Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
La identificación no fue inmediata, ni mucho menos. La primera persona en la que Jerry se fijó no fue Ko sino el joven jockey chino que estaba junto al viejo Sacha, un muchacho alto, flaco como un alambre donde la camisa de seda se embutía en los calzones. Se golpeaba la bota con la fusta como si hubiera visto aquel gesto en una estampa deportiva inglesa, y llevaba los colores de Ko (azul marino y gris mar acuartelado, decía el artículo de
Golden Orient)
y miraba, como Sacha, algo que quedaba fuera del campo de visión de Jerry. Luego, de debajo de la plataforma donde se encontraba Jerry, salió un caballo europeo bayo conducido por un
mafoo
gordo y risueño de astroso mono gris. Llevaba el número tapado por una manta, pero Jerry conocía ya el caballo de la fotografía, y le conoció aún mejor entonces: le conoció realmente bien, de hecho. Algunos caballos son sencillamente superiores a su clase, y a Jerry
Lucky Nelson
le pareció uno de ellos. Bocado de calidad, pensó, rienda buena y larga, un ojo audaz. No se trataba del típico caballo castaño debutante con la crin y la cola blancas que se llevaba las apuestas de las mujeres en todas las carreras: considerando el nivel de calidad local, limitado por el clima,
Lucky Nelson
era lo más sólido que Jerry había visto allí. Estaba seguro. Durante un mal momento, sintió recelo por el estado del caballo: sudaba, demasiado brillo en los flancos y en los cuartos traseros. Luego miró otra vez los ojos audaces y aquella transpiración levemente antinatural y cobró ánimos de nuevo: lo había hecho manguear con diabólica astucia para que tuviera aquel aspecto, pensó, recordando gozoso al viejo Sambo.
Sólo después de esta consideración pasó Jerry del caballo a su propietario.
El señor Drake Ko, Orden del Imperio Británico, receptor hasta la fecha de medio millón de dólares norteamericanos de Moscú Centro, partidario declarado de Chiang Mao—chek, estaba separado de todos, a la sombra de una columna blanca de hormigón de tres metros de diámetro: un individuo feo pero inofensivo a primera vista; alto, con un encorvamiento que parecía de origen profesional: dentista, o zapatero remendón. Vestía a la inglesa: pantalón gris de franela muy ancho y chaqueta de lana cruzada negra y demasiado larga, con lo que acentuaba la incoherencia de sus piernas y daba un aire contrahecho a su cuerpo enjuto. La cara y el cuello estaban tan brillantes como cuero viejo e igual de lampiños, y las arrugas parecían tan marcadas como pliegues planchados. Tenía la piel más oscura de lo que Jerry había supuesto: habría sospechado casi sangre árabe o india. Llevaba el mismo sombrero impropio de la fotografía, una boina azul oscuro, de la que sobresalían las orejas como rosas de repostería. Sus ojos muy achinados lo parecían aún más por su tensión. Zapatos italianos de color castaño, camisa blanca, el cuello abierto. Ningún accesorio, ni prismáticos siquiera: pero una maravillosa sonrisa de medio millón de dólares, de oreja a oreja, parcialmente de oro, que parecía gozar con la buena fortuna de todos así como con la propia.
Salvo que había algo en él que sugería (algunos lo tienen, es como una tensión: los
maîtres,
los conserjes y los periodistas lo perciben en seguida; el viejo Sambo
casi
lo tenía) que disponía de recursos asequibles de inmediato. Si hacía falta algo, se lo traerían y por partida doble.
El cuadro cobró vida. Por el altavoz el juez del hipódromo ordenó a los jinetes montar. El
mafoo
risueño retiró la manta y Jerry advirtió complacido que Ko había hecho cepillar a contrapelo al bayo para acentuar su aspecto de no estar en forma. El delgado jockey hizo el largo y torpe viaje hasta la silla, y, con nerviosa cordialidad, llamó a Ko, que estaba al otro lado de él. Ko, que se alejaba ya, se volvió y soltó algo, una sílaba inaudible, sin mirar hacia donde hablaba o quién lo recogía. ¿Un reproche? ¿Un aliento? ¿Una orden a un criado? La sonrisa no había perdido nada de su exuberancia, pero la voz era dura como un trallazo. Caballo y jinete tomaron la salida. Ko tomó la suya. Jerry corrió de nuevo escaleras arriba, cruzó el restaurante hasta la tribuna, se abrió paso hasta el fondo y miró abajo.
Por entonces, Ko no estaba ya solo, sino casado.
Ella era tan pequeña que Jerry no podía saber con seguridad si habían llegado juntos o si le había seguido a poca distancia. Localizó un brillo de seda negra y un movimiento a su alrededor como de gente haciendo sitio (las gradas se estaban llenando), pero al principio miró demasiado arriba y no la localizó. Su cabeza quedaba a nivel del pecho de los otros. La distinguió de nuevo al lado de Ko, una esposa china inmaculada, majestuosa, mayor, pálida, tan acicalada que resultaba inconcebible que hubiese tenido otra edad o vestido otras ropas que aquellas sedas negras confeccionadas en París, con tantos alamares y brocados como el traje de un húsar.
