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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (29 page)

BOOK: El honorable colegial
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Vosotros
decís que Ko está en la nómina rusa —continuó el pelirrojo—.
Nosotros
decimos que eso no está demostrado. Decimos que el depósito
puede
contener dinero ruso, pero que Ko y el depósito son entidades diferenciadas.

Arrastrado por su indignación, el pelirrojo continuó, extendiéndose demasiado.

—Vosotros habláis de culpa. Mientras que
nosotros
decimos que Ko no ha hecho nada malo, de acuerdo con las leyes de Hong Kong y que debe disfrutar de los derechos que corresponden a un súbdito colonial.

Se elevaron varias voces a la vez. Ganó la de Lacon:

—Aquí nadie habla de culpabilidad —replicó—. La culpabilidad aquí no interviene para nada. De lo que hablamos es de seguridad, únicamente. De seguridad, y de si es deseable o no investigar una aparente amenaza.

El colega de Hacienda del galés Hammer era un sombrío escocés, según se hizo patente, con un estilo tan directo como el del puritano de sexto grado.

—Nadie pretende violar los derechos coloniales de Ko —masculló—. No tiene ninguno. No hay ninguna ley de Hong Kong que diga que el gobernador no puede abrir con vapor la correspondencia del señor Ko, controlar su teléfono, sobornar a su doncella o poner escuchas en su casa hasta el día del Juicio. Nada en absoluto. Hay algunas cosas más que el gobernador puede hacer, si lo considera adecuado.

—Es también especulación —dijo Enderby, con una mirada a Smiley—. El Circus no tiene servicios locales para esas travesuras y, en cualquier caso, dadas las circunstancias, sería peligroso.

—Sería escandaloso —dijo imprudentemente el muchacho pelirrojo, y el ojo de gourmet de Enderby, curtido por toda una vida de banquetes, se alzó hacia él y le anotó para un futuro tratamiento.

Y ésa fue la segunda escaramuza, que tampoco fue decisiva. Continuaron más o menos igual, debatiendo el asunto hasta el descanso del café, sin vencedor ni cadáver. Segundo asalto, empate, decidió Guillam. Se preguntó desanimado cuántos asaltos habría.

—¿Para qué sirve todo esto? —preguntó bajo el murmullo a Smiley—. No van a eliminar el problema hablando.

—Tienen que reducirlo a su propio tamaño —explicó sin reservas Smiley. Y, tras estas palabras, pareció refugiarse en un retraimiento oriental, del que ningún esfuerzo de Guillam le sacaría. Enderby pidió nuevos ceniceros. El subsecretario parlamentario dijo que tenían que intentar avanzar un poco.

—Pensemos lo que cuesta esto a los contribuyentes, el que estemos aquí sentados —urgió muy orgulloso.

Faltaban aún dos horas para la comida.

Enderby, iniciando el tercer asalto, pasó al peliagudo tema de si debía comunicarse al Gobierno de Hong Kong la información secreta relativa a Ko. Esto era pura picardía de Enderby, según Guillam, puesto que la posición de la oficina colonial fantasma (como denominaba Enderby a sus
confrères
de confección casera) aún seguía siendo que no había crisis alguna y, en consecuencia, nada que comunicar a nadie. Pero el honrado Wilbraham, sin ver la trampa, se metió en ella y dijo:

—¡Claro que hay que avisar a Hong Kong! Tienen autogobierno. No queda alternativa.

—¿Oliver? —dijo Enderby, con la calma del hombre que tiene buenas cartas.

Lacon alzó la vista, claramente irritado al ver que le arrastraban a campo abierto.

—¿Oliver? —repitió Enderby.

—Siento la tentación de contestar que es asunto de Smiley y la Colonia de Wilbraham y que deberíamos dejarles a ellos debatir el asunto —dijo, permaneciendo firme en la barrera.

Lo que dio paso a Smiley:

—Bueno, si fuese el gobernador y nadie más, yo no podría oponerme, claro —dijo—. Es decir, si no creéis que es demasiado para él —añadió dubitativamente, y Guillam vio que el pelirrojo se agitaba de nuevo.

—¿Por qué demonios iba a ser demasiado para el gobernador? —exclamó Wilbraham, sinceramente perplejo—. Un administrador experimentado, un hábil negociador. Capaz de salir adelante en cualquier situación. ¿Por qué iba a ser demasiado?

Esta vez fue Smiley quien hizo la pausa.

—Tendría que codificar y descodificar sus propios telegramas, por supuesto —musitó, como si en aquel momento estuviese abriéndose paso a través de las posibles implicaciones—. No podríamos permitirle que comunicase el asunto a su personal, naturalmente. Eso seria pedir demasiado a todos. Libros de clave personales… bueno, eso podemos solucionarlo, sin duda, podemos proporcionárselo. Podría resolver este problema en caso necesario. Está también la cuestión, supongo, de que el gobernador se vea forzado a la posición de
agent provocateur
si continúa recibiendo a Ko a nivel de relaciones sociales, lo cual deberá seguir haciendo, naturalmente. No podemos espantar la caza a estas alturas. ¿Le importaría eso a él? Puede que no. Algunas personas se lo toman con mucha naturalidad.

