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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (30 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Por lo menos una vez al año.

—¿A todas partes?

—Tenemos referencia de Cantón, Pekín, Shanghai. Pero puede haber otros lugares de los que no tengamos referencia.

—Pero Ko se queda en casa. Curioso.

No habiendo más preguntas ni comentarios sobre este aspecto, Smiley resumió su recorrido por los encantos de Hong Kong como base de espionaje. Hong Kong era único, afirmó simplemente. No había otro lugar en la tierra que ofreciese una décima parte de las facilidades que ofrecía Hong Kong para poner un pie en China.


¡Facilidades! —
repitió Wilbraham—. Tentaciones, mejor.

Smiley se encogió de hombros.

—Si lo prefieres, tentaciones —aceptó—. El servicio secreto soviético no tiene fama de resistirlas.

Y en medio de algunas risas perspicaces, continuó explicando lo que se sabía de las maniobras de Moscú Centro hasta el presente contra el objetivo chino como un todo: un resumen conjunto de Connie y di Salis. Describió los intentos de Moscú de atacar por el norte, mediante la infiltración y el reclutamiento masivos de sus propias etnias chinas. Fallidos, dijo. Describió una inmensa red de puestos de alistamiento a lo largo de los casi siete mil kilómetros de frontera terrestre chino—soviética: improductivos, dijo, puesto que el resultado era militar mientras que la amenaza era política. Explicó los rumores de aproximaciones soviéticas a Formosa, proponiendo hacer causa común contra la amenaza china mediante operaciones conjuntas y de participación en beneficios: rechazadas, dijo, y destinadas, probablemente, a ofender, a irritar a Pekín; por tanto, no debían considerarse en serio. Citó ejemplos— de la utilización por parte de los rusos de buscadores de talentos entre las comunidades chinas de Londres, Amsterdam, Vancouver y San Francisco, y mencionó las veladas propuestas de Moscú Centro a los primos unos años atrás para la creación de un «fondo común de informaciones secretas» a disposición de todos los enemigos comunes de China. Infructuosas, dijo. Los primos no aceptaron. Por último, aludió a la larga historia de operaciones de acoso y soborno descarado de Moscú Centro contra funcionarios de Pekín en puestos en el exterior: resultado indefinido, dijo.

Una vez expuesto todo esto, se retrepó en su asiento y reformuló la tesis que estaba provocando todo el problema.

—Tarde o temprano —repitió—, Moscú Centro tiene que llegar a Hong Kong.

Lo que les remitió de nuevo a Ko, y a Roddy Martindale, que bajo la mirada de águila de Enderby, protagonizó el siguiente lance de armas auténtico.

—Bueno, ¿para qué creéis vosotros, George, que es el dinero? En fin, hemos oído todas las cosas para las que no es, y nos hemos enterado de que no se está gastando. Pero no sabemos nada más, ¿verdad? No sabemos nada, según parece. Es la misma pregunta de siempre: ¿Cómo se gana el dinero, cómo se gasta, qué debemos
hacer?


Eso son tres preguntas —dijo cruelmente Enderby entre dientes.

—Es precisamente
porque
no sabemos —dijo Smiley impasible— por lo que estamos pidiendo permiso para investigar.

—¿Medio millón es mucho? —preguntó alguien desde los bancos de Hacienda.

—Según mi experiencia —dijo Smiley —es algo sin precedentes. Moscú Centro —evitaba obligadamente
Karla— se
resiste siempre a comprar la lealtad. Y el comprarla a esta escala es algo insólito en ellos.

—Pero, ¿la lealtad de quién están comprando? —se quejó alguien.

Martindale, el gladiador, volvió a la carga:

—No nos lo dices todo, George. Estoy seguro. Sabes más, no me cabe la menor duda. Vamos, infórmanos. No seas evasivo.

—Sí, ¿no puedes explicamos algunas cosas? —dijo Lacon, quejumbroso también.

—Seguro que puedes bajar la guardia un poco —suplicó Hammer.

Ni siquiera este ataque a tres bandas hizo vacilar a Smiley. El factor pánico rendía sus frutos al fin. Lo había disparado el propio Smiley. Apelaban a él como pacientes asustados pidiendo un diagnóstico. Y Smiley se negaba a facilitarlo, basándose en la falta de datos.

—En realidad, lo único que puedo hacer es daros los datos tal como están. En esta etapa, no me sería nada útil especular en voz alta.

Por primera vez desde que empezó la reunión, la dama colonial de castaño abrió la boca para hacer una pregunta:

Tenía una voz inteligente y melodiosa:

—Respecto a la cuestión de precedentes, señor Smiley —Smiley inclinó la cabeza en una extraña reverencia—. ¿Hay precedentes de que los rusos hayan entregado dinero secreto a un depositario? En otros lugares, por ejemplo…

Smiley no contestó de inmediato. Sentado sólo a unos centímetros de él, Guillam juró que percibía una tensión súbita, como un borbotón de energía, recorriendo a su vecino. Pero cuando miró su impasible perfil, sólo vio en su jefe una somnolencia que se intensificaba y una ligera inclinación de los cansados párpados.

