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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (6 page)

BOOK: El honorable colegial
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Era pelirroja, lo cual, para empezar, ya era medio camino andado para la putería. Y no tenía pecho ni para alimentar a un conejo; y lo peor de todo era aquella vista feroz para la aritmética. Decían que la había encontrado en la ciudad: puta de nuevo. No le había dejado separarse de ella, ya desde el primer día. Pegada a él como un niño. Comía con él con el ceño fruncido. Bebía con él, y con el ceño fruncido. Compraba con él, captando las palabras igual que un ladrón, hasta que ambos se convirtieron en un pequeño espectáculo local, el gigante inglés y aquella puta espectral y ceñuda, bajando del cerro con su cesto de mimbre; el colegial con los raídos pantalones cortos sonriendo a todo el mundo, la hosca huérfana con su sayal de puta sin nada por debajo, de modo que aunque era más lisa que un escorpión, los hombres se la quedaban mirando para ver cómo se balanceaban a través de la tela las duras ancas. E iba bien agarrada a su brazo, con la mejilla en su hombro, y sólo le soltaba para sacar del bolso el dinero que ahora, avarientamente, controlaba ella. Cuando se encontraban con un rostro familiar, él saludaba por los dos, levantando el brazo libre como un fascista. Y que Dios protegiese al hombre que, las raras veces que ella iba sola, se atreviera a decirle una frescura o una obscenidad. Se volvía y escupía como un gato callejero y le ardían los ojos como los del demonio.

—¡Y ahora sabemos por qué! —gritó la encargada de correos, muy alto, mientras, subiendo aún, superó una falsa cumbre—. La huérfana va detrás de la herencia. ¿Por qué si no iba a ser fiel una puta?

Fue la visita de la Signora Sanders a su tienda lo que provocó una espectacular reconsideración de los méritos del colegial y de los motivos de la huérfana por parte de Mama Stefano. La Sanders era rica y criaba caballos valle arriba, donde vivía con una amiga conocida como la hombre—niño, que llevaba el pelo muy corto y cinturones de cadena. Sus caballos ganaban premios en todas partes. La Sanders era aguda e inteligente y frugal de un modo que agradaba a los italianos, y sabía a quién merecía la pena conocer entre los pocos ingleses apolillados que vivían desparramados por aquellos cerros. Vino, en apariencia, a comprar un jamón (debería haber sido un mes atrás), pero su objetivo real era el colegial. ¿Era verdad?, preguntó: «El Signore
Gerald
Westerby, ¿vive aquí en el pueblo? ¿Un hombre alto, de pelo entrecano, fornido, lleno de energía, un aristócrata, tímido?» Su padre el general había conocido a la familia en Inglaterra, dijo; habían sido vecinos en el campo una temporada, el padre del colegial y el suyo. La Sanders estaba pensando hacerle una visita: ¿Cuál era la situación del colegial? La encargada de correos murmuró algo sobre la huérfana, pero la Sanders no se inmutó:

—Oh, los Westerby siempre andan cambiando de mujer —dijo, con una carcajada, y se volvió hacia la puerta.

La cartera la detuvo, pasmada, luego la inundó a preguntas.

Pero, ¿quién era él? ¿Qué había hecho en su juventud? Periodista, dijo la Sanders, y comunicó lo que sabía de los antecedentes familiares. El padre, un hombre llamativo de aspecto, rubio, como el hijo, tenía caballos de carreras, ella le había vuelto a ver no mucho antes de su muerte y aún era todo un hombre. No paraba nunca, igual que el hijo: mujeres y casas, cambiándolas continuamente; tenía que hablar siempre a gritos a alguien, si no podía ser a su hijo, al vecino de enfrente. La cartera presionó más. Pero, ¿por sí mismo?, ¿se había distinguido por sus propios méritos el colegial? Bueno, había trabajado, desde luego, para algunos periódicos importantes, digamos, explicó la Sanders, ensanchando misteriosamente la sonrisa.

—No es, en general, costumbre inglesa conceder mucho honor a los periodistas —explicó, con su forma de hablar romana clásica.