Miraba a Enderby al decir esto.

Wilbraham estaba ya protestando:

—Pero, por amor de Dios, hombre, si Ko fuese un espía ruso, y nosotros decimos que no lo es en modo alguno, y si el gobernador le convida a cenar, y de un modo perfectamente natural, en confianza, comete alguna pequeña indiscreción… bueno, me parece absolutamente injusto, podría destruir la carrera de ese hombre. ¡Y no digamos ya lo que podría significar para la Colonia! ¡
Hay que
decírselo!

Smiley parecía más soñoliento que nunca.

—Bueno, claro, si es propenso a las indiscreciones —murmuró mansamente— supongo que podríamos decir que no es persona adecuada para recibir esa información, en realidad.

En el gélido silencio, Enderby se sacó una vez más, perezosamente, el palito de cerilla de la boca.

—Sería terrible, verdad, Chris —dijo alegremente desde el fondo de la mesa a Wilbraham—, que Pekín despertase una mañana y recibiese la grata noticia de que el gobernador de Hong Kong, representante de la Reina y demás, jefe de las tropas, etcétera, se dedicaba a agasajar al espía jefe de Moscú en su propia mesa una vez al mes.
Y
que le daba una medalla por sus méritos.
¿Qué
ha conseguido hasta ahora? ¿No es siquiera caballero, verdad?

—Una Orden del Imperio Británico —dijo alguien
sotto voce.


Pobre chico. Aun así, puede llegar a conseguirlo, supongo. Logrará subir, lo conseguirá, igual que todos nosotros.

Enderby era ya caballero, en realidad, mientras que Wilbraham estaba atrapado en el fondo del barril, debido a la creciente escasez de Colonias.

—No hay caso —dijo Wilbraham con firmeza, y posó una mano peluda sobre el sensacional informe que tenía ante sí.

Siguió un alboroto general, para el oído de Guillam un
intermezzo,
en el que por entendimiento tácito se permitió a los personajes secundarios intervenir con preguntas intrascendentes para que consiguiesen una mención en los minutos. El galés Hammer quiso dejar sentado
aquí y ahora
lo que pasaría con el medio millón de dólares de dinero reptil de Moscú Centro si por casualidad caía en manos inglesas. Advirtió que no podía ni plantearse siquiera el que fuese simplemente reciclado a través del Circus. Hacienda tendría derechos exclusivos sobre él. ¿Quedaba claro eso?

Quedaba claro, dijo Smiley.

Guillam empezó a divisar un abismo. Algunos daban por supuesto, aunque a regañadientes, que la investigación era un
fait accomplit;
y otros seguían luchando en una acción de retaguardia contra su desarrollo. Hammer, advirtió Guillam para su sorpresa, parecía aceptar la investigación.

Una cadena de preguntas sobre residencias «legales» e «ilegales», aunque tediosa, sirvió para estimular el temor a una amenaza roja. Luff, el parlamentario, quiso que le explicasen la diferencia. Así lo hizo Smiley, pacientemente. Un residente «oficial» o «legal», dijo, era un funcionario del servicio secreto que vivía bajo protección oficial o semioficial. Dado que el Gobierno de Hong Kong, por deferencia a los recelos de Pekín respecto a Rusia, había considerado oportuno eliminar toda forma de representación soviética en la Colonia (Embajada, Consulado, Tass, Radio Moscú, Novosti, Aeroflot, Intourist y las demás banderas de conveniencia bajo las que navegan tradicionalmente los legales), de ello se deducía por definición que cualquier actividad soviética en la Colonia tenía que realizarla un aparato ilegal, o extraoficial.

Era esta presunción la que había encauzado los esfuerzos de los investigadores del Circus hacia el descubrimiento de la vía dineraria sustituía, dijo, evitando el término «veta de oro», de la jerga profesional.

—Ah, bueno, entonces en realidad hemos obligado a los rusos a hacerlo —dijo Luff muy satisfecho—. Sólo podemos echamos la culpa a nosotros mismos. Fastidiamos a los rusos y ellos contestan. En fin, ¿a quién puede sorprenderle? Es el
último
lío del gobierno que arreglamos. No nos corresponde a nosotros en absoluto. Si provocamos a los rusos, recibimos lo que merecemos. Natural. Estamos cosechando tempestades, como siempre.

—¿Qué han hecho los rusos en Hong Kong
antes
de esto? —preguntó un chico inteligente de la trastienda del Ministerio del Interior.

Los colonialistas revivieron de inmediato. Wilbraham empezó a hojear febrilmente una carpeta, pero al ver que su ayudante pelirrojo tiraba de la correa, murmuró:

—Eso ya lo harás luego, John, ¿entendido? Bien —añadió y se retrepó, con expresión furiosa. La dama de castaño sonrió nostálgica al deshilachado tapete de la mesa, como si se acordara de cuando estaba nuevo. El puritano de sexto grado hizo su segunda salida desastrosa:

—Consideramos los precedentes de este caso muy iluminadores en realidad —empezó agresivamente—. Las anteriores tentativas de Moscú Centro de lograr un punto de apoyo en la Colonia han sido todas y cada una, sin excepción, fallidas y sumamente torpes.

