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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (48 page)

BOOK: El honorable colegial
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—¡Señor Tiu! ¡Qué maravillosa coincidencia! ¡Es el
señor Tiu
! Acérquese, por favor. Pruebe la carne. Está
espléndida.
Señor Tiu, éste es Jerry, de la Prensa. Jerry, éste es un gran amigo mío que ayuda a cuidar de mí. ¡Él está entrevistándome, señor Tiu! ¡A mí! Es emocionantísimo. Me está preguntando cosas de Vientiane y de un pobre piloto a quien yo intenté ayudar hace cien años. Jerry conoce toda mi vida. ¡Es un milagro!

—Nos conocemos —dijo Jerry, con una amplia sonrisa.

—Claro —dijo Tiu, igualmente feliz, y Jerry captó una vez más el aroma familiar a almendras y agua de rosa mezcladas, el que tanto le gustaba a su antigua esposa.

—Claro —repitió Tiu—. Tú el escritor de caballos, ¿no?

—Sí —aceptó Jerry, estirando la sonrisa hasta casi quebrarla.

Luego, claro está, su visión del mundo experimentó varios cambios y pasó a tener muchísimas cosas de qué preocuparse: Como, por ejemplo, parecer tan satisfecho como el que más por la asombrosa buena suerte que había sido aquella súbita aparición de Tiu; como, por ejemplo, estrecharse las manos, lo cual era como una mutua promesa de ajustar cuentas; como, por ejemplo, acercar un asiento y pedir bebidas, carne y chuletas y todo lo demás. Pero lo que seguía en su pensamiento, mientras hacía todo esto incluso (el recuerdo que se alojó allí tan permanentemente como lo permitieron los acontecimientos posteriores) tenía poco que ver con Tiu, o con su precipitada aparición. Y era la expresión de Lizzie cuando vio a Tiu por vez primera, una fracción de segundo antes de que las arrugas del valor hicieran brotar la alegre sonrisa. Aquello explicaba mejor que nada las contradicciones que la oprimían: sus sueños de prisionera, sus personalidades prestadas que eran como disfraces con que podía eludir momentáneamente su destino. Ella había llamado a Tiu, por supuesto. No tenía otra elección. A Jerry le sorprendió el que ni él ni el Circus lo hubieran previsto. La historia de Ricardo, fuese cual fuese la verdad del caso, era algo demasiado serio para que pudiera manejarlo ella sola. Pero cuando Tiu entró en el restaurante en sus ojos grises no había alivio sino resignación: las puertas se habían cerrado de nuevo ante ella, había terminado la alegría. «Somos como esos malditos gusanos de luz», le había susurrado en una ocasión la huérfana, hablando de su niñez, «que arrastramos la maldita luz por ahí a la espalda».

Desde un punto de vista operativo, como Jerry percibió de inmediato, la aparición de Tiu era, desde luego, un don de los dioses. Si lo que interesaba era remitir información a Ko, Tiu era un canal infinitamente más impresionante para tal fin de lo que hubiese podido ser nunca Lizzie Worthington.

Lizzie había terminado el besuqueo de Tiu, así que se lo pasó a Jerry.

—Señor Tiu, es usted mi testigo —declaró Lizzie, en tono de gran conspiración—. Debe usted recordar todo lo que yo diga palabra por palabra. Jerry, continúa, como si no estuviera aquí él. En fin, el señor Tiu es silencioso como una
tumba,
¿verdad?
Querido —
añadió, y le besó otra vez—. Esto es
tan
emocionante —repitió, y los tres se acomodaron para una charla amistosa.

—¿Qué buscar usted, señor Wessby? —preguntó Tiu muy afable, lanzándose a la carne—. Usted un escritor de caballos, ¿por qué molestar chicas guapas? ¿Eh?

—¡Buena pregunta, amigo! ¡Eso es muy bueno, sí! Los caballos son mucho más seguros, ¿verdad?

Rieron generosamente los tres, procurando no mirarse a los ojos.

El camarero le puso media botella de un whisky etiqueta negra delante. Tiu la descorchó y la olió críticamente antes de servir.

