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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (25 page)

BOOK: El honorable colegial
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En el viaje de regreso, se paró a examinar el hospital infantil gratuito para niños Drake Ko y llegó a la conclusión de que se hallaba también en magnífico estado. A la mañana siguiente, temprano, Jerry llegó al vestíbulo de un llamativo edificio de oficinas de Central y leyó las placas de bronce de las casas comerciales que tenían despacho allí. China Airsea y sus filiales ocupaban las tres plantas superiores, pero, como en parte era de suponer, no se hacía mención alguna de Indocharter Vientiane, S. A., antigua beneficiaría de veinticinco mil dólares norteamericanos los últimos viernes de cada mes.

La carpeta de recortes del despacho de Luke incluía una referencia relacionada a los archivos del Consulado norteamericano. Jerry fue allí al día siguiente, en apariencia para comprobar datos sobre su artículo de las tropas norteamericanas en Wanchai. Bajo control de una muchacha sorprendentemente guapa, Jerry vagó por allí, cogió unas cuantas cosas, luego se aposentó con una partida de material del más antiguo que tenían, que databa de principios de los años cincuenta, cuando Truman había decretado un embargo contra China y Corea del Norte. El Consulado de Hong Kong había recibido orden de informar de las infracciones a la orden de bloqueo, y ésta era la carpeta que habían desenterrado. El artículo favorito, después de los medicamentos y los artículos eléctricos, era el petróleo y «las agencias norteamericanas», según la redacción, habían ido a por él a lo grande, montando trampas, sacando cañoneras, interrogando a desertores y prisioneros, y colocando, por último, inmensos dosiers ante los subcomités de Senado y Congreso.

El año en cuestión era 1951, dos después de que los comunistas se apoderasen de China y justamente el mismo que Ko dejó Shanghai para ir a Hong Kong, sin un céntimo a su nombre. La operación a la que la referencia de la oficina le dirigió era shanghainesa, y de principio, ésa era la única relación que tenía con Ko. En aquella época vivían muchos emigrantes shanghaineses amontonados en un hotel de Des Voeux Road en deficientes condiciones higiénicas. La introducción decía que era como una enorme familia, unidos por el sufrimiento y la miseria que compartían. Algunos habían escapado juntos de los japoneses antes de escapar de los comunistas.

«Después de soportar tanto de los comunistas —explicaba un detenido a sus interrogadores—, lo menos que podíamos hacer era ganar algo de dinero a su costa.»

Otro era más agresivo. «Los peces gordos de Hong Kong están haciendo millones con esta guerra. ¿Quién les vende a los rojos el equipo electrónico, la penicilina, el arroz?»

En el cincuenta y uno, disponían de dos métodos, según el informe. Uno, era sobornar a los guardias fronterizos y pasar la gasolina en camiones cruzando los Nuevos Territorios y la frontera. El otro era transportarla por barco, lo cual significaba sobornar a las autoridades portuarias.

De nuevo un informador: «Nosotros los hakkas conocemos el mar. Encontramos barco, trescientas toneladas, alquilamos. Llenamos con tanques de gasolina, hacemos declaración falsa e indicamos destino falso. Llegamos a aguas internacionales, corremos como diablos a Amoy. Rojos dicen hermano, beneficio cien por cien. Después unos cuantos viajes, compramos barco.»

«¿De dónde procede el dinero de la primera compra?», preguntaba el interrogador.

«Sala de baile Ritz», era la desconcertante respuesta. El Ritz era un sitio de chicas selecto situado debajo de King’s Road, a la orilla del mar, decía una nota al pie. Casi todas las chicas eran Shanghainesas. La misma nota nombraba a miembros del grupo. Drake Ko era uno.

«Drake Ko era un tipo muy duro —decía un testigo cuya declaración se incluía en letra pequeña en el Apéndice—. A Drake Ko no le puedes ir con cuentos. No le gustan nada los políticos. Chiang Kai—chek. Mao. Dice que son iguales. Dice que es partidario de Chiang Mao—chek. El señor Ko dirigirá un día nuestra banda.»

