—No, jamás.
—Pues yo sí. Y te diré algo: hay pocas cosas en la vida que tengan mejor sabor que el alimento sazonado con picardía e ingenio. —Kit soltó la rama de la higuera y se reunió con Sturm bajo el árbol.
—Nunca te has parado a pensar en las consecuencias de tus pequeñas e ingeniosas raterías, ¿verdad, Kit? ¿No se te ha ocurrido que quizás el granjero y su familia pasan hambre una noche porque te ha apetecido divertirte un rato y comer gratis?
—No eres la persona más adecuada para hablarme así, mi señor maese Brightblade. —La mujer estaba fuera de sus casillas—. ¿Desde cuándo te has ganado la comida que zampas? Es muy fácil para el hijo de un gran señor hablar de justicia para los pobres cuando nunca ha padecido miseria.
Sturm contó hasta diez en silencio para dominar su cólera.
—Yo he trabajado —dijo después, escuetamente—. Cuando mi madre, su doncella Carin y yo llegamos a Solace hace diez años, disponíamos de algún dinero. Pero no tardamos mucho en gastarlo y, al poco tiempo, atravesamos un gran apuro económico. Mi madre era una mujer en extremo orgullosa y jamás habría aceptado la caridad de otros. Carin y yo tuvimos que buscar toda clase de trabajo por los alrededores de Solace para llevar comida a casa, pero nunca se lo dijimos.
El gesto enojado de Kitiara se suavizó.
—¿En qué trabajaste?
—Como sabía leer y escribir, Derimius el Escriba me contrató para copiar manuscritos y pergaminos. Así, además de ganarme cinco piezas de plata a la semana, también tuve la oportunidad de leer muchas cosas diferentes.
—No lo sabía —se disculpó la mujer.
—De hecho, conocí a Tanis en casa de Derimius. Nos trajo un libro mayor que llevaba a Flint; había derramado tinta en las últimas páginas y quería que Derimius las reescribiera en unos pergaminos nuevos para reemplazar a las otras. Tanis se fijó en aquel chico de dieciséis años que garabateaba con una pluma de ganso gris y se interesó por mí. Empezamos a hablar y nos hicimos amigos.
La última frase fue subrayada por el retumbar de un trueno lejano. El bochorno había acumulado una masa negruzca de nubarrones tormentosos que se alzaban amenazantes por el oeste y se desplazaban con gran rapidez hacia el este. Sturm se metió deprisa en la boca el resto de su almuerzo y se puso de pie de un salto. Farfulló algo incomprensible, aún masticaba un montón de pan y queso.
—¿Qué? —preguntó la mujer.
—... caballos. ¡Hay que sujetar a los caballos!
Un rayo se desprendió zigzagueante de las nubes y cayó sobre las colinas donde habían sostenido el enfrentamiento con los salteadores. Un golpe de aire arremolinó el polvo y cegó a los dos compañeros. Ataron con celeridad a
Zorro Alto
y a
Pira
a una de las higueras y a continuación colocaron las mantas a modo de refugio para protegerse de la lluvia inminente.
—¡Ahí llega! —gritó Kitiara.
La tormenta se desató con toda su furia encima del campo de higueras. Sobre sus cabezas, la tromba de agua martilleó furiosa el precario entoldado de mantas y, en unos segundos, los dos amigos estaban calados hasta los huesos. La lluvia anegó los surcos abiertos entre las hileras de árboles y llegó hasta los pies de Kitiara.
Zorro Alto
no lo podía soportar. Nervioso por naturaleza, se encabritó y relinchó al verse rodeado por el estruendoso aguacero; su terror contagió a la casi siempre imperturbable
Pira,
y los dos animales comenzaron a tirar de las bridas a las que estaban sujetos. Un rayo se precipitó sobre el árbol más alto del huerto y lo hizo volar en millones de fragmentos candentes. Los caballos, enloquecidos de terror, huyeron al galope;
Zorro Alto
salió desbocado hacia el este y
Pira
viró al norte.
