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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (27 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Era ya bastante rico hace diez minutos. Puede usted decirle también a su periódico que soy un gran admirador del estilo de vida inglés.

—¿Aunque no trabajemos duro? ¿Aunque hagamos mucha política?

—Diga sencillamente eso —contestó Ko, mirándole a la cara, y en tono imperativo.

—¿Por qué tiene usted tanta suerte, señor Ko?

Ko pareció no haber oído esta pregunta, pero su sonrisa se desvaneció lentamente. Miraba a Jerry a los ojos, midiéndole con sus achinadísimos ojos; su expresión se había endurecido perceptiblemente.

—¿Por qué tiene usted tanta suerte, señor? —repitió Jerry.

Hubo un largo silencio.

—Sin comentarios —dijo Ko, aún mirando a Jerry a la cara.

La tentación de forzar la pregunta resultaba irresistible.

—Juguemos limpio, señor Ko —urgió Jerry, con una amplia sonrisa—. El mundo está lleno de gente que sueña con ser tan rica como usted. Deles una pista, ¿quiere? ¿Por qué tiene usted tanta suerte?

—Métase en sus asuntos —le dijo Ko y, sin la menor ceremonia, le dio la espalda y se alejó.

Al mismo tiempo, Tiu dio un lento paso al frente, bloqueando el avance de Jerry con una mano suave sobre el antebrazo de éste.

—¿Va usted a ganar la próxima vez, señor Ko? —preguntó Jerry por encima del hombro de Tiu a la espalda que se alejaba.

—Será mejor que se lo pregunte usted al caballo, señor Wessby —sugirió Tiu con una sonrisa regordeta, la mano aún sobre el brazo de Jerry.

Muy bien podría haberlo hecho así, pues Ko se había reunido ya con su amigo el señor Arpego el filipino, y estaban riéndose y charlando exactamente igual que antes.
Drake Ko es un tipo de cuidado,
recordó Jerry.
A Drake Ko no puedes contarle cuentos de hadas.
Tiu tampoco lo hacía del todo mal, pensó.

Mientras volvían hacia las gradas, Grant reía quedamente para sí.

—La última vez que Ko ganó ni siquiera acompañó al caballo al
paddock
después de la carrera —recordó—. Lo despidió con un gesto. No quería.

—¿Por qué no?

—Porque no esperaba ganar, por eso. No se lo había dicho a sus amigos chiu—chows. Era quedar mal. Quizás sintió lo mismo cuando le preguntaste lo de su suerte.

—¿Cómo llegó a directivo?

—Bueno, mandó a Tiu que se lo arreglara, sin duda. Lo habitual. Salud. No olvides cobrar las ganancias.

Y entonces sucedió: el fortunón imprevisto de As Westerby. Había terminado la última carrera, Jerry contaba con cuatro mil dólares a su favor y Luke había desaparecido. Jerry probó en el American Club, en el Club Lusitano y en otros dos, pero o no le habían visto o le habían echado. Sólo había una puerta para salir del recinto, así que Jerry se unió al desfile. El tráfico era caótico. Rolls Royces y Mercedes competían por espacio de aparcamiento y la multitud empujaba desde atrás. Decidiendo no incorporarse a la lucha por los taxis, Jerry inició la marcha por la estrecha acera y vio, sorprendido, a Drake Ko, solo, que surgía de una salida de enfrente; por primera vez desde que Jerry le pusiera los ojos encima, Ko no sonreía. Al llegar al borde de la acera, pareció dudar si cruzar o no, luego se quedó donde estaba, mirando el tráfico que pasaba. Está esperando el Rolls Royce Phantom, pensó Jerry, recordando la flota del garaje de Headland Road. O el Mercedes, o el Chrysler. De pronto, Jerry le vio agitar la boina y echarla en broma hacia la carretera como para atraer fuego de rifle. Las arrugas revolotearon alrededor de sus ojos y de su mandíbula, relumbraron los dientes de oro en señal de bienvenida y, en vez de un Rolls Royce o un Mercedes o un Chrysler, paró chirriante a su lado un largo Haward tipo E rojo con la capota plegada, indiferente a los demás coches. A Jerry no podría haberle pasado desapercibido aunque hubiera querido. Sólo el ruido de los neumáticos hizo que todo el mundo se volviera. Sus ojos leyeron la matrícula, su mente la archivó. Ko subió a bordo con la emoción de quien no ha montado nunca en un descapotable y antes de que arrancara de nuevo ya estaba riendo y charlando. Pero no antes de que Jerry hubiera visto a la conductora, el pañuelo azul flotante, las gafas oscuras, el pelo rubio y largo y lo suficiente de su cuerpo, cuando se inclinó por encima de Drake para cerrar la puerta, para saber que era una mujer impresionante. Drake había apoyado la mano en su espalda desnuda, los dedos extendidos, y gesticulaba con la otra mientras le daba sin duda una versión detallada de su victoria, y, cuando arrancaron, plantó un beso muy poco chino en su mejilla, y luego, por sí acaso, otros dos: pero todo ello, de algún modo, con mucha más sinceridad de la que había aportado al asunto de besar a la acompañante del señor Arpego.

