El Micón plegó de nuevo sus sensores y se dio la vuelta. Se oyó un suspiro de alivio general.
El grupo pasó a unos centímetros de la gigantesca criatura y observó que la hormiga arrancaba las capas de un «rocío» cristalizado adheridas a los anaqueles en donde reposaban los huevos. Un fragmento de la transparente incrustación cayó a los pies de Pluvio y el gnomo se agachó a recogerlo; después se lo guardó en una bolsita de seda.
—Para un análisis posterior —aclaró.
La caverna no daba señales de llegar a su fin y, tras haber recorrido unos cien metros, Sturm ordenó que se detuvieran. El lugar en el que el grupo hizo un alto estaba repleto de Micones que iban y venían y que pasaban entre los exploradores sin cuidarse de si les atropellaban o no. Cupelix había ordenado a las hormigas que hicieran caso omiso del grupo, y las criaturas obedecían su orden con su peculiar estilo preciso e inalterable.
—Será mejor que regresemos antes de que nos pisoteen —propuso el caballero mientras esquivaba las patas de un diligente Micón.
Pluvio se apartó del grupo y se acercó al lugar en que las hormigas limpiaban los huevos. Mientras descascarillaban las incrustaciones, ungían y giraban los estólidos huevos, las hormigas los colocaban de forma que la zona inferior se aireara. Algunas de las cáscaras tenían una envoltura áspera a medio pelar y los Micones quitaban con escrupulosidad aquellas capas muertas. Aquellos desechos de cáscaras constituían el material semejante a pergamino que habían encontrado en la primera caverna. Pluvio recogió un puñado de los desechos caídos en el suelo, pero uno de los Micones se revolvió raudo hacia él y apresó el pedazo de pergamino entre sus tenazas.
—¡No! —se negó tozudo el gnomo—. ¡Es mío, tú lo has tirado! —El hombrecillo aferró el fragmento con todas sus fuerzas y estiró, pero ni la flexible envoltura ni la tenaz hormiga cedieron. Pluvio se enfureció; la nube que lo rodeaba de manera constante se espesó y en su interior se produjeron algunos relámpagos.
—Déjalo, Pluvio. Cogeremos muestras de la caverna exterior —dijo Alerón. Pero la implacable resistencia de la hormiga había encolerizado al apacible gnomo. Un ciclón de más de un metro de ancho azotó al Micón y el eco de unos truenos se repetía en la caverna cada vez con más fuerza.
Sturm se metió en la minúscula tempestad del meteorólogo. Para su sorpresa, el chaparrón de agua era caliente.
—¡Pluvio! —llamó, al tiempo que sacudía al gnomo por los hombros—. ¡Suéltalo!
Un rayo, pequeño en comparación con los naturales, pero aun así de un metro y medio de largo, se abatió en el centro justo de la cabeza de la hormiga. La fuerza de la descarga lanzó por los aires, al menos dos metros, a Sturm y a Pluvio. El gnomo aterrizó sobre el caballero, sacudió la cabeza y comprobó con sorpresa que el fragmento de pergamino estaba entre sus dedos.
—¡Lo conseguí! —exclamó alborozado.
—¿Te importaría levantarte? —dijo Sturm, tumbado boca arriba y bastante enfadado. Pluvio, sentado en el estómago del caballero, enrojeció y pegó un brinco.
—¡Observad eso! —gritó Carcoma perplejo. Los gnomos rodearon a la hormiga. La descarga había partido en dos su cabeza con la precisión de un cortador de diamantes. El cuerpo descabezado del Micón se derrumbó; el pesado tórax se hundió en el suelo. Acto seguido, aparecieron otras dos hormigas que cortaron en pedazos la inservible carcasa de su compañera y se los llevaron. Unos minutos después del percance, no quedaba rastro de lo ocurrido.
—Al menos, hemos descubierto que se los puede matar —comentó Bramante.
—¡Y ha sido nuestro Pluvio quien lo ha hecho! —exclamó Remiendos. El meteorólogo se mostró cariacontecido.