Pero la cartera necesitaba más, mucho más. Lo que escribía, su libro, ¿de qué trataba? ¡Tan largo! ¡Tantas cuartillas desechadas y esparcidas! Cestos enteros, le había dicho el basurero (nadie en su sano juicio encendería un fuego allá arriba en verano). Beth Sanders sabía la energía que acumula la gente aislada, y sabía que en sitios deshabitados su inteligencia debe fijarse en cuestiones pequeñas. Así que ella intentó corresponder, lo intentó de veras. En fin, desde luego él había
viajado
constantemente, dijo, volviendo al mostrador y depositando allí su paquete. Hoy todos los periodistas eran viajeros, desde luego, desayunar en Londres, comer en Roma, cenar en Delhi, pero aun así el Signor Westerby había sido algo excepcional. Por lo que quizás estuviera escribiendo un libro de viajes, aventuró.

Pero, ¿por qué había viajado?, insistió la cartera, para quien ningún viaje carecía de objetivo:
¿por qué?

Por las guerras, replicó la Sanders pacientemente: por las guerras, las pestes y el hambre. «¿Qué otra cosa iba a hacer un periodista en estos tiempos, en realidad, sino informar de las miserias de la vida», preguntó.

La cartera asintió prudente con la cabeza, todos los sentidos centrados en la revelación: hijo de un rubio Lord ecuestre que gritaba, viajero loco, redactor de periódicos importantes. Y ¿había un escenario particular, preguntó, algún rincón de este mundo de Dios, en el que estuviese especializado? Lo estaba principalmente en Oriente, según opinión de la Sanders, tras un momento de reflexión. Había estado en todas partes, pero hay un tipo de inglés que sólo se siente a gusto en Oriente. Ésa era sin duda la razón de que hubiera venido a Italia. Hay hombres que sin el sol se marchitan.

Y también mujeres, chilló la cartera, y las dos se echaron a reír.

Y el Oriente, dijo la cartera, ladeando trágicamente la cabeza… una guerra detrás de otra, ¿por qué no parará todo esto el Papa? Cuando Mama Stefano enfiló por esta vía, la Sanders pareció acordarse de algo. Sonrió levemente al principio, y la sonrisa fue creciendo. Una sonrisa de exilio, reflexionó la cartera, observándola: es como un marino que recuerda el mar.

—Andaba siempre con un saco lleno de libros —dijo—. Nosotros decíamos que los había robado.

—¡Pues sigue llevándolo! —chilló la cartera, y explicó que Guido se lo había encontrado en el bosque de la Contessa, que el colegial estaba allí leyendo sentado en un tronco.

—Tenía idea de hacerse
novelista,
según creo —continuó la Sanders, siguiendo con sus recuerdos personales—: recuerdo que nos lo contó su padre. Estaba
furiosísimo.
Andaba dando gritos por toda la casa.

—¿El colegial? ¿Estaba furioso
el colegial? —
exclamó Mama Stefano, incrédula.

—No, no. El padre.

La Sanders soltó una carcajada. En la escala social inglesa, explicó, los novelistas están aún por debajo de los periodistas.

—¿Y sigue aún pintando?

—¿Pintar? ¿Es pintor?

—Lo intentó —dijo la Sanders, pero el padre también le prohibió pintar. Los pintores eran las criaturas más viles de
todas —
dijo, entre nuevas risas—: sólo los que triunfaban eran remotamente tolerables.

Poco después de este bombardeo múltiple, el herrero (el mismo herrero que había sido blanco de la jarra de la huérfana) dijo haber visto a Jerry y a la chica en la caballeriza de la Sanders, dos veces una semana, luego tres veces, y que además comían allí. Que el colegial había demostrado mucho talento con los caballos, y que los entrenaba y paseaba con innata destreza, hasta a los más indómitos. La huérfana no participaba, dijo el herrero. Ella estaba sentada a la sombra con la hombre—niño leyendo del saco de libros o mirando a Jerry con aquellos ojos celosos que no pestañeaban; esperando, como sabían ahora muy bien todos, a que el tutor muriese. ¡Y hoy el telegrama!