En cuanto a delito organizado, la investigación no ponía nada al descubierto. Era un dato histórico el que Shanghai, en la época en que cayó en manos de Mao en el cuarenta y nueve, hubiese vaciado tres cuartas partes de su hampa en Hong—Kong; que la Banda Roja y la Banda Verde hubiesen librado suficientes combates por la supremacía en Hong Kong como para que los años veinte de Chicago pareciesen un juego de niños. Pero no podía encontrarse ningún testigo que admitiese saber algo sobre sociedades secretas o cualquier otra organización ilegal.

Como es natural, al acercarse el sábado, cuando Jerry iba camino de las carreras de Happy Valley, poseía un retrato bastante detallado de su presa.

El taxista cobró el doble porque eran las carreras de caballos y Jerry pagó porque sabía que era la costumbre. Le había explicado a Craw que iba y Craw no había puesto ningún reparo. Se había llevado consigo a Luke, sabiendo que a veces dos resultan menos conspicuos que uno. Le ponía nervioso pensar que podría tropezarse con Frost, porque el Hong Kong ojirredondo es en realidad un mundo muy pequeño. En la entrada principal, telefoneó a Dirección para utilizar alguna influencia, y al poco apareció un tal capitán Grant, joven oficial, al que Jerry explicó que aquello era trabajo: iba a hacer un artículo sobre el lugar para su periódico. Grant era un hombre elegante e ingenioso que fumaba cigarrillos turcos en boquilla y todo lo que Jerry decía parecía divertirle de un modo afable, aunque un poco distante.

—Así que tú eres el hijo —dijo al fin.

—¿Le conociste? —dijo Jerry sonriendo.

—Sólo de oídas —replicó el capitán Grant, pero se diría que le gustaba lo que había oído.

Les dio distintivos y les ofreció una copa después. Acababa de terminar la segunda carrera. Conversaban, cuando oyeron el estruendo del público iniciarse y elevarse y morir como una avalancha. Mientras esperaba el ascensor, Jerry echó un vistazo al tablón de anuncios para ver quién había ocupado las tribunas particulares. Sus detentadores usuales eran la mafia del Pico. El Banco (como le gustaba que le llamaran al Hong Kong and Shanghai Bank) Jardine Matheson, el gobernador, el comandante, las fuerzas británicas. El señor Drake Ko, Orden del Imperio Británico, aunque directivo del Club, no figuraba entre ellos.

—¡Westerby! ¡Por Dios, hombre! ¿Quién demonios te ha traído aquí? Oye, ¿es verdad que tu padre quebró antes de morir?

Jerry vaciló, sonriendo, y luego, cansinamente, sacó la ficha de la memoria: Clive Algo, picapleitos sin escrúpulos, casa en Repulse Bay, escocés agobiante, todo afabilidad falsa y reconocida fama de estafador. Jerry le había utilizado para respaldar un chanchullo con oro desde Macao, llegando a la conclusión de que Clive se había quedado con un pedazo del pastel.

—Vaya, Clive, super, magnífico.

Intercambiaron banalidades, mientras seguían esperando el ascensor.

—Ven. Trae ese impreso. Vamos. Voy a hacerte rico.

Porton,
pensó Jerry: Clive Porton. Porton arrancó el papel de la mano de Jerry, humedeció su gran pulgar, pasó a una página central y rodeó con un círculo trazado a bolígrafo el nombre del caballo.

—Número siete en la tercera, no puedes equivocarte —susurró—. Puedes apostar la camisa. No todos los meses regalo dinero, te lo aseguro.

—¿Qué te proponía ese subnormal? —preguntó Luke, cuando se hubieron librado de él.

—Un caballo llamado
Open Space.