—Está buscando a
Ricardo,
señor Tiu. ¿Comprende usted? Él cree que Ricardo está
vivo.
¡Qué maravilla! ¿verdad? Yo no siento ya absolutamente nada por Ricardo, claro, pero sería estupendo volver a tenerle con nosotros. ¡Menuda fiesta íbamos a hacer!

—¿Liese decir eso a ti? —preguntó Tiu, sirviéndose varios dedos de whisky—. ¿Ella decir a ti Ricardo vivo?


¿Quién,
amigo? No te entiendo. No entendí el primer nombre.

Tiu señaló a Lizzie con una costilla.

—¿Ella decir tú él vivo? ¿Ese tipo piloto? ¿Ese Ricardo? ¿Liese decir tú eso?

—Yo nunca revelo mis fuentes, señor Tiu —dijo Jerry, con la misma afabilidad—. Bueno, eso es lo que decimos los periodistas cuando nos hemos inventado algo —explicó.

—Los escritores de caballos, ¿eh?

—¡Eso, sí! ¡Eso es!

Tiu rió de nuevo, y esta vez Lizzie rió más ruidosamente todavía. Estaba perdiendo el control otra vez. Quizá sea la bebida, pensó Jerry; o puede que a ella le guste algo más fuerte y la bebida haya avivado el fuego. Y si este tipo vuelve a llamarme escritor de caballos, puede que actúe en legítima defensa.

Lizzie, de nuevo en su papel de animadora de la fiesta:

—¡Oh, señor Tiu, Ricardo tuvo tanta suerte! Hay que ver todo lo que tenía. Indocharter… yo… todo el mundo. Allí estaba yo, trabajando para esas pequeñas líneas aéreas… de una gente china a la que conocía papá… y Ricardo como todos los pilotos era un financiero desastroso… contrajo unas deudas
aterradoras —
introdujo en el asunto a Jerry con un manoteo—. Dios mío, intentó incluso meterme a mí en uno de sus planes, ¡se imagina!… vender whisky, nada menos… y de pronto, mis tontos y cordiales amigos chinos decidieron que necesitaban otro piloto. Pagaron sus deudas, le pusieron un sueldo, le dieron un viejo trasto para volar…

Jerry dio entonces el primero de varios pasos irrevocables.

—Ricardo no llevaba en su último vuelo un viejo trasto, amiga. Pilotaba un Beechcraft recién comprado —corrigió parsimoniosamente—. Indocharter nunca tuvo a su nombre un aparato de ese tipo. Ni siquiera lo tienen ahora. Mi director comprobó todo eso perfectamente, no me preguntes cómo. Indocharter nunca jamás alquiló un aparato de esos, ni lo prestó ni lo estrelló jamás.

Tiu soltó otro alegre clamoreo de carcajadas.

Tiu es un obispo de mucho temple. Eminencia,
le había advertido Craw.
Dirigió la diócesis de San Francisco de Monseñor Ko con una eficacia muy eficaz cinco años y lo más grave que pudieron colgarle los artistas de narcóticos fue lavar su Rolls Royce en día de fiesta.


¡Eh, señor Wessby, quizá Liese les robó uno! —gritó Tiu, con su acento seminorteamericano—. ¡Puede ella salió noche robar aviones otras compañías!

—¡Es una canallada que diga usted eso, señor Tiu! —exclamó Lizzie.

—¿Qué parecer eso, escritor de caballos? ¿Gustar eso?

La algarabía de la mesa resultaba tan escandalosa para ser tres sólo, que varias personas volvieron la cabeza para mirarles. Jerry lo vio por los espejos, donde medio esperaba localizar al propio Ko, con su andar patizambo de niño de las barcas, avanzando hacia ellos tras cruzar la puerta de mimbre de la entrada. Lizzie continuó, descontroladamente ya.