Jerry había visto a Mama Stefano de muy lejos. Tenía aquel instinto, había una parte de él que nunca dejaba de vigilar: una figura negra renqueando inexorable por el polvoriento sendero arriba como un escarabajo cojo entrando y saliendo de las rectas sombras de los cedros, por el arroyo seco de los olivares del bribón de Franco, hasta su trocito privado de Italia, como decía él, y recorriendo luego sus doscientos metros cuadrados, suficientes, sin embargo, para lanzar una deshilachada pelota de tenis alrededor de un poste en los atardeceres frescos, cuando se sentían artéticos. Había visto muy pronto el sobre azul que la mujer agitaba en su mano, y había oído sus gritos sobreponiéndose fraudulentamente a los otros rumores del valle: las Lambrettas y las sierras mecánicas. Y su primera reacción, sin dejar de escribir, fue mirar a hurtadillas a la casa para asegurarse de que la chica había cerrado la ventana de la cocina para que no entrara el calor ni los insectos. Luego, exactamente como describiría más tarde la cartera, bajó con rapidez los escalones a su encuentro, vaso de vino en mano, a fin de detenerla antes de que se acercara demasiado.

Leyó el telegrama despacio, una vez, inclinándose sobre él para dar sombra a lo escrito, y su expresión mientras Mama Stefano le miraba se hizo sombría y reservada; su voz adquirió una aspereza mayor mientras ponía una mano gruesa e inmensa sobre el brazo de ella.


La sera —
logró decir, mientras la guiaba de vuelta por el sendero.

Contestaría al telegrama aquella noche, quería decir.


Molto grazie.
Mama. Super. Muchísimas gracias. Magnífico.

Cuando se separaron, ella aún parloteaba descontroladamente, ofreciéndole todos los servicios posibles, taxis, mozos de cuerda, llamadas telefónicas al aeropuerto, y Jerry se palmeaba levemente los bolsillos de los pantalones buscando cambio, grande o pequeño: se le había olvidado momentáneamente, al parecer, que era la chica quien controlaba el dinero.

El colegial había recibido las noticias con temple, informó la cartera en el pueblo. Amablemente, hasta el punto de acompañarla parte del camino de vuelta; valerosamente, de modo que sólo una mujer de mundo (y que conociese a los ingleses) habría leído debajo la dolorosa aflicción; distraídamente, hasta el punto de que se había olvidado de darle propina. ¿O estaba adquiriendo ya la suma tacañería de los muy ricos?

Pero, ¿cómo se comportó la
huérfana?,
preguntaron. ¿Suspiró y lloró a la Virgen, fingiendo compartir la aflicción de él?

—Aún no se lo ha contado —murmuró la cartera, recordando evocadoramente el único y breve vislumbre que había tenido de ella, de lado, aporreando la carne—: Él tiene que considerar aún la posición de ella.

El pueblo se aposentó, esperando el anochecer, y Jerry se sentó en el campo de los avispones, contemplando el mar y dándole vueltas y vueltas al saco de los libros, hasta que llegaba al límite y se desenrollaba por sí solo.

Primero estaba el valle, y sobre él se alzaban los cinco cerros en un semicírculo, y sobre los cerros corría el mar que a aquella hora del día sólo era una lisa mancha parda en el cielo. El campo de los avispones, donde estaba sentado él, era sólo un largo bancal costeado de piedras, con un granero desmoronado en un extremo que les había dado cobijo para sus comidas al aire libre y sus baños de sol a cubierto de las miradas, hasta que los avispones anidaron en la pared. Ella los había visto cuando estaba lavando, y entró corriendo a contárselo a Jerry, y Jerry había cogido sin mes un cubo de mortero de la casa del bribón de Franco y les había taponado todas las entradas. Luego, la llamó para que pudiera admirar su obra: mi hombre, cómo me protege. En el recuerdo, la veía con toda fidelidad: temblando a su lado, los brazos cruzados, contemplando el cemento nuevo y oyendo a los enloquecidos avispones dentro y murmurando, «Jesús, Jesús», demasiado asustada para moverse.