—Jamás me había enfurecido así. ¡Lo siento! Mi comportamiento es imperdonable. Ese infeliz esbirro sólo cumplía con su deber, y yo lo maté.
—¡Y de qué manera! —intervino Sturm impresionado—. Recuérdame que no te lleve la contraria, Pluvio.
—Confío en que Cupelix no se enfade —dije apesadumbrado el gnomo.
—No fue a propósito —lo consoló Bramante.
—Dudo que la suerte de una hormiga tenga importancia para él —opinó el caballero—. ¿Regresamos?
La lamparilla se extinguió antes de que alcanzaran la rampa que bajaba a la cámara del magma. Alerón se puso a la cabeza del grupo y los demás formaron una cadena cogiéndose de las manos. Cuando llegaron al nido de Micones, no se acercaron a las crías de hormiga, pero Chispa miró con ansiedad su chaqueta, todavía colgada de las pinzas del Micón. Poco después, se encontraban de vuelta en la caverna principal tapizada de desechos. Los seis Micones que los habían transportado, seguían en el mismo sitio donde los habían dejado, sin moverse ni un centímetro. Sturm y los gnomos se montaron en ellos. Un instante más tarde, las hormigas gigantes recobraban la movilidad y se ponían en marcha.
Los pantalones del pequeño Remiendos
El dragón, con Kitiara aferrada a su cuello, se dejó caer a plomo desde su guarida; un poco antes de llegar al suelo extendió la alas y aterrizó con suavidad. La mujer saltó al suelo y se desembarazó de la capa. Se apresuraba hacia la hendidura de acceso del obelisco cuando aparecieron por los orificios los Micones con Sturm y los gnomos a cuestas.
—¡Ya era hora de que regresarais! —gritó la guerrera, enfurecida—. ¡Aprestaos a la lucha; los lunitarinos nos atacan!
Para confirmar sus palabras, una andanada de venablos de cristal se precipitó a través de la puerta; al chocar contra el suelo se hicieron añicos. Los gnomos, a pesar de su innata curiosidad, retrocedieron ante la lluvia de punzantes esquirlas cristalinas. Entretanto, los lunitarinos ululaban de un modo desenfrenado.
—Quieren cogerte —dijo Cupelix al caballero—. Claman por tu sangre.
—No entrarán, ¿verdad? —musitó Pluvio.
—Los hombres-árbol han enloquecido —fue la respuesta del dragón.
—Entonces, vendrán. —La voz de Sturm carecía de inflexiones—. Será necesario disuadirlos. ¿Nos prestarás algunos de tus Micones? Eso nos daría cierta ventaja.
—No os servirían de mucho. Los Micones no ven a la luz del día. —Un hacha de cristal pasó silbando y se estrelló contra el escamoso vientre del dragón, de donde rebotó sin causar daños, y se rompió al caer al suelo. Cupelix miró indolente los restos del hacha—. Si los lanzo al ataque, existe la posibilidad de que no sólo destrocen a los hombres-árbol sino también a vosotros dos.
—Basta de charla —barbotó Kitiara. La mujer sujetó el escudo en su antebrazo—. Voy a darle un poco de diversión a mi acero.
Sturm se ajustó el cinturón de la espada. No llevaba escudo, pero su cota de malla era más sólida que la de la mujer. Desenfundó el arma y corrió a la puerta.
—¡Kit, espérame! —aulló.
Los hombres-árbol habían escalado la rampa de tierra levantada por los Micones y se valían de su altura para ganar potencia en el lanzamiento de las jabalinas. Kitiara se cubrió con el escudo, en el que se estrellaron un venablo tras otro.
—¡Seguid tirando, malditos! ¡Kitiara Uth Matar os vencerá!
Mientras gritaba, la mujer ascendía por la barricada; el avance era difícil a causa del pronunciado ángulo y de la arena suelta. Sturm, más circunspecto, rodeó el obelisco hasta donde el declive de la rampa no era tan marcado. Alcanzó la cumbre casi al mismo tiempo que Kitiara. Los dos guerreros quedaron separados por cuarenta metros de distancia y unos veinte hombres-árbol.