La mujer es de cuidado,
le había dicho Craw de pronto, cuando ambos estaban sentados ante el pequeño proyector.
Roba en las tiendas elegantes. Tienen que ir delante los empleados de Ko y prometer pagar todo lo que ella robe.
El artículo de
Golden Orient
aludía a ella como «una antigua compañera de negocios». Leyendo entre líneas, Jerry supuso que debía haber sido una de las chicas del salón de baile Ritz.
El griterío de la multitud había adquirido más consistencia.
—¿Lo hiciste, Westerby? ¿Apostaste por él, amigo? —otra vez le incordiaba el escocés Clive Porton, que sudaba copiosamente, a causa de la bebida—. ¡
Open Space,
no lo dudes! ¡A pesar del porcentaje ganarás unos cuantos dólares! ¡Vamos, amigo, es un ganador seguro!
La salida le ahorró contestar. El estruendo se atascó, se elevó y se hinchó. A su alrededor flotaba en las gradas un canturreo de nombres y números, los caballos brotaron de sus trampillas, arrastrados por el estrépito. Se habían iniciado los primeros y perezosos metros. Aguarda: pronto el frenesí seguirá a la inercia. Al amanecer, cuando se entrenan, recordó Jerry, suelen forrarles los cascos para que los vecinos puedan seguir dormitando. A veces, en los viejos tiempos, cuando descansaba entre reportajes de guerra, Jerry se levantaba temprano y bajaba allí sólo por verlos, y, si tenía suerte y encontraba un amigo influyente, volvía con ellos a los establos de varios pisos con aire acondicionado en que vivían, para ver cómo los cuidaban y preparaban. Pero durante el día el estruendo del tráfico ahogaba su tronar por completo, y el resplandeciente racimo que avanzaba tan despacio no hacía el menor ruido, sólo flotaba sobre el delgado río color esmeralda.
—
Open Space,
no lo dudes —proclamó vacilante Clive Porton, mirando por los prismáticos—. El favorito va a ganar. Espléndido. Muy bien,
Open Space,
muy bien, caballito.
Empezaban a enfilar la larga curva antes de la recta final.
—¡Vamos,
Open Space,
a por él, hombre, corre! ¡Usa la fusta, cretino!
Porton chillaba, pues ya era evidente, incluso a simple vista, que los colores azul marino y gris mar de
Lucky Nelson
tomaban la delantera, y que sus competidores les dejaban cortésmente paso. Un segundo caballo pareció intentar competir con él, luego aflojó, pero
Open Space
estaba ya a tres cuerpos de distancia, aunque su jockey trabajaba furiosamente con la fusta en el aire alrededor de los cuartos traseros de su montura.
—¡Protesto! —gritaba Porton—. ¿Dónde demonios está el director? ¡Ese caballo fue desplazado! ¡Nunca en mi vida he visto desplazar a un caballo con tanto descaro!
Mientras
Lucky Nelson
continuaba airosamente a medio galope después de la meta, Jerry desvió rápidamente la mirada de nuevo hacia la derecha y hacia abajo. Ko estaba impertérrito. No era inescrutabilidad oriental. Jerry nunca había aceptado ese mito. No era indiferencia, desde luego. Era sólo que estaba contemplando el satisfactorio desarrollo de una ceremonia: el señor Drake Ko presencia el desfile de sus tropas. Su mujercita loca estaba muy tiesa a su lado, como si, después de todos los combates de su vida, por fin estuviesen interpretando el himno suyo. Jerry se acordó por un instante de la vieja Pet en sus mejores tiempos. Era exactamente igual que Pet, pensó, cuando el orgullo de las cuadras de Sambo entraba en decimoctavo lugar. Su forma de estar, de afrontar el fracaso.
La entrega de las copas fue un momento de ensueño.
Aunque a la escena le faltaba un tenderete de pastelillos y bebidas; la claridad del sol era muy superior sin duda a las expectativas del organizador más optimista de una fiesta de pueblo inglesa; y las copas de plata eran bastante más lujosas que la raída jarrita que ofrenda el
squire
al ganador de la carrera a tres piernas. Los sesenta policías uniformados quizá resultasen también un poco ostentosos. Pero la simpática dama de turbante años treinta que presidía la larga mesa blanca era tan empalagosa y arrogante como pudiese haber deseado el patriota más puntilloso. Conocía exactamente las formas. El director le entregó la copa y ella la cogió y la apartó de sí en seguida como si quemase. Drake Ko y su esposa, que sonreían de oreja a oreja (Ko aún con la boina), emergieron de un grupo de satisfechos partidarios y recogieron la copa, pero pasaron tan de prisa, tan alegremente cruzaron en ambas direcciones la extensión de césped cercado con cuerdas, que pillaron descuidado al fotógrafo que hubo de rogar a los dos primeros actores que repitieran el momento cumbre. Esto irritó muchísimo a la distinguida dama, y Jerry captó las palabras «qué fastidio» por encima del parloteo de los mirones. La copa quedó definitivamente en posesión de Ko, la dama distinguida recibió adusta seiscientos dólares en gardenias; Oriente y Occidente volvieron gratamente a sus acuartelamientos respectivos.