Enumeró una serie de aburridos ejemplos:

—Hace cinco años —dijo— un falso archimandrita ortodoxo ruso voló de París a Hong Kong con el propósito de establecer lazos con los restos de la comunidad rusa blanca.

»Este caballero, intentó presionar a un anciano restaurador para que se pusiera al servicio de Moscú Centro y fue detenido en seguida. Más recientemente, hemos tenido casos de marineros que desembarcaban de cargueros rusos que habían hecho escala en Hong Kong para reparaciones. Habían hecho torpes tentativas de sobornar a estibadores y trabajadores portuarios a los que consideraban de tendencia izquierdista. Fueron detenidos, interrogados y zarandeados por la Prensa; y se les obligó a permanecer en su barco durante el resto de la estancia de éste en la isla.

Dio otros ejemplos igualmente insustanciales, todos estaban ya adormilados, esperando la última vuelta:

—Nuestra política ha sido exactamente la misma en todas las ocasiones. Nada más capturarlos, los culpables son puestos en la piqueta pública. ¿Fotógrafos de Prensa? Pueden sacar las fotos que gusten, caballeros. ¿Televisión? Preparen sus cámaras. ¿Resultado? Pekín nos da una amable palmadita en la espalda por contener el expansionismo imperialista soviético.

Totalmente dominado por la emoción, halló fuerzas para dirigirse directamente a Smiley:

—Ya puedes ver, respecto a tus redes de ilegales, que en realidad las descartamos todas. Legales, ilegales, oficiales y extraoficiales, nos da igual. Nuestro punto de vista es: ¡El Circus está haciendo una petición especial con objeto de meter la nariz de nuevo en la meta!

Cuando abría la boca para emitir una respuesta adecuada. Guillam sintió un toque moderador en el codo y volvió a cerrarla.

Hubo un largo silencio, durante el cual Wilbraham parecía más embarazado que nadie.

—A mí eso me parece humo, más que nada, Chris —dijo secamente Enderby.

—¿Qué quiere decir? —preguntó nervioso Wilbraham.

—Sólo quiero contestar a lo que ha explicado por ti tu ayudante, Chris. Humo. Engaño. Los rusos esgrimen su sable donde puedas verlos, y mientras tienes la cabeza vuelta hacia donde no pasa nada, ellos realizan el trabajo sucio por el otro lado de la isla. Es decir, el hermano Ko. ¿No es así, George?

—Bueno, sí, ése es nuestro punto de vista —admitió Smiley—. E imagino que
debería
recordar (en realidad está en la petición) que el propio Haydon insistía siempre mucho en que los rusos no tenían nada en marcha en Hong Kong.

—La comida —anunció Martindale sin gran optimismo.

Comieron arriba, sombríamente, en bandejas de plástico traídas en furgoneta. Los compartimentos de las bandejas tenían unas divisiones tan bajas que a Guillam las natillas se le mezclaron con la carne.

Refrescado con esto, Smiley se sirvió del torpor de sobremesa para despertar lo que Lacon había denominado el factor pánico. Buscó, más concretamente, afianzar en los reunidos una sensación de lógica detrás de la presencia soviética en Hong Kong, aun en el caso, dijo, de que Ko no sirviera de ejemplo.

Hong Kong, el mayor puerto de la China continental, manejaba el cuarenta por ciento de su comercio exterior.

Se calculaba que uno de cada cinco residentes de Hong Kong viajaban legalmente a China todos los años: aunque sin duda los viajeros que lo hacían más veces eran los que elevaban este promedio.

La China roja mantenía en Hong Kong,
sub rosa,
pero con la plena connivencia de las autoridades, equipos de negociadores, economistas y técnicos de primera fila para controlar los intereses de Pekín en el comercio, los fletes y el desarrollo; y todos ellos constituían un objetivo lógico de los servicios secretos, para «seducción, u otras formas de persuasión secreta», según sus propias palabras.

Las flotas de juncos y de barcos pesqueros de Hong Kong gozaban de matriculación doble en Hong Kong y en la costa china y cruzaban libremente las aguas chinas en uno y otro sentido…

Enderby interrumpió mascullando una pregunta de apoyo:

—Ko es propietario de una flota de juncos. ¿No dijiste antes que era uno de los últimos bravos?

—Sí, sí la tiene.

—¿Pero él no visita personalmente el Continente?

—No, jamás. Por lo que sabemos, va su ayudante, pero Ko no.

—¿Ayudante?

—Tiene una especie de administrador llamado Tiu. Llevan juntos veinte años. Más. Comparten un pasado común. Hakkas, Shanghai y demás. Tiu es testaferro suyo en varias empresas.

—¿Y Tiu va al Continente con regularidad?

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