—¡Oh, fue un completo cuanto de hadas! Llegó un momento en que Ric no tenía ni para comer… Y nos debía dinero a todos, dinero de los ahorros de Charlie, de la asignación que me envía papá… Ric prácticamente nos arruinó a todos. Por supuesto, era como si el dinero de todos le perteneciese… y de pronto, Ric tenía trabajo, no tenía deudas, y la vida volvía a ser una fiesta. Todos los demás pilotos en tierra y Ric y Charlie volando sin parar como…

—Como mosquitas de culo azul —propuso Jerry, ante lo que Tiu explotó en una hilaridad tal que hubo de sujetarse en el hombro de Jerry para seguir a flote… y Jerry tuvo la incómoda sensación de que estaban midiéndole físicamente para el cuchillo.

—¡Ah, sí, esa sí que es buena! ¡Moscas de culo azul! ¡Mi gustar eso! ¡Tú muy divertido, escritor de caballos!

Fue en ese momento, bajo la presión de los alegres insultos de Tiu, cuando Jerry utilizó un juego de piernas realmente bueno. Craw comentó luego que había sido lo mejor. Ignoró por completo a Tiu y se agarró al otro nombre que Lizzie había dejado escapar.

—¿Qué fue del amigo Charlie, Lizzie? —dijo, sin tener la menor idea de quién era Charlie—. ¿Qué fue de él cuando Ric se montó el número de la desaparición? No me digas que se hundió también con el barco…

Lizzie se alejó flotando una vez más en una nueva ola de explicaciones, y Tiu disfrutaba pacientemente de cuanto oía, riendo entre dientes y asintiendo con la cabeza sin dejar de comer.

Él está aquí para descubrir el motivo, pensó Jerry, Es demasiado listo para echarle el freno. Soy yo el que le preocupa, no ella.

—Oh, Charlie es indestructible,
absolutamente
inmortal —proclamó Lizzie, utilizando una vez más como apoyo a Tiu—: Charlie
Mariscal,
señor Tiu —explicó—. Oh, deberías conocerle, un mestizo chino fantástico, todo piel y huesos y opio, y un magnífico piloto. Su padre un veterano del Kuomintang, un bandido aterrador que vive por los Shans. Su madre era una pobre chica corsa (ya sabes que los corsos vinieron en rebaño a Indochina), pero es realmente un personaje fantástico. ¿Sabes por qué se hace llamar Mariscal? Su padre no quiso ponerle su propio apellido. ¿Y sabes lo que hizo Charlie? Pues darse la graduación más alta que hay en el ejército. «Mi padre es general, pero yo soy mariscal», dijo. ¿Verdad que tiene gracia? Y es
muchísimo
mejor que
almirante,
creo yo.

—Super —admitió Jerry—. Maravilloso. Charlie es un príncipe.

—Liese también personaje bastante fantástico, señor Wessby —comentó afablemente Tiu, así que a petición de Jerry brindaron por eso: por la fantástica personalidad de Lizzie.

—¿Pero qué es en realidad todo este asunto de Liese? —preguntó Jerry posando el vaso—. Tú eres
Lizzie.
¿Quién es esa Liese, señor Tiu? Yo no conozco a esa dama. ¿Por qué no se me permite participar en la broma?

Aquí, Lizzie se volvió claramente a Tiu pidiendo instrucciones, pero Tiu había pedido un poco de pescado crudo y estaba comiéndolo con mucha rapidez y con dedicación total.

—Algún escritor de caballos hacer preguntas condenadas —comentó con la boca llena.

—Otra ciudad, otra página, otro nombre —dijo al fin Lizzie, con una sonrisa nada convincente—. Me apetecía un cambio, así que elegí un nombre nuevo. Algunas chicas cambian de peinado. Yo cambié de nombre.

—¿Conseguiste un hombre nuevo a juego con el nombre? —preguntó Jerry.

Ella negó con la cabeza, los ojos bajos, mientras Tiu soltaba un chorro de carcajadas.

—¿Qué es lo que pasa en esta ciudad, señor Tiu? —preguntó Jerry, ayudando instintivamente a la chica—. ¿Es que los hombres están ciegos? Por Dios, yo cruzaría el continente por ella, ¿usted no? Se llamase como se llamase, ¿verdad que sí?

—¡Mi ir de Kowloon a Hong Kong y no más! —dijo Tiu, muy contento de su chiste—. ¡O quizás quedar en Kowloon y llamarla, decirle venir verme una hora!

