—¿Por qué demonios has dormido en este lugar? ¿Acaso temías que me marchara sin ti?
—No, no. Jamás harías algo semejante, mi noble amigo. Me pareció un buen sitio para pasar la noche; eso es todo. Por otro lado, Pira necesitaba que la herraran.
Sturm condujo por la brida a
Zorro Alto
hasta que éste alcanzó el suelo. Una vez allí, montó y esperó a que Kitiara se le uniese. La mujer ya bajaba por la rampa; tras ella llevaba a una yegua pinta de aspecto bastante mediocre.
—¿Ocurre algo? —preguntó al notar la expresión sorprendida del hombre.
—No. Es que pensaba que tendrías un caballo indómito. Este... eh... insólito animal no encaja en absoluto contigo.
—Este «insólito animal», como tú lo llamas, caminará con paso firme mucho después de que esa bestia tuya no sea más que un montón de huesos y pellejo —replicó con dureza. El haber dormido a ratos no había contribuido a mejorar el pésimo humor que tenía desde que se separó de Tanis—. Son ya seis las campañas que he compartido con
Pira,
y siempre me ha traído de regreso a casa.
—Te pido disculpas.
Los dos amigos se pusieron en marcha y salieron de Solace por el este para luego girar hacia el norte.
Cuando el sol se abrió paso entre las colinas que rodeaban la población y se caldeó el fresco aire de la madrugada, Sturm y Kitiara hicieron un alto para tomar un frugal desayuno compuesto únicamente de tasajo y agua. La bonanza del amanecer se tradujo en una espléndida mañana, hecho que consiguió, por fin, levantar el ánimo de la mujer.
—No puedo evitar sentirme feliz cuando estoy por los caminos. ¡Siempre hay tanto que ver, tanto que hacer...!
—Tampoco deberíamos bajar la guardia —comentó Sturm—. En la posada escuché comentar a varios viajeros que hay partidas de maleantes que merodean por esta zona.
—¡Pssst! Es natural que los labriegos que viajan a pie tengan motivo para sentirse atemorizados; pero dos guerreros como nosotros, bien armados y a caballo... ¡deberían ser los ladrones quienes se asustaran!
El caballero hizo un gesto de asentimiento por cortesía, mas no dejó de escudriñar el horizonte y mantuvo al alcance de la mano la empuñadura de la espada. La ruta que planeaban seguir era bastante simple: una vez que dejaran atrás las colinas de Solace, tomarían rumbo al noreste y se encaminarían hacia el mar. En las costas del Estrecho de Schallsea se encontraba un pequeño pueblo pesquero llamado Zaradene en el que no les resultaría difícil encontrar pasaje para Caergoth, en la meridional Thelgard. Al norte de esa población se situaba la comarca de Solamnia propiamente dicha; su punto de destino.
Así lo habían proyectado. Pero los planes, como muy bien decía el sabio hechicero Arcanist, eran cual castillos de arena: fáciles de construir y aún más fáciles de derrumbarse.
Los bosques y las colinas de Abanasinia desaparecían a medida que transcurrían los kilómetros. Kitiara amenizó las horas con el relato de sucesos y anécdotas acaecidos durante las campañas en las que había participado.
—Mi primer trabajo como mercenario fue con los Merodeadores de Mikkian. Mala gente. El tal Mikkian era un patán de baja estofa, natural de Lemish, que siempre tenía la mala fortuna de perder alguna parte de su cuerpo en las batallas: un ojo, un brazo, un trozo de oreja... Y no sólo era un tipo espantosamente feo, sino también ruin y tacaño. Como me sentía muy segura de mí misma y de mi habilidad con el acero, me metí en su campamento. En aquellos tiempos, tenía que simular que era un muchacho o, de lo contrario, aquellos zafios ignorantes se habrían confabulado en contra de mí.
—¿Y cómo se consigue que alguien te contrate como mercenario?