—Se han dado algunos casos de los que nosotros llamamos
pensiones de divorcio —
admitió al fin.


¿Pensiones de divorcio,
señor Smiley? —repitió la dama colonial, mientras su compañero pelirrojo acentuaba el ceño, como si el divorcio fuese también algo que él desaprobaba.

Smiley avanzaba por este camino con sumo cuidado.

—Hay, claro está, agentes que trabajan en países hostiles, hostiles desde el punto de vista soviético, que por razones de cobertura no pueden disfrutar de su paga mientras desempeñan su misión.

La dama de castaño afirmó con un delicado ademán indicando que entendía.

—La práctica normal en tales casos —continuó Smiley— es depositar el dinero en Moscú y ponerlo a disposición del agente cuando éste tiene libertad para gastarlo. O ponerlo en manos de las personas a su cargo…

—Si él cae en el cepo —dijo Martindale con satisfacción.

—Pero Hong Kong no es Moscú —le recordó con una sonrisa la dama colonial.

Smiley casi había hecho un alto.

—En casos raros en los que el incentivo es monetario, y el agente no desea en realidad un posible reasentamiento en Rusia, se sabe que Moscú Centro, si media una presión externa, hace algo parecido, por ejemplo en Suiza.

—¿Pero no en Hong Kong? —insistió ella.

—No. Nunca. Y resulta inconcebible, por los antecedentes, que Moscú considerase la posibilidad de una pensión de esta escala. Sería sin duda un incentivo para que el agente se retirase del terreno.

Hubo risas, pero cuando se apagaron, la dama de castaño tenía lista la siguiente pregunta.

—Pero los pagos empezaron a una escala modesta —insistió amablemente—. El incentivo es sólo de fecha relativamente reciente…

—Correcto —dijo Smiley.

Demasiado correcto, pensó Guillam, que empezaba a alarmarse.

—Señor Smiley, si el dividendo fuese de bastante valor para ellos, ¿cree usted que los rusos estarían dispuestos a tragarse sus objeciones y a pagar un precio así? Después de todo, en términos absolutos, el dinero es totalmente intrascendente respecto al valor de una ventaja notable en el campo del espionaje.

Smiley sencillamente se había inmovilizado. No hacía ningún gesto concreto. Se mantenía cortés; logró incluso una sonrisilla, pero se limitaba a poner punto final a las conjeturas. Correspondió a Enderby descartar las preguntas.

—Bueno, muchachos, si no nos controlamos, nos pasaremos todo el día teorizando —exclamó, mirando el reloj—. Veamos, ¿vamos a meter en esto a los norteamericanos, Chris? Si no vamos a contárselo al gobernador, ¿se lo decimos a nuestros galantes aliados?

George se salvó por la campanilla, pensó Guillam.

Ante la mención de los primos, Wilbraham se lanzó como un toro furioso. Guillam supuso que había percibido que acechaba la cuestión, y que decidió liquidarla de inmediato en cuanto asomase la cabeza.

—Lo siento, vetado —masculló, prescindiendo de su parsimonia habitual—. Absolutamente. Por una infinidad de razones. Una de ellas, la demarcación. Hong Kong es territorio nuestro. Allí no tienen derecho de pesca los norteamericanos. Ninguno. Además, Ko es súbdito británico, y tiene derecho a que nosotros le protejamos. Supongo que esto es anticuado. No me importa mucho, sinceramente. Los norteamericanos se lanzarían por la borda. Ya lo han hecho antes. Dios sabe dónde acabaría el asunto. Tercero: cuestión de protocolo.

Esto lo decía irónicamente. Intentaba apelar a los instintos de un ex embajador, con la intención de despertar su simpatía.

—Sólo una pequeña cuestión, Enderby. Decírselo a los norteamericanos y no decírselo al gobernador… si yo fuese el gobernador, y se me pusiese en esa situación, devolvería la placa. Eso es todo lo que puedo decir. Tú también lo harías. Sé que lo harías. Tú lo sabes. Yo lo sé.

—Suponiendo que lo descubrieses —le corrigió Enderby.

—No te preocupes. Lo descubriría. Para empezar, los tendría de diez en fondo rastreando su casa con micrófonos. Les dejamos entrar en uno o dos sitios de África. Desastroso. Desastre total.

Apoyó los antebrazos en la mesa, uno sobre el otro, y les miró furioso.

Un carraspeo vehemente como el rumor de un motor fueraborda proclamó un fallo en una de las pantallas acústicas electrónicas. Quedó bloqueada, se normalizó y volvió a bloquearse otra vez.

—Tendría que ser un individuo muy listo el que te engañase en eso, Chris —murmuró Enderby, con una amplia sonrisa admirativa, en el tenso silencio.

—Aprobado —masculló Lacon de pronto.

Ellos saben, pensó sencillamente Guillam. George les ha igualado. Saben que ha hecho un trato con Martello y saben que no lo dirá porque está decidido a mentir. Pero Guillam no veía nada a las claras aquel día. Mientras las camarillas de Hacienda y de Defensa coincidían cautamente en lo que parecía ser un tema claro («mantener a los norteamericanos al margen») el propio Smiley parecía misteriosamente contrario a pisar la línea.