—¡Tras ellos! —vociferó Sturm; su voz sobrepasó el estruendo del aguacero.
Ambos se lanzaron a la carrera en persecución de sus respectivas monturas.
Zorro Alto,
un sprinter de largas patas, corría veloz en línea recta; por el contrario,
Pira
se desplazaba trazando bruscos giros, zigzagueando entre las higueras, y cambió de dirección una docena de veces en veinte sitios diferentes. Kit la persiguió a trompicones mientras maldecía sin cesar la agilidad de su yegua.
El huerto acababa abruptamente en una profunda acequia. La joven resbaló en el borde embarrado y cayó de bruces en las fangosas aguas.
—¡Pira!
¡Maldito jamelgo con cerebro de mosquito! ¡¿Dónde te has metido?! —Con sus gritos destemplados Kitiara sólo consiguió tragarse un buen buche de agua. Rastreó ambas orillas de la acequia en busca de las huellas del animal; de pronto, al resplandor de un relámpago, contempló algo realmente insólito: perfilada contra las nubes, a unos doce metros por encima de su cabeza, flotaba una silueta negra y angulosa con forma de escudo. El deslumbrante resplandor se desvaneció, no sin antes dar tiempo a que la mujer vislumbrara una larga línea que coleaba desde el escudo hasta el suelo. Kit avanzó con dificultad en aquella dirección sin imaginarse lo que iba a encontrar.
Entretanto,
Zorro Alto
había dejado muy atrás a su amo, pero Sturm no tuvo dificultad en seguir las nítidas huellas de su corcel impresas en el barro. El límite del huerto estaba cercado por un espeso seto de jóvenes cedros en el que sólo era visible una brecha lo bastante ancha por la que podría haberse metido el caballo. En efecto, allí aparecían marcados los cascos herrados del animal. El caballero se zambulló en la densa maraña vegetal y siguió el rastro inequívoco de ramas quebradas que
Zorro Alto
dejaba tras de sí en su enloquecida huida.
La tormenta eléctrica se mostraba inusualmente activa; chisporroteaba pulsante de nube en nube. Estalló un trueno prolongado, seguido de un deslumbrante resplandor que reveló un portento ante los ojos perplejos de Sturm: un pájaro grande aleteaba en el tormentoso vendaval y revoloteaba de un lado a otro sin acabar de remontar el vuelo. Otro rayo rasgó el aire e iluminó la escena; entonces, Sturm comprendió el porqué: alguien había atado unas cuerdas a las patas del pájaro.
Kitiara remontó con esfuerzo el cerro de barro sólido. Tenía el cabello pegado al cráneo y la ropa le pesaba como si hubiese absorbido una tonelada de agua. La cumbre del cerro se asomaba a un amplio espacio abierto. No había rastro de
Pira,
pero sí mucho que ver.
En el centro del claro, se hallaba la cosa más extraña que Kitiara había contemplado en toda su vida. Se trataba de una especie de nave enorme con grandes velas de cuero plegadas a lo largo de los costados. La proa era larga y puntiaguda como el pico de un pájaro; no tenía mástiles, pero sí unas ruedas adosadas a la parte inferior del casco. Sobre la nave, y sujeta por una inmensa red de cuerdas, había una descomunal bolsa de lona en forma de huevo que se retorcía y corcovaba al viento cual una bestia viva. Un enjambre de hombrecillos rodeaba el artefacto; tras ellos, se alzaban enhiestos desde el suelo dos pares de postes altos. De los extremos superiores de estas pértigas subían, restallantes cual látigos, unos cables rematados por otros «escudos» iguales al que antes viera Kitiara.
En ese mismo momento, Sturm emergió del seto de cedros por el lado opuesto del claro, miró boquiabierto el extraordinario objeto y, mudo de asombro, se encaminó hacia él.