—En la partida de Mikkian sólo había un modo: matar a uno de sus hombres para ocupar el puesto. El muy bastardo tenía un cupo fijo en su nómina y no estaba dispuesto a incrementarlo. —Kitiara encogió la nariz con desagrado por los recuerdos evocados sobre el capitán mercenario—. ¡Miserable charrán! Los soldados formaron un gran círculo y me metieron en él junto a un desdentado tipejo que manejaba un hacha y que se llamaba... ¿cómo demonios se llamaba? Fue el primer hombre a quien maté... ¿Trigneth? ¿Drigneth? ¡Bueno, algo así; no recuerdo! El caso es que arremetimos el uno contra el otro: hacha contra espada. No fue una pelea agradable, te lo aseguro. Teníamos que mantenernos en el centro del círculo; en caso contrario, los muchachos de Mikkian nos habrían atravesado con las dagas y las lanzas que esgrimían. Trigneth, Drigneth, o comoquiera que fuera su nombre, luchaba como un leñador: ¡chop, chop, chop! Ni siquiera llegó a rozarme. Le abatí de una certera estocada que le atravesó la garganta de parte a parte. —Tras decir esto miró a Sturm, que parecía conmocionado.
—¿Cuánto tiempo estuviste con la tropa de Mikkian? —preguntó por fin el hombre.
—Doce semanas. Atacamos una ciudad amurallada, cerca de Takar, y allí fue donde Mikkian perdió una parte de su cuerpo sin la que no podía pasar.
Sturm levantó interrogante una ceja.
»
¡La cabeza! —aclaró Kitiara—. Aquél fue el fin de los Merodeadores. La tropa se dispersó y cada cual empezó a actuar por su cuenta; asesinaban y saqueaban. Los habitantes de la ciudad se levantaron en armas y presentaron batalla; aniquilaron a la totalidad de la tropa...; salvo a esta servidora de usted —añadió con una sonrisa retorcida.
Kitiara disponía de una extensa colección de historias de aquel estilo, todas ellas muy emocionantes, y la mayoría brutales y sanguinarias. Sturm no salía de su asombro. Hacía casi dos años que la conocía, pero estaba tan lejos de comprenderla como al principio. Esta mujer inteligente y atractiva, dueña de un buen cerebro y de un irresistible encanto, estaba, sin embargo, enamorada de la guerra en sus aspectos más crudos. No podía negar que la admiraba por su fortaleza y su astucia, pero... también la temía un poco.
La carretera se redujo a un sendero que al cabo de unos kilómetros desembocó en un extenso pinar yermo y arenoso. El aire estaba cargado de humedad. Aquella noche, cuando acamparon en el erial, la brisa les trajo los primeros olores del mar.
Los tarugos de pino que utilizaron para hacer la hoguera levantaban un humo acre. Sturm fue a dar de beber a los caballos mientras Kitiara alimentaba la fogata, y cuando regresó al mortecino círculo de luz, se sentó en cuclillas sobre la arena; ella le ofreció un trozo de cordero frío que Sturm masticó con parsimonia. Poco después, Kitiara se recostó en las mantas y acercó los pies a la lumbre.
—Ahí está la constelación de Paladine —dijo—. ¿La ves? —Señaló la bóveda celeste—. Paladine, Mishakal, Branchala —nombró cada constelación—. ¿Conoces los mapas celestes?
—Cuando era niño tuve un tutor, Vedro, que era astrólogo —contestó él evasivamente y levantó los ojos al cielo—. Se dice que la voluntad de los dioses puede adivinarse por el movimiento de las estrellas y los planetas.
—¿De qué dioses? —preguntó Kitiara con voz perezosa.
—¿Es que no crees en ellos?
—¿Y por qué había de hacerlo? ¿Qué han hecho por el mundo? ¿O por mí?
El caballero no estaba seguro de que se estuviera burlando; por lo tanto, decidió dejar de lado el tema.
—¿Cuál es el grupo de allí, las que están justo frente a Paladine? —preguntó.