Al otro lado de la carretera se alzaba la puerta por la que acababa de salir. Ko y la verja de hierro aún estaba abierta. Con el pensamiento girando incesante, Jerry sorteó el tráfico y cruzó la verja. Y se vio en el viejo Cementerio Colonial, un lugar exuberante, lleno del aroma de flores y la sombra de árboles frondosos. Jerry nunca había estado allí y le conmovió entrar en aquel retiro. Se alzaba en una ladera opuesta que rodeaba una vieja capilla que estaba cayendo en gentil abandono. Sus cuarteadas paredes brillaban a la chispeante luz del crepúsculo. Al lado, desde una perrera con tela metálica, un escuálido perro alsaciano le ladró furioso.

Jerry miró a su alrededor, sin saber por qué estaba allí ni lo que buscaba. Las tumbas pertenecían a gente de todas las edades y razas y sectas. Había tumbas de rusos blancos y sus lápidas ortodoxas eran oscuras y estaban adornadas con detalles de
grandeur zarista.
Jerry imaginó una gruesa capa de nieve sobre ellas, y su forma aún seguía apreciándose a través de la nieve. Otra lápida describía el inquieto periplo de una princesa rusa y Jerry se detuvo a leerlo: Tallin a Pekín, con fechas, Pekín a Shanghai, con fechas también, a Hong Kong en el cuarenta y nueve, a morir. «Y fincas en Sverdlovsk», concluía desafiante el informe. ¿Sería Shanghai la conexión?

Regresó con los vivos. Tres viejos con trajes azules tipo pijama estaban sentados en un banco en sombras, sin hablarse. Habían col—^ gado sus jaulas de pájaros en las ramas, arriba, lo bastante cerca para oír cada cual el canto de los otros por encima del ruido del tráfico y de las cigarras. Dos sepultureros de casco de acero llenaban una tumba nueva. No se veía ninguna comitiva fúnebre. Sin saber aún lo que quería, llegó a las escaleras de la capilla. Atisbo por la puerta. En el interior, la oscuridad era absoluta, después de la claridad del sol. Una vieja le miró furiosa. Retrocedió. El perro alsaciano le ladró con más fuerza. Era muy joven. Un cartel decía «Sacristán» y siguió la dirección que indicaba. El estruendo de las cigarras era ensordecedor, ahogaba incluso los ladridos del perro. El aroma de las flores era vaporoso y algo descompuesto. Le había asaltado una idea, era casi una pista. Y estaba decidido a seguirla.