—¿Ha habido suerte? —preguntó cordialmente el capitán Grant. Volvían hacia las gradas.
—Bueno, sí, he apostado por él —confesó Jerry con una sonrisa—. Una sorpresilla, ¿no?
—Bueno, era la carrera de Drake, no hay duda —dijo Grant secamente; caminaron un rato—. Un detalle inteligente de tu parte darte cuenta. Nosotros no nos la dimos. ¿Quieres hablar con él?
—¿Hablar con quién?
—Con Ko. Mientras le dura la emoción por la victoria. Quizá consigas sacarle algo, por una vez —dijo Grant con su cordial sonrisa—. Vamos, te lo presentaré.
Jerry no titubeó. Como periodista, tenía todos los motivos para decir «sí». Como espía… bueno, en Sarratt dicen a veces que no hay nada peligroso, que lo que lo hace peligroso es el pensarlo. Volvieron al grupo. La gente de Ko había formado una especie de círculo alrededor de la copa y se oían risas escandalosas. En el centro, más próximo a Ko, estaba el filipino gordo con su hermosa chica, y Ko hacía el payaso con la chica, besándola en ambas mejillas, besándola después otra vez, mientras todos reían salvo la esposa de Ko, que se retiró deliberadamente y empezó a hablar con una mujer china de su edad.
—Ése es Arpego —le dijo Grant a Jerry al oído, refiriéndose al filipino gordo—. Es propietario de Manila y de casi todas las islas cercanas.
La barriga de Arpego sobresalía del cinturón como una roca embutida dentro de la camisa.
Grant no fue directamente hacia Ko, sino que llamó aparte a un chino corpulento y mofletudo, de unos cuarenta años, traje azul eléctrico, que parecía una especie de ayudante. Jerry se quedó aparte, esperando. El chino gordo se acercó a él, con Grant a su lado.
—Éste es el señor Tiu —dijo Grant quedamente—. Señor Tiu, éste es el señor Westerby, hijo del famoso.
—¿Quiere usted hablar con el señor Ko, señor Wessby?
—Si no hay inconveniente.
—Claro que no —dijo eufóricamente Tiu.
Sus regordetas manos flotaban incansables frente a su vientre. Llevaba un reloj de oro en la muñeca derecha. Tenía los dedos curvados, como para achicar agua. Era pulido y lustroso y tanto podría tener treinta años como sesenta.
—Cuando el señor Ko gana una carrera, no hay inconveniente en nada. Yo le traeré. Espere aquí. ¿Cómo se llamaba su padre?
—Samuel —dijo Jerry.
—
Lord
Samuel —dijo Grant, con firmeza, e inexactitud.
—¿Quién es? —preguntó Jerry, cuando el gordo Tiu volvía al ruidoso grupo de chinos.
—El mayordomo de Ko. Administrador, pateador jefe, criado para todo, intermediario. Lleva con él, desde el principio. Se escaparon los dos juntos de los japoneses cuando la guerra.
Y también su triturador jefe, pensó Jerry, viendo cómo volvía Tiu con su amo.
Grant empezó de nuevo con las presentaciones.
—Señor —dijo—, éste es Westerby, cuyo famoso padre, el Lord, tenía muchos caballos muy lentos. Compró también varios hipódromos por aquello de los apostadores profesionales.
—¿Qué periódico? —dijo Ko.
Tenía la voz áspera, poderosa y profunda, aunque Jerry creyó captar, sorprendido, un rastro de acento inglés North Country, que le recordó a la vieja Pet.
Jerry se lo dijo.
—¡Ese periódico con chicas! —exclamó alegremente Ko—. Yo solfa leer ese periódico en Londres, durante mi residencia allí con objeto de estudiar leyes en el famoso Gray’s Inn of Court. ¿Y sabe usted por qué leía yo su periódico, señor Westerby? Porque estoy convencido de que cuantos más periódicos publiquen fotografías de chicas guapas en vez de noticias políticas, más posibilidades tendremos de conseguir un mundo mejor.
Ko hablaba con una mezcla de locuciones mal utilizadas e inglés de sala de sesiones.
—Tenga la bondad de comunicárselo de mi parte a su periódico, señor Westerby. Se lo ofrendo como consejo gratuito.
Con una risa, Jerry abrió su cuaderno.
—Aposté por su caballo, señor Ko. ¿Qué tal sienta ganar?
—Mejor que perder, creo yo.
—¿No cansa?
—Me gusta cada vez más.
—¿Eso es también aplicable a los negocios?
—Naturalmente.
—¿Puedo hablar con la señora Ko?
—Está ocupada.
Mientras tomaba notas, Jerry empezó a sentirse desconcertado por un aroma familiar. Era el olor de un jabón francés almizcleño y muy acre, una mezcla de almendras y agua de rosas favorito de una esposa anterior: pero también, al parecer, del lustroso Tiu para aumentar su atractivo.
—¿Cuál es la fórmula para ganar, señor Ko?
—Trabajo duro. Nada de política. Dormir bastante.
—¿Es usted mucho más rico ahora que hace diez minutos?