—Takhisis. La Reina de la Oscuridad.
—¡Oh, sí! ¡La Señora de los Dragones! —exclamó, mientras trataba de visualizar en el grupo de estrellas a la hacedora del Mal, pero fracasó por completo. Para él, sólo eran un puñado de luminosos puntos celestes.
El blanco orbe de Solinari se alzó en el horizonte. A su luz pálida, los altozanos arenosos y los pinos solitarios semejaban tristes espectros de sí mismos. Poco después, en el cuadrante medio del ciclo, surgió un resplandor rojizo de igual tamaño que la luna blanca.
—Esa sí la conozco —dijo Sturm—. Lunitari, la luna roja.
—Luin, para los habitantes de Ergoth. El Ojo Encendido en Goodlund. Extraño color para una luna, ¿no te parece?
El caballero arrojó lejos el hueso pelado de cordero.
—No sabía que existiesen colores apropiados para los cuerpos celestes.
—El blanco o el negro lo son. El rojo no significa nada. —Kitiara alzó la cabeza hasta que tuvo a Lunitari en su campo de visión—. Me pregunto por qué tiene ese color.
Sturm se tumbó entre sus mantas al tiempo que respondía.
—Así lo dispusieron los dioses. Lunitari es la morada de la neutralidad, de la magia imparcial, de la imaginación. Vedro, mi tutor, abogaba por la hipótesis de que su color se debía a la sangre de los sacrificios ofrecidos a los dioses. —El caballero vaciló antes de exponer con cautela otra teoría—. Algunos filósofos afirman que el rojo representa el corazón de Huma, el primer caballero de la Dragonlance. —Esperaba algún comentario por parte de su compañera, pero sólo hubo silencio.
—¿Kit? —llamó con voz queda. Un suave ronquido procedente de la oscuridad le reveló el resultado de su disertación: la mujer se había dormido.
* * *
Zaradene se perfilaba como un manchón marrón sobre la costa blanquecina. El pueblo se componía de unas cincuenta casas deterioradas por las inclemencias del tiempo y, aunque eran de muy diferente tamaño, ninguna tenía más de dos pisos.
Sturm y Kitiara se encaminaron hacia la población y descendieron por la escarpada pendiente de una duna. Durante el trayecto, pasaron entre hileras de afiladas estacas que aparecían clavadas en la arena, de forma que las puntas sobresalían al sesgo. Muchas estaban chamuscadas por el fuego.
—Un erizo —puntualizó Kitiara—. Es una defensa contra la caballería. Esta localidad ha sufrido un asedio hace poco tiempo.
Más allá de las estacas se extendía una trinchera poco profunda en la que se apreciaban charcos de sangre oscura y coagulada que había empapado la arena.
Cuando entraron cabalgando en Zaradene por la única y arenosa calzada que constituía la calle principal, los lugareños los observaron con expresión hostil. Los ojos abotargados y las manos encallecidas, crispadas, constituían la actitud generalizada.
Kitiara refrenó a su yegua y desmontó frente a una destartalada taberna de aspecto poco prometedor, que se llamaba Los Tres Peces. De los desgastados tablones del revestimiento de la fachada, sobresalían los extremos de las vigas y unos curiosos postes blancos. Sturm ató a
Zorro Alto
en uno de los postes y entonces descubrió que eran huesos de un enorme animal marino, muerto mucho tiempo atrás.
—¿Qué clase de bestia sería? —preguntó curioso a Kitiara.
—Quizás una serpiente de mar —respondió, después de observar los huesos—. Entremos. Aquí encontraremos a propietarios de barcos.
Para ser tan temprano, la taberna de Los Tres Peces estaba muy concurrida. El primer capitán al que la mujer se acercó, dijo con un gruñido: «¡Mercenarios!». Y escupió a sus pies. Kitiara estuvo a punto de sacar la espada, pero Sturm la cogió por la muñeca y se lo impidió.