El sacristán era un hombre amable y distante y no hablaba inglés. Los libros eran muy viejos, las anotaciones parecían antiguas cuentas bancarias. Jerry se sentó a la mesa despacio pasando las pesadas páginas, leyendo los nombres, las fechas de nacimiento, muerte y entierro; por último, la referencia al plano: la zona y el número. Cuando encontró lo que buscaba, salió de nuevo al aire y se abrió paso por un sendero distinto, entre una nube de mariposas, cerro arriba, hacia el acantilado. Desde una pasarela, riendo, le miraba un grupo de colegialas. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro. Pasó entre matorrales altos y entró en un soto inclinado de hierba amarilla, donde las lápidas eran muy pequeñas, los montículos sólo de treinta o sesenta centímetros. Jerry pasó entre ellos, leyendo los números, hasta que se vio ante una verja baja de hierro con los números siete dos ocho. La verja formaba parte de un perímetro rectangular y Jerry alzó los ojos y se vio contemplando la estatua a tamaño natural de un muchachito de bombachos Victorianos de los ceñidos bajo la rodilla y chaqueta Eton, con desgreñados rizos de piedra y labios de piedra como capullos de rosa, que recitaba o cantaba leyendo de un libro de piedra abierto, mientras mariposas auténticas revoloteaban frívolas alrededor de su cabeza. Era un niño totalmente inglés y la inscripción decía
Nelson Ko. En amoroso recuerdo.
Seguían un montón de fechas y Jerry tardó un segundo en entender su significado: diez años sucesivos sin fallar ni uno; el último, 1968. Entonces comprendió que eran los diez años que había vivido el niño, para saborearlos uno a uno. En el escalón del fondo del plinto había un gran ramo de orquídeas, aún envueltas en el papel.

Ko había ido a dar las gracias a Nelson por su triunfo. Jerry comprendió al fin por qué no le gustaba que le atropellaran con preguntas sobre su suerte.

Existe una especie de fatiga sólo conocida por los agentes de campo: el sujeto siente una atracción por la delicadeza que puede significar el beso de la muerte. Jerry se demoró un momento más contemplando las orquídeas y al niño de piedra, grabándolo todo en su mente, junto con lo que ya había visto y leído de Ko hasta entonces. Y le embargó un abrumador sentimiento (sólo un momento, pero era peligroso en cualquier situación) de consumación, como si hubiera conocido a una familia, y hubiera acabado descubriendo que era la suya. Tenía la sensación de culminación, de llegada.

He ahí un hombre, con una casa como aquélla, con una esposa como la suya, que actuaba y jugaba de un— modo que Jerry entendía sin esfuerzo. Un hombre sin convicciones determinadas; pero en aquel momento Jerry le veía más claramente de lo que nunca se hubiera visto a sí mismo. Un pobre muchacho chiu—chow que llega a directivo del Jockey Club, con una Orden del Imperio Británico, y que remoja a su caballo antes de una carrera. Un gitano acuático hakka que da un entierro anabaptista y una efigie inglesa a su hijo muerto. Un capitalista que odia la política. Un abogado fallido, jefe de banda, constructor de hospitales, que controla unas líneas aéreas que trafican con opio, un financiador de templos de los espíritus que juega al croquet y viaja en Rolls Royce. Un bar norteamericano en su jardín chino y oro ruso en su cuenta en administración. Tan complejos y contradictorios descubrimientos no alarmaron lo más mínimo a Jerry en aquel momento; no presagiaban incertidumbres ni paradojas. Jerry los veía más bien soldados por el propio y áspero impulso de Ko en un hombre único pero polifacético no muy distinto al viejo Sambo. Aún con más fuerza (durante los pocos segundos que perduró) le asaltó la sensación irresistible de estar en buena compañía, cosa que siempre le había complacido. Volvió a la salida en un estado de ánimo de plácida munificencia, como si hubiera ganado la carrera él y no Ko. Hasta que llegó a la carretera no le devolvió la realidad a su buen juicio.

El tráfico se había despejado y encontró sin dificultad un taxi. No llevaban recorridos cien metros cuando vio a Luke, solo, haciendo cabriolas por el bordillo. Le metió en el taxi y le dejó a la puerta del Club de corresponsales extranjeros. Desde el Hotel Furama marcó el número de la casa de Craw, dejó que sonara dos veces, volvió a marcar y oyó la voz de Craw preguntando: «¿Quién cojones es?» Preguntó por un tal señor Savage, recibió una respuesta grosera y la información de que se equivocaba de número, concedió a Craw media hora para llegar a otro teléfono y luego entró en el Hilton para la respuesta.