Un hombrecillo, tocado con un reluciente sombrero y envuelto en una larga capa, saludó al caballero.
—¡S...saludos y bien v...venido! —dijo con jovialidad.
—Hola —respondió desconcertado el caballero—. ¿Qué pasa aquí?
Al mismo tiempo que hacía la pregunta, un rayo cayó sobre uno de los «pájaros» atados a los postes (que era el mismo objeto que Kitiara había tomado por un escudo). Un chispazo blanco-azulado se deslizó por el cable hasta el palo y desde allí se arrastró por otro cable, extendido a unos treinta centímetros del suelo, hasta alcanzar la supuesta nave, donde se desvaneció. El artefacto se sacudió sobre sus ruedas y después se quedó inmóvil.
—¿Qué p... pasa? Bien, estamos recargando, como puede ver —dijo el hombrecillo. El viento levantó la amplia ala de su sombrero y quedaron a la vista unos ojos claros enmarcados por espesas cejas blancas. Sturm cayó en la cuenta de que se trataba de un gnomo—. Realmente, es una t...tormenta extraordinaria. ¡Hemos tenido s...suerte!
Kitiara, mientras tanto, deambulaba alrededor del extraño aparato a una distancia prudencial. Al brillante resplandor del rayo, divisó al caballero, que departía con el hombrecillo; hizo una bocina con las manos y lo llamó a gritos.
—¡Sturm!
—¡Kit!
—¿Encontraste los caballos? —preguntó la mujer cuando se reunió con él.
—No; creí que habían ido en tu dirección.
La mujer sacudió los brazos y los giró en amplios molinetes.
—Me caí en una acequia.
—Ya lo veo. ¿Qué hacemos ahora?
—¡Ejem! —tosió el gnomo—. Si n...no he entendido mal, han p...perdido su medio de t...transporte.
—Cierto —respondieron al unísono.
—¡Qué c...caprichoso es el destino! Quizá p...podamos ayudarnos mutuamente. —El hombrecillo se bajó de nuevo el ala del sombrero y un torrente en miniatura se precipitó sobre su capa—. ¿Quieren venir c...conmigo?
—¿Adónde? —inquirió Sturm.
—De m...momento, a resguardarnos de la t...tormenta —respondió el gnomo.
—¡Me apunto! —exclamó Kitiara.
El hombrecillo los condujo hasta una rampa colocada en el costado izquierdo de la nave, cuyo interior estaba caldeado, seco e iluminado con profusión. El guía se despojó del sombrero y la capa; era un varón de edad madura que lucía una luenga barba blanca y un cráneo pelado de piel rosada. Entregó a cada uno de sus huéspedes una toalla, acorde con el tamaño de los gnomos; por consiguiente, sólo les servía para secarse las manos, el rostro y poco más; eso hizo Sturm. Kitiara se quitó parte del barro, sacudió la tela y luego se la enrolló a la cabeza a guisa de turbante.
—Por favor, s...síganme —indicó el gnomo—. Mis c...colegas se reunirán con nosotros d...después. Ahora están ocupados r...recogiendo las chispas eléctricas.
Tras esta sorprendente declaración, los llevó por un pasillo largo y estrecho, flanqueado por dos conjuntos de máquinas cuyo propósito les resultó inimaginable. Todas las barras, manivelas y mecanismos habían sido sabiamente forjados con hierro o cobre y estaban huecos.
El gnomo llegó a una pequeña escalera por la que subió. Por ella accedieron a la cubierta superior, que estaba dividida en pequeñas cabinas; había hamacas colgadas de ganchos y toda clase de cajas; jaulas de embalaje y grandes garrafones ocupaban hasta el último centímetro disponible del suelo y dejaban libre sólo un estrecho paso en el centro para desplazarse de un lado a otro.