Ante lo cual, Lizzie no alzó siquiera los ojos y Jerry pensó que tenía que resultar muy agradable, en otra ocasión en que todos tuviesen más tiempo, romperle a Tiu aquel cuello gordo por tres o cuatro sitios.

Pero, por desgracia, romperle el cuello a Tiu no figuraba de momento en la lista de compras de Craw.

* * *

El dinero,
había dicho Craw.
Cuando llegue el momento oportuno, abre un extremo de la veta de oro y ése será tu gran final.

Así que empezó a hablarle de Indocharter. ¿Quiénes eran, qué tal se trabajaba con ellos? Ella se metió en la cosa tan de prisa que Jerry empezó a preguntarse si no le gustaría de verdad lo de vivir al borde del abismo más de lo que él había supuesto.

—¡Oh, fue una aventura fabulosa, Jerry! No puedes ni imaginártelo siquiera, te lo aseguro —de nuevo el acento multinacional de Ric—;
¡Líneas aéreas!
Eso resulta absurdo ya. Bueno, mira, no pienses ni por un instante en aviones nuevos y resplandecientes y azafatas bellísimas y champán y caviar y todo eso. Aquello era trabajo. Un trabajo de pioneros, que fue por lo primero que me atrajo el asunto. Yo podía
perfectamente
bien haber vivido simplemente de papá. O de mis tías, porque, gracias a Dios, soy totalmente independiente. Pero
¿quién
puede resistir un reto así? Empezamos con un par de DC3 horriblemente viejos… estaban
literalmente
sostenidos con cuerdas y chicle. Tuvimos incluso que
comprar
el certificado de seguridad. Nadie quería dárnoslo. Después de eso, transportamos literalmente de todo. Motos Honda, verduras, cerdos… oh, qué historia la de aquellos pobres cerdos. Se soltaron, Jerry, se metieron en primera, se metieron incluso en la cabina, ¡imagínate!

—Como pasajeros —explicó Tiu, con la boca llena—. Ella volar cerdos primera clase, ¿okey, señor Wessby?

—¿Qué rutas? —preguntó Jerry, una vez repuestos de las risas.

—¿Ve usted como me interroga, señor Tiu? ¡Nunca creí ser tan interesante! ¡Tan misteriosa! Pues íbamos a todas partes, Jerry. Bangkok, Camboya a veces. Battambang, Fnom Penh, Kampong Chan cuando estaba abierto. A todas partes. A sitios horrorosos.

—¿Y qué clientes teníais? ¿Comerciantes? ¿Hacíais servicio de taxi…? ¿Quiénes eran vuestros clientes habituales?

—Llevábamos lo que podíamos conseguir, cualquier cosa. Cualquiera que pudiera pagarnos, a ser posible por adelantado, claro.

Dejando por un momento su carne de Kobe, a Tiu le apeteció un poco de chismorreo social.

—¿Tu padre gran Lord, eh, señor Wessby?

—Más o menos, sí —dijo Jerry.

—Un Lord ser tipo muy rico. ¿Por qué acabaste de escritor de caballos, eh?

Sin hacer ningún caso de Tiu, Jerry jugó su mejor carta y esperó luego a que el espejo del techo se estrellase sobre su mesa.

—Corre el rumor de que vosotros teníais un contacto con la Embajada rusa —dijo muy tranquilo, directamente a Lizzie—. ¿No te suena eso a nada, amiga mía? ¿No tenéis ningún rojo debajo de la cama, si se me permite la expresión?

Tiu estaba dedicado a su arroz, tenía el cuenco bajo la barbilla y paleaba sin parar. Pero esta vez, significativamente, Lizzie ni le miró siquiera.


¿Rusos? —
repitió, desconcertada—. ¿Por qué demonios iban a acudir los rusos a
nosotros?
Tenían vuelos regulares de Aeroflot que entraban y salían de Vientiane todas las semanas.

Jerry habría jurado, entonces y más tarde, que la chica decía la verdad. Pero aun así fingió no quedar satisfecho del todo.

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