Nuestro amigo había aflorado en persona, le dijo Jerry. Se había exhibido en público con motivo de un gran triunfo. Cuando la cosa terminó, una linda rubia le recogió en su coche deportivo. Jerry recitó el número de la matrícula. Estaba claro que eran amigos, dijo. Muy efusivo y muy poco chino. Amigos
por lo menos,
según él.

—¿Ojirredonda?

—¡Pues claro, hombre! Dónde se ha visto que una…

—Dios, Dios —dijo Craw suavemente, y colgó, antes de que Jerry tuviera siquiera posibilidad de explicarle lo de la tumba del pequeño Nelson.

8
Los barones conferencian

La sala de espera de la linda casa de conferencias del Ministerio de Asuntos Exteriores de Carlton Garden fue llenándose poco a poco. La gente llegaba en grupos de dos y tres, que se ignoraban mutuamente, como los asistentes a un funeral. Un cartel impreso colgaba de la pared; decía: «Se advierte que no debe tratarse ninguna cuestión confidencial.» Smiley y Guillam se acomodaron muy cariacontecidos bajo él, en un banco de terciopelo salmón. La habitación era oval; el estilo, rococó Ministerio de Obras Públicas. Por el techo pintado, Baco perseguía ninfas mucho más deseosas de ser capturadas que Molly Meakin. Había aparatos contra incendios, vacíos, alineados contra la pared y dos mensajeros oficiales guardaban la puerta que daba al interior. Fuera de las curvadas ventanas de guillotina, la luz otoñal inundaba el parque, haciendo crujir las hojas entre sí. Llegó Saul Enderby, encabezando el contingente de Asuntos Exteriores. Guillam sólo le conocía de nombre. Había sido embajador en Indonesia, y ahora era la máxima autoridad de la sección de asuntos del Sudeste asiático, y se le consideraba un gran partidario de la línea dura norteamericana. Le seguían un obediente subsecretario parlamentario de procedencia sindical y un vistoso individuo vestido ostentosamente que avanzó hacia Smiley de puntillas, las manos en horizontal, como si le hubiesen sorprendido dormitando.

—No puedo creerlo —susurró con exuberancia—. ¿Es posible? ¡Lo es! George Smiley, con todas sus galas. Mi querido amigo, has adelgazado kilos. ¿Quién es ese guapo muchacho que te acompaña? No me lo digas. Peter Guillam. Me han contado muchísimas cosas de él.
Completamente
inmune al fracaso, me han dicho.

—¡Oh
no! —
exclamó involuntariamente Smiley—. Dios mío.
Roddy.


¿Qué quieres decir con eso de «Oh no, Dios mío, Roddy»? —dijo Martindale, muy animado, en el mismo vibrante susurro—. «¡Oh

!» deberías decir. «Sí, Roddy. Qué alegría verte.» Dime, antes de que llegue la chusma. ¿Cómo está la exquisita Ann? Ay Dios santo. ¿Me dejas que os prepare una cena para los dos? Tú elegirás los invitados. ¿Qué te parece? Y sí, yo estoy en la lista, si es eso lo que pasa por tu cabecita ratonesca, joven Peter Guillam, he sido trasladado, soy un niño mimado, nuestros nuevos amos me adoran. No es para menos, con lo mucho que les he elogiado.

Las puertas interiores se abrieron de golpe. Uno de los mensajeros gritó: «¡Caballeros!» y los que conocían el protocolo se quedaron atrás para dejar pasar delante a las mujeres. Había dos. Los hombres las siguieron y Guillam cerró la comitiva. Durante unos cuantos metros, podría haber sido el Circus: un estrechamiento improvisado en el que los conserjes comprobaban las casas, luego un pasillo provisional que llevaba a lo que parecía un cobertizo de obra emplazado en el centro de una escalera destripada: salvo que no tenía ventanas y estaba colgado de cables y sujeto por sogas. Guillam había perdido de vista por completo a Smiley y, al subir las escaleras de madera y entrar en la sala de seguridad, sólo veía sombras revoloteantes bajo la lamparilla azul.

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