—Pero
subsiste
el dolor de cabeza de lo que se va a hacer en concreto con los datos secretos —dijo—. Si decidís que el servicio que propongo no procede, quiero decir —añadió dubitativo, a la confusión general.

Guillam sintió alivio al descubrir que Enderby estaba igualmente desconcertado:

—¿Qué demonio quiere decir eso? —exigió, uniéndose por un momento a la jauría.

—Ko tiene intereses financieros en todo el Sudeste de Asia —les recordó Smiley—. Página uno de mi solicitud.

Actividad; rumor de papeles.

—Tenemos información, por ejemplo —continuó— de que controla, a través de intermediarios y testaferros, cosas tan diversas como una red de bares nocturnos en Saigón, una empresa aeronáutica con sede en Vientiane, un sector de una flota de petroleros en Tailandia… podría considerarse que varias de estas empresas tienen aspectos políticos que corresponden
claramente
a la esfera de influencia norteamericana. Y para ignorar nuestras obligaciones para con ellos debería disponer de una orden escrita de ustedes según los acuerdos bilaterales existentes.

—Continúa —ordenó Enderby, y sacó una cerilla nueva de la caja que tenía ante sí.

—Bueno, creo que ya he expuesto mi punto de vista, gracias —dijo cortésmente Smiley—. En realidad es muy simple. Suponiendo que no procedamos, lo cual, según me dice Lacon, es lo más probable hoy, ¿qué debo hacer yo? ¿Tirar estos datos a la papelera? ¿O pasárselos a nuestros aliados según los acuerdos vigentes?.

—Aliados —exclamó Wilbraham con amargura—. ¿Aliados? ¡Estás poniéndonos una pistola en la sien, hombre!

La férrea respuesta de Smiley resultó más sorprendente por la pasividad que la había precedido.

—Yo tengo una instrucción vigente de este comité de recomponer nuestro contacto con los norteamericanos. Está escrito en mi célula de nombramiento, por ustedes mismos, que tengo que hacer todo lo posible por fomentar esa relación especial y resucitar el espíritu de mutua confianza que existía antes de… Haydon. «Que volvamos a recuperar el puesto en la
mesa rectora»,
dijeron ustedes…

Miraba directamente a Enderby.


Mesa rectora —
repitió alguien, una voz absolutamente nueva—. El ara de los sacrificios, diría yo. Ya quemamos el Oriente Medio y la mitad de África en ella, todo por la relación especial.

Pero parecía que Smiley no oyera. Había vuelto a su actitud de renuencia lastimera. A veces su triste rostro expresaba que las cargas de su oficio eran sencillamente excesivas para poder soportarlas.

Se aposentó luego un renovado impulso de enfurruñamiento de sobremesa. Alguien se quejó del humo del tabaco. Se llamó a un ordenanza.

—¿Qué demonios pasa con los extractores? —preguntó Enderby irritado—. Estamos asfixiándonos.

—Son las piezas —dijo el ordenanza—. Las pedimos hace meses, señor. Antes de Navidades las pedimos, señor, casi hace un año, ahora que lo pienso. Aún no se puede protestar por el retraso. ¿Verdad, señor?

—Dios santo —dijo Enderby.

Se pidió té. Llegó en vasos de papel que gotearon sobre el tapete. Guillam entregaba sus pensamientos al talle sin par de Molly Meakin.

Eran casi las cuatro cuando Lacon desfiló desdeñoso ante los ejércitos e invitó a Smiley a exponer «qué es exactamente lo que pides en términos prácticos, George. Pongámoslo todo sobre la mesa e intentemos hallar una respuesta».

El entusiasmo habría sido fatal. Al parecer, Smiley así lo comprendió.

—Primero, necesitamos derechos y permisos para operar en el escenario del Sudeste asiático… eso es indiscutible. Para que el gobernador pueda lavarse las manos respecto a nosotros —una mirada al subsecretario parlamentario— y para que puedan hacerlo también aquí nuestros propios jefes. Segundo, realizar ciertas investigaciones aquí, en este país.

Algunos, alzaron la cabeza. El Ministerio del Interior se puso nervioso de inmediato. ¿Por qué? ¿Quién? ¿Cómo?
¿Qué
investigaciones? Si se tratase de algo nacional tendría que ir a la competencia. Pretorius, del servicio de seguridad, estaba ya sobre ascuas.

—Ko estudió Derecho en Londres —insistió Smiley—. Tiene contactos aquí, sociales y de negocios. Es lógico que los investiguemos.

Miró a Pretorius y luego continuó:

—Enseñaríamos a la competencia lo que descubriésemos —prometió.

Luego, reanudó su exposición:

—Respecto al dinero, mi solicitud incluye una exposición detallada y completa de lo que necesitamos de inmediato, así como cálculos suplementarios de varias posibles contingencias. Por último, solicitamos permiso, tanto a nivel local como a nivel Whitehall, para abrir de nuevo nuestra residencia de Hong Kong, como base avanzada de la operación.

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