El caballero debió enfrentarse a los lunitarinos subidos al terraplén y a las lanzas arrojadas desde abajo. Los hombres-árbol ululaban con todas sus fuerzas y no hacía falta mucha imaginación para advertir la cólera que demudaba sus rostros elementales. Kitiara arremetió contra un trío de lunitarinos, que sobrepasaban de forma notoria su propia altura. La mujer les asestó algunos cortes profundos con su espada; sorprendió a uno de ellos con la guardia baja y le cercenó el brazo armado de un tajo. El miembro desgarrado se arrastró por el suelo en busca de su dueño y en su camino se enredó en las piernas de la mujer que se tambaleó y cayó de espaldas en medio de una tumultuosa arremetida de lanzas.
Los hombres-árbol rodearon a la guerrera abatida; desde su posición, Sturm pensó que estaba herida. Con un rugido, el hombre se abalanzó sobre los enemigos; dado que ensartar los troncos no les produciría la muerte porque carecían de corazón, Sturm se centró en las extremidades inferiores. Una hoja de cristal le hizo un corte en la mejilla por el que comenzó a manar sangre, pero él no le prestó atención. El impulso de su arremetida hizo que los lunitarinos rodaran por la muralla de tierra y derribaran a sus compañeros que se hallaban en el suelo.
De repente, Sturm sintió un dolor desgarrador en la parte posterior de la pierna derecha. Al volver la mirada, descubrió que tenía clavada en el muslo una lanza y la sangre que escapaba a borbotones teñía de rojo el ya de por sí bermejo astil del arma. Con un golpe seco de espada, quebró el mango de la lanza y dejó la punta enterrada en la carne. No veía a Kitiara. Bajó la rampa tambaleante, debilitado por el dolor y la pérdida de sangre. Resbaló y rodó el resto del declive hasta detenerse cerca del obelisco. Los vociferantes hombres-árbol se deslizaron por el terraplén tras él, sin dejar de gritar enfurecidos su personal versión del nombre del caballero.
«Se acabó», pensó Sturm. «Es el fin...»
Sin embargo, en contra de lo esperado, las lanzas no cayeron sobre su rostro y cuello desprotegidos. El tumulto de la lucha bramó sobre él, aunque en medio de la contienda imaginó escuchar unos joviales chillidos de satisfacción y victoria. ¿Los gnomos? ¿Cómo se habían aventurado a salir? ¡Los exterminarían!
El ulular de los enloquecidos hombres-árbol fue apagándose. Sturm se esforzó por levantar un poco la cabeza para ver lo que ocurría. Uno de los lunitarinos se erguía en lo alto de la barricada, frente a él, y blandía su espada como si tratara de rechazar el ataque de un enemigo invisible. Un objeto oscuro cruzó veloz el campo de visión de Sturm y se estrelló contra el rostro simple del lunitarino, que desapareció tras la rampa en medio de gritos y risas gnomas.
Alguien le dio la vuelta y le limpió los ojos de la rojiza arena que lo cegaba. Al abrirlos, se encontró con el rostro de Kitiara.
—Creo que acabaste con uno —le dijo ella con voz amable. La mujer tenía arañazos en el rostro y las manos cortadas, pero aparte de eso, parecía ilesa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Sturm con voz débil. Kitiara asintió en silencio y acercó una cantimplora a sus labios; al hombre le pareció que aquel sabor de agua de lluvia era lo más delicioso que había probado en su vida.
—¡Eh, Sturm! ¡Kitiara! ¡Hemos vencido! —Tartajo apareció junto a ellos; el jefe de los gnomos se pasó los pulgares por los tirantes y sacó pecho, con aire de satisfacción—. ¡La Maza De Cadenas Improvisada Con Pantalones, Fase I, ha sido un éxito!
—¿Qué?