Sus caminos se separaron. Luke fue a hacer apuestas y luego se dirigió hacia el club norteamericano de arriba. Jerry, siguiendo un impulso, apostó cien dólares a
Lucky Nelson y
luego se dirigió rápidamente al comedor del Hong Kong Club. «Si pierdo —decidió —se lo cargaré a George.» Las puertas dobles estaban abiertas y Jerry entró directamente. Había un ambiente de riqueza desaliñada: un club de golf de Surrey un fin de semana lluvioso, salvo que los bastante audaces como para arriesgarse a los carteristas llevaban joyas auténticas. Había un grupo de esposas sentadas aparte, como equipo caro no utilizado, frunciendo el ceño a la televisión de circuito cerrado y quejándose del servicio y de la delincuencia. Olía a humo de puro y a sudor y a comida pasada. Al verle entrar, torpemente, el traje horrible, las botas de cabritilla, «Prensa» escrito en toda su persona, los ceños se ensombrecieron. El problema para ser distinguido y selecto en Hong Kong, decían sus rostros, era que no se echaba de los sitios a bastante gente. Había un grupo de bebedores serios en la barra, agentes de los bancos comerciales de Londres principalmente, prematuros vientres cervecescos y gruesos cuellos. Con ellos, el equipo de segunda división de Jardine Matheson, aún no lo bastante grandes para las cacerías privadas de la empresa: acicalados, desagradables inocentes para quienes Cielo era dinero y ascensos. Miró con recelo a su alrededor por si estaba Frostie, pero, o bien los caballos no lo habían atraído aquel día, o estaba con algún otro grupo. Tras una sonrisa y un vago gesto con la mano para todos ellos, Jerry hizo un guiño al subdirector, le saludó como a un amigo perdido, habló con desenvoltura del capitán Grant, le deslizó veinte pavos, firmó por el día, desafiando todas las normas y penetró agradecido en la tribuna cuando faltaban aún dieciocho minutos para la salida de la carrera siguiente: sol, olor a estiércol, el estruendo feroz de una muchedumbre china y el propio latir acelerado del corazón de Jerry que susurraba «caballos».

Jerry quedó inmóvil allí un momento, sonriendo, asimilando el espectáculo, porque cada vez que lo veía era como la primera vez.

La hierba del hipódromo de Happy Valley ha de ser, sin duda, el cultivo más valioso de la tierra. Había muy poca. Un círculo estrecho rodeaba lo que parecía un parque recreativo de un distrito de Londres que el sol y las pisadas hubiesen reducido a polvo. Ocho raídos terrenos de fútbol, uno de rugby, uno de jockey, daban un aire de abandono municipal. Pero la estrecha cinta verde que rodeaba aquel astroso conjunto era probable que atrajese, sólo en aquel año, sus buenos cien millones de esterlinas de apuestas legales, y la misma cuantía extraoficialmente. Más que un valle el lugar era un cuenco ardiente: estadio blanco resplandeciente a un lado, perros castaños al otro, mientras delante de Jerry, y a su izquierda, acechaba el otro Hong Kong: un Manhattan de castillos de naipes, grises chabolas rascacielescas tan apiñadas que parecían apoyarse unas en otras bajo el calor. De cada pequeño balcón brotaba un palo de bambú como un alfiler clavado allí para unir la estructura. De cada uno de estos palos colgaban innumerables banderas de oscura colada, como si algo inmenso se hubiese restregado contra el edificio, dejando tras de sí aquellos andrajos. Era para todos los que vivían en sitios como aquellos, salvo una reducida minoría, para quienes Happy Valley ofrecía aquel día el sueño de salvación instantánea del jugador.

A la derecha de Jerry brillaban edificios más nuevos y más grandes. Allí, recordó, montaban sus oficinas los corredores de apuestas ilegales y mediante una docena de arcanos métodos (tic—tac, transmisores—receptores, parpadeo de luces, Sarratt se habría quedado extasiado con ello) mantenían su diálogo con los ayudantes que estaban en la pista. Más arriba aún, corrían los lomos de las peladas cimas de los cerros, acuchilladas de terrazas y sembradas de la quincallería de las escuchas electrónicas. Jerry había oído en algún sitio que los primos habían instalado allí aquello para poder seguir los sobrevueles patrocinados de los U2 taiwaneses. Sobre los cerros, bolas de nubes blancas que ningún cambio meteorológico parecía eliminar. Y sobre las nubes, aquel día, el descolorido cielo de China padeciendo al sol, y un halcón girando despacio. Jerry captó todo esto en una sola y grata ojeada.