—Si hieres a uno de ellos, se nos echarán todos encima —advirtió en un susurro—. Ten paciencia; necesitamos un barco que nos cruce al otro lado del estrecho.
Lo intentaron con media docena más de capitanes y, en cada ocasión, fueron rechazados con malos modos. Kitiara echaba chispas; Sturm se sentía perplejo. No era la primera vez que viajaba y sabía que a los marinos les interesaba tomar pasaje pues les reportaba más beneficios que la pesca o que cualquier cargamento; además, los viajeros se cuidaban solos y no ocupaban demasiado espacio en cubierta. Por ello, no acababa de comprender la manifiesta hostilidad de los capitanes de Zaradane.
Se abrieron paso hasta la barra y Kitiara pidió dos cervezas, pero el tabernero no tenía otra bebida que el oscuro vino de Nostar. Tras el primer sorbo del amargo caldo, el caballero apartó a un lado la copa; en su opinión, era preferible pasar un poco de sed que beber aquel inmundo brebaje.
Entretanto, Kit soltaba de un manotazo una de sus monedas de Silvanesti sobre el sucio mostrador; pese a la oscuridad que reinaba en la sala, el destello del oro no le pasó desapercibido al cantinero, que se acercó presuroso al extremo del bar donde se hallaban los dos amigos.
—¿Desean algo? —preguntó obsequioso. El hombre llevaba la cabeza rapada y una fina película de sudor recubría el pelado cráneo.
—Información —replicó Kitiara—. Unas cuantas palabras serán suficientes.
—Por ese montón de oro, tendrá toda la información que desee. —El tabernero se puso bajo el brazo la grasienta bayeta y Sturm se preguntó distraídamente qué estaba más mugriento: el paño o la camisa del individuo.
—¿Qué pasa? ¿Por qué se comportan así estas gentes? —inquirió Kit.
—No sienten gran aprecio por los mercenarios. Diez días atrás, por la noche, una partida de hombres a caballo atacó la población, y se llevaron consigo todo cuanto pudieron, incluso mujeres y niños.
—¿Quiénes eran? —se interesó el caballero—. ¿Portaban alguna insignia o estandarte que los identificara?
—No. Aunque algunos dijeron que ni siquiera eran hombres de verdad —respondió el cantinero—. Otros comentaron que tenían la piel oscura y dura, y... —Antes de proseguir, el hombre miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie más escuchaba sus palabras—. Y también hubo quien aseguró ¡que tenían colas!
Sturm iba a formular otra pregunta, pero su compañera se lo impidió con una mirada significativa.
—Tenemos que comprar pasajes para Caergoth —intervino ella—. ¿Habrá alguien en Zaradene que quiera llevarnos?
—Ni idea. Varios sufrieron grandes pérdidas en el asalto, y podrían sentirse inclinados a cortaros el cuello de oreja a oreja, en lugar de llevaros en sus barcos.
Después de aquel comentario, el tabernero regresó a servir su asquerosa mercancía. Sturm recorrió con la mirada el establecimiento.
—No me gusta nada. ¿Jinetes con colas? ¿Qué clase de seres monstruosos serían? —se preguntó en voz baja.
—No des mucho crédito a las habladurías de cualquier tipejo. Conforme te alejas de refugios seguros como Solace, las historias que corren se tornan más desatinadas y extravagantes. —Kit se echó al coleto el desagradable brebaje sin pestañear siquiera—. «Coco Liso» tiene razón en una cosa: no contamos con un solo amigo en esta taberna.
A sus espaldas intervino una voz.
—No estén tan seguros, queridos.
Ambos se volvieron hacia quien había hablado. Su interlocutor era una cabeza más bajo que Kitiara, tenía las facciones marcadamente afiladas y un rostro barbilampiño e infantil: signos característicos de sangre elfa. La imagen de Tanis, tal y como le viera por última vez —con el labio sangrante, la mejilla roja por su bofetada, la mirada perpleja—, pasó fugaz por la mente de Kitiara.