—Olvídalo —dijo Kitiara—. Te llevaré adentro. —La mujer lo levantó con la misma facilidad con que él habría cogido a un niño y lo transportó al interior del obelisco.
Los gnomos se felicitaban los unos a los otros y se daban palmadas en la espalda tan rápido y tan fuerte como les era posible. Al cruzar la entrada, Sturm divisó un insólito artilugio: un conjunto vertical de postes y engranajes del que colgaban tres pares de pantalones gnomos cargados con algo pesado; tierra, tal vez. Cupelix se posaba en el pilar más bajo y observaba la escena con atención; al ver que Sturm estaba herido, se ofreció a restañar la lanzada.
—Nada de magia —se negó de forma obstinada el caballero. Sentía la pierna tumefacta; y fría, muy fría. Le dolía. El enorme rostro broncíneo del dragón se cernió hasta casi rozar el del hombre.
—¿Nada de magia aunque tu vida esté en juego? —preguntó con suavidad.
—Nada de magia —insistió Sturm.
Pluvio lo tomó por la barbilla y le metió en la boca una raíz de sabor amargo.
—Mastícalo, por favor —suplicó.
Confiado en el cuidado por completo exento de hechicería de los gnomos, Sturm hizo lo que el meteorólogo le pedía. Enseguida, un profundo letargo se apoderó de su cuerpo.
No se durmió, ya que escuchaba las voces de los gnomos que deliberaban sobre su herida. Luego, oyó más que sintió que le extraían del muslo la punta de la lanza y a continuación la voz del dragón aconsejó el mejor método para cerrar el desgarrón; y ya no sintió nada más.
Más tarde, despertó, tumbado boca abajo. Los gnomos no estaban. Unas punzadas dolorosas le recorrían inclementes la pierna de arriba abajo. Sturm se apoyó en las manos y se incorporó un poco.
—Como digas «¿dónde estoy?» te daré un puñetazo —dijo Kitiara con voz afable.
—¿Qué ha ocurrido?
—Te hirieron —dijo Argos que estaba en cuclillas junto a su cabeza.
—Lo recuerdo bien. ¿Quién rechazó el ataque de los hombres-árbol?
—Ojalá pudiese responder que fui yo —dijo Kitiara.
—Fuimos nosotros. —Tartajo se acercó a ellos. Cupelix refunfuñó algo que Sturm no entendió y el semblante del gnomo se demudó—. Es decir, con la ayuda del dragón —añadió.
—Adaptamos un diseño de maza de guerra gnoma —continuó Alerón, asomado tras el hombro de Argos—. Utilizamos los pantalones de Carcoma, cargados de tierra, como proyectil de prueba; Trinos sugirió que se los arrojáramos a los lunitarinos, pero eso nos limitaba la ofensiva a un solo tiro...
—Así que Bramante y yo cedimos los nuestros —intervino Remiendos, que se había unido al grupo. El pequeño gnomo estaba en calzones, lo que corroboraba sus palabras—. Los cargamos de tierra, los atamos a los brazos de la maza...
—...y usamos el sistema de engranajes para alcanzar y derribar al enemigo subido a la rampa —concluyó Bramante.
—Muy ingenioso —admitió Sturm—. Pero no comprendo que los enfurecidos hombres-árbol huyeran por el simple hecho de recibir unos cuantos golpes con vuestros pantalones rellenos de tierra. ¿Cómo es que no se arrojaron en tromba sobre vosotros?
—Fue obra mía —dijo Cupelix con modestia—. Urdí un hechizo ilusorio sobre los gnomos y su artefacto. Los lunitarinos vieron un inmenso dragón rojo que arrojaba fuego por las fauces y que, con sus terribles garras, los derribaba de la barricada uno tras otro. El efecto físico del golpe, combinado con la vivida alucinación, obtuvo un resultado muy efectivo. Los hombres-árbol han huido.
—Sí, pero ¿qué les impedirá volver a la carga una vez dominado el pánico? —inquirió la guerrera.