuntos Exteriores, gordo y avispado, podría haber conseguido que le nombrasen capitán de un barco naufragado. Sólo Smiley, añadía, podría haber agravado las aflicciones de tal nombramiento eligiendo ese mismo momento para abandonar a su hermosa, aunque a veces vagabunda, esposa.

A primera, e incluso a segunda, vista, George Smiley era inadecuado en todos los sentidos, como Martindale apreció en seguida. Era rechoncho, y desesperadamente tímido en ciertos sentidos. Una timidez natural le hacía de vez en cuando pomposo, y para hombres de la ampulosidad de Martindale, la modestia de Smiley era como un reproche permanente. También era miope, y al verle en aquellos primeros días que siguieron al holocausto, con sus gafas redondas y sus prendas de funcionario, asistido por su apuesto y silencioso copero Peter Guillam, arrastrándose discretamente por los más cenagosos senderos de la selva de Whitehall; o encorvado, sobre un montón de papeles a cualquier hora del día o de la noche en su astroso salón del trono de la quinta planta del
mausoleo
eduardiano del Circus de Cambridge que ahora dirigía, pensabas que era él, y no el difunto Haydon, el espía ruso, quien merecía el nombre de «topo». Después de tan prolongadas horas de trabajo en aquel edificio semidesierto y lúgubre, las bolsas de las ojeras se habían vuelto cárdenas, sonreía raras veces, aunque no careciese, ni mucho menos, de sentido del humor y había veces en que el mero esfuerzo de levantarse de su silla parecía dejarle sin resuello. Una vez alcanzada la posición erecta, hacía una pausa, la boca levemente abierta, y emitía un pequeño y fricativo «uf» antes de ponerse en movimiento. Otro hábito suyo era limpiar las gafas con aire distraído en el extremo grueso de la corbata, con lo que le quedaba la cara tan desconcertadamente desnuda que una secretaria muy vieja (en la jerga se llamaba a estas damas «madres») se vio asaltada en más de una ocasión por un ansia casi incontenible, sobre la que los psiquiatras habían hecho toda clase de graves pronósticos, de echarse sobre él y protegerle de la tarea imposible que parecía decidido a realizar.

—George Smiley no está sólo limpiando la cuadra —comentaba el mismo Roddy Martindale, en su mesa de almuerzo del Garrick—. Sube también con su caballo cuesta arriba. Ja, ja.

Otros rumores, favorecidos sobre todo por departamentos que habían presentado solicitudes para obtener el privilegio del fallido servicio eran menos respetuosos con la tarea de Smiley.

«George está viviendo de su reputación», decían, al cabo de unos meses. «La captura de Bill Haydon fue una casualidad.»

En fin, decían, después de todo había sido un soplo de los norteamericanos, no había sido, ni mucho menos, un golpe de George:

El honor deberían habérselo llevado los primos, pero habían renunciado diplomáticamente a él. No, no, decían otros. Fue el Holandés. El Holandés había descifrado el código del Centro de Moscú y había pasado la pieza a través del enlace: preguntadle a Roddy Martindale. Martindale, por supuesto, era un traficante profesional de informaciones falsas del Circus. Y, así, los rumores iban de un lado a otro mientras Smiley, aparentemente indiferente, guardaba silencio y despedía a su esposa.

Era casi increíble.

Estaban asombrados.

Martindale, que jamás en su vida había amado a una mujer, se sentía especialmente ofendido. Convirtió el asunto en una
cosa
positiva en el Garrick.

—¡Qué descaro! ¡Él un completo don nadie y ella una medio Sawley! Pauloviano, eso le llamo yo. Pura crueldad pavloviana. Después de años de soportar sus pecadillos perfectamente sanos (empujándola a ellos, en realidad), ¿qué hace el hombrecillo? ¡Se vuelve y, con brutalidad absolutamente
napoleónica,
le atiza una patada en la boca! Un escándalo. Y estoy dispuesto a decírselo a todo el mundo. Un escándalo, sí. Soy un hombre tolerante, a mi modo. Creo que no soy ningún santurrón, pero Smiley ha ido demasiado lejos. Desde luego que sí.

Por una vez, ocurría de cuando en cuando, Martindale tenía la imagen correcta. Las pruebas estaban allí y todos podían verlas. Con Haydon muerto y el pasado enterrado, los Smiley habían arreglado sus diferencias y juntos, con cierto ceremonial, la reconciliada pareja había vuelto a su casita de Chelsea, a la calle Bywater. Habían hecho incluso una tentativa de incorporarse a la vida social. Habían salido, habían recibido invitados de modo acorde al nuevo cargo de George. Los primos, el singular miembro del Parlamento, una serie de barones de Whitehall. Cenaron allí y volvieron a casa llenos; durante unas cuantas semanas, fueron incluso una pareja modestamente exótica que recorrió el circuito burocrático más selecto. Hasta que de pronto, con evidente pesar de su esposa, George Smiley se había apartado de ella y había instalado su campamento en los escuálidos desvanes que había detrás de su salón del trono del Circus. Pronto la lobreguez del lugar pareció actuar sobre la superficie de su rostro, como el polvo sobre la piel de un preso. Y mientras, Ann Smiley se consumía en Chelsea, soportando muy mal su insólito papel de esposa abandonada.

Abnegación, decían los entendidos. Abstinencia de monje. George es un santo. Además, a su edad…

Cuentos, replicaba la facción de Martindale. ¿Abnegación por
qué?
¿Qué quedaba allí, en aquel sombrío monstruo de ladrillo rojo, que pudiese exigir tal sacrificio? ¿Qué había ya en ninguna parte, en el terrible Whitehall o. Dios nos asista, en la terrible
Inglaterra
que pudiese ya exigirlo?

Trabajo, decían los entendidos.

¿Pero
qué
trabajo?, decían las atipladas protestas de aquellos que se habían nombrado a sí mismos vigilantes del Circus, exhibiendo, como gorgonas, los pequeños fragmentos de lo visto y oído. ¿Qué hacía él allá arriba, privado de las tres cuartas partes de su personal, sólo con unos cuantos vejestorios para prepararle el té, sus redes destrozadas? ¿Sus residencias extranjeras, su asignación reptil congelada por completo por Hacienda (se referían a sus cuentas operativas) y ningún amigo personal en Whitehall ni en Washington, en quien poder confiar? Salvo que considerase amigo suyo al presumido de Lacon, de la oficina del Gobierno, siempre tan dispuesto a ayudarle en cualquier ocasión imaginable. Y naturalmente
Lacon
lucharía por él: ¿A quién más tenía? El Circus era la base del poder de Lacon. Sin él, él era… bueno, lo que era ya, un capón. Naturalmente,
Lacon
lanzaría el grito de guerra.

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