Subieron otra escalera y entraron en un habitáculo construido en el centro de la cubierta. A través de las portillas situadas en las paredes, Sturm vio que la tormenta seguía en pleno apogeo. Esta cabina superior estaba dividida en dos grandes habitaciones. La delantera, por donde habían entrado, estaba equipada como un puente de mando. El timón se encontraba en el extremo de la proa, desde donde se disfrutaba de una extensa vista, ya que estaba construida con paneles de vidrio. Del suelo y del techo, sobresalían palancas de todo tipo, así como unos misteriosos indicadores con rótulos:
Altitud, Velocidad del Aire
y
Densidad de Pasas en las Pastas del Desayuno...
Kitiara hizo las presentaciones; los ojos del gnomo se abrieron de par en par y esbozó una sonrisa afable cuando supo que Sturm pertenecía a una antigua familia solámnica. Curioso, como todos los de su raza, se interesó por los antecedentes familiares de la mujer, pero ella pasó por alto su pregunta y relató las peripecias de su viaje hasta aquel momento, la meta que perseguían y su frustración por haber perdido los caballos.
—Q...quizá les p...pueda ayudar —dijo el gnomo—. Me llamo Aquel-Que-T...tartamudea-Ap...propiadamente-en-Mi...mitad-de-las-Explicaciones-Técnicas Más-Abst...tractas...
—¡Por favor! ¿Por qué nombre lo conocen los que no pertenecen a su raza? —lo interrumpió Sturm, conocedor de la interminable extensión de los nombres gnomos.
—Me suelen llamar Tartajo; una aproximación t...totalmente inadecuada a mi verdadero n...nombre —suspiró resignado el hombrecillo.
—Pero tiene la virtud de la brevedad —lo consoló el caballero.
—La b...brevedad, mi querido caballero, no es una virtud para quienes aman el conocimiento por el conocimiento mismo. —Tartajo cruzó las menudas manos sobre el rotundo vientre—. Quisiera ofrecerles un t...trabajo que, bajo estas circunstancias, p...podría interesarles.
—¿Qué clase de trabajo? —inquirió la mujer.
—Mis c...colegas y yo llegamos aquí ayer, procedentes de Caergoth. —El delicado y calamitoso suceso protagonizado por un grupo de gnomos en el puerto de aquella ciudad pasó por la mente de los dos compañeros—. Vinimos a esta región de Solamnia a c...causa de su clima, conocido por las violentas t...tormentas.
Sturm se atusó con parsimonia los húmedos bigotes.
—¿Quiere decir que vinieron a propósito en busca de la turbonada?
—P...precisamente. Los rayos son un componente imprescindible para el funcionamiento de nuestra m...máquina. —Tartajo sonrió complacido y palmeó afectuoso el brazo del sillón en el que estaba sentado—. ¿No es una p...preciosidad? Se llama
El Señor de las Nubes.
—¿Y qué hace?
—V...vuela.
—¡Oh, por supuesto! —intervino Kitiara, que se ahogaba de risa—. ¡Qué ingeniosos son los gnomos! Y todo esto, ¿qué tiene que ver con nosotros dos?
El menudo rostro de Tartajo se sonrojó ligeramente.
—¡Ejem! Hemos t...tenido un poco de m...mala suerte. Verán; al calcular la relación óptima empuje-peso, alguien olvidó tener en c...cuenta la incidencia de que
El Señor de las Nubes
reposaba sobre un t...terreno en avanzado estado de hidratación.
—¿Cómo dice?
—Que estamos atascados en el b...barro —explicó el gnomo, con el rostro de nuevo arrebolado.
—¿Y pretende que nosotros los saquemos? —se asombró la mujer.
—Por lo que les quedaríamos p... profundamente agradecidos y les transportaríamos a c...cualquier punto de Krynn al que deseen ir: Enstar, B...Balifor, el lejano Karthay...
—Nuestro punto de destino son las Llanuras de Solamnia. No necesitamos ir más lejos —explicó el caballero.