Para la multitud era el período sin objeto. El foco de atención, si es que se centraba en algo, era en las cuatro chinas gordas de sombreros hakkas de flecos y trajes negros tipo pijama que recorrían la pista con rastrillos, acicalando la preciosa hierba allí donde los galopantes cascos la habían aplastado. Se movían con la dignidad de la indiferencia absoluta: Era como si se retratase en sus gestos todo el campesinado chino. Por un segundo, como suele pasar con las muchedumbres, se volcó sobre ellas un temblor de colectiva afinidad que se olvidó al instante.

Las apuestas daban a
Open Space
de Clive Porton como tercer favorito.
Lucky Nelson,
de Drake Ko, figuraba como los demás, cuarenta a uno, lo que significaba anonimato. Superando un grupo de joviales australianos, Jerry llegó al extremo de la tribuna y, asomando la cabeza, atisbo sobre las hileras de cabezas hasta la tribuna de propietarios, separada de la gente común por una verja de hierro verde y un guardia de seguridad. Protegiéndose los ojos de la luz y lamentando no haber llevado prismáticos, distinguió a un individuo gordo de aspecto duro que llevaba traje y gafas oscuras, acompañado de una chica joven y muy guapa. Parecía medio chino medio latino, y Jerry le clasificó como filipino. La chica era lo mejor que el dinero podía comprar.

Debe estar con su caballo, pensó Jerry, recordando al viejo Sambo. Lo más probable es que esté en las cuadras, dando instrucciones al preparador y al jockey.

Volviendo por el comedor al vestíbulo principal, se metió por una amplia escalera posterior y bajó dos pisos, cruzó un vestíbulo hasta la galería de espectadores, que estaba ocupada por una inmensa y pensativa muchedumbre de chinos, todos hombres, que miraban con un devoto silencio un recinto cubierto, el
paddock,
atestado de ruidosos gorriones, donde había tres caballos, cada uno conducido por su mozo de establo, el
mafoo.
Los
mafoos
sujetaban a sus encomendados torpemente, como si estuvieran enfermos de los nervios. También estaba el elegante capitán Grant, y un viejo preparador, un ruso blanco llamado Sacha al que Jerry tenía en gran estima. Sacha estaba sentado en una sillita plegable, un poco inclinado hacia delante, como si pescara. Sacha había preparado potros mongoles en la época del tratado de Shanghai y Jerry era capaz de pasarse toda la noche oyéndole: los tres hipódromos que había llegado a tener Shanghai, el inglés, el internacional y el chino; los príncipes mercantiles ingleses que tenían sesenta y hasta cien caballos cada uno y los embarcaban y paseaban costa arriba y costa abajo, compitiendo como locos entre sí de puerto en puerto. Sacha era un individuo delicado y filosófico, con ojos de un azul desvaído y una perfecta quijada de luchador. Era también el
preparador de Lucky Nelson.
Estaba sentado aparte, él solo, mirando lo que Jerry pensó que era, desde su línea de visión, una entrada. Un súbito griterío en las gradas hizo volverse a Jerry bruscamente hacia la claridad. Sonó un clamor y luego un chillido agudo y estrangulado, cuando la multitud de una hilera se ladeó para que penetrara en ella una cuña de grises y negros uniformes. Al cabo de un instante, un enjambre de policías arrastraba a algún desdichado ratero, sangrando y tosiendo, a la escalera del túnel para una declaración voluntaria. Jerry, deslumbrado, volvió la mirada hacia la oscuridad interior del
paddock,
y tardó unos instantes en centrar la mirada en el nebuloso perfil del señor Drake Ko.

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