Quizá me espere, pensó.

Recordó el día que la conoció. Se contaba a sí mismo aquella historia con frecuencia, porque en su vida, la buena suerte era algo muy raro, en lo que se refería a mujeres, y cuando aparecía algo así le gustaba paladearlo, como él decía. Un jueves. Había hecho su viaje habitual a la ciudad, con el propósito de hacer unas compras, o quizás de ver unas cuantas caras nuevas y salir un rato de la novela. O quizás sólo por huir de la aullante monotonía de aquel paisaje vacío, que le parecía casi siempre una especie de cárcel, y, además, solitaria; o puede que sólo pensara en procurarse una mujer, lo cual lograba de vez en cuando paseándose por el bar del hotel de los turistas. Así que se sentó a leer en la
trattoria de
la plaza mayor (una
garrafa,
una ración de jamón, aceitunas) y, de pronto, se fijó en aquella chica flacucha y ágil, pelirroja, ceñuda y con un vestido castaño que parecía el hábito de un monje y, al hombro, un bolso de tela de alfombra.

«Parece desnuda sin una guitarra», pensó.

Le recordaba vagamente a su hija Cat, diminutivo de Catherine, pero sólo vagamente, pues hacía diez años que no veía a Cat, los que hacía que su primer matrimonio se había hundido. La razón de que no la hubiera visto ni siquiera sabría decirla con exactitud. En la conmoción primera de la separación, un confuso sentido de la caballerosidad le dijo que era mejor que Cat se olvidase de él. «Es mejor que me borre. Que ponga su corazón donde está su hogar.» Cuando su madre volvió a casarse, pareció que su actitud la motivaba la abnegación. Pero, a veces, la echaba muchísimo de menos y muy probablemente ésa era la razón por la cual, tras haber captado su interés, la chica lo mantenía. ¿Andaría dando vueltas Cat de aquel modo, sola y agobiada por el hastío? ¿Tendría ya Cat aquellas pecas suyas, y aquella tez lisa como un guijarro? Más tarde, la chica le explicaría que se había escapado. Había encontrado trabajo como institutriz con una familia rica de Florencia. La madre estaba demasiado ocupada con los amantes para ocuparse de los hijos, pero el marido tenía tiempo de sobra para la institutriz. La chica había cogido el dinero que había podido encontrar y se había largado y allí estaba. Sin equipaje, la policía detrás, y utilizando su último billete arrugado para pagarse una comida vulgar antes de la perdición.

Aquel día no había en la plaza demasiado talento (nunca lo había) y cuando se sentó, la chica había conseguido que le diesen el tratamiento habitual prácticamente todos los hombres capaces de la villa, de los camareros para arriba, ronroneándole «hermosa señorita» y consideraciones más escabrosas de añadidura, cuya orientación precisa Jerry no captó, pero que habían hecho reír a todos a su costa. Después, uno intentó pellizcarle el pecho, ante lo cual Jerry se levantó y se acercó a la mesa. Jerry no era un gran héroe, sino todo lo contrario según su opinión personal. Pero rondaban por su cabeza demasiadas cosas, y podría haber sido también Cat la que estuviese así acorralada en un rincón cualquiera. Sí, pues: cólera. Posó una mano, en fin, en el hombro del camarero bajito que se lanzaba ya a por ella, y otra en el hombro del grande, que había aplaudido la bravuconada, y les explicó, en mal italiano, pero de modo bastante razonable, que debían dejar de inmediato de molestar a aquella bella señorita y dejarla comer en paz. En caso contrario, les rompería sus grasientos cuellecitos. El ambiente pasó a no ser demasiado agradable después de eso, y el pequeño parecía dispuesto realmente a pelear, pues no hacía más que llevarse la mano al bolsillo de atrás, y hurgar en la chaqueta, hasta que una mirada final a Jerry le hizo cambiar de idea. Jerry dejó sobre la mesa un poco de dinero, recogió el bolso de la chica, volvió a por el saco de los libros a su mesa y llevándola del brazo, alzándola casi en vilo, cruzó con ella la plaza camino del Apolo.

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