Desde aquella distancia, Sturm percibió el oscuro cabello del desconocido empapado por el aguacero y un largo bigote, símbolo inequívoco de los Caballeros de Solamnia.
El corcel del misterioso personaje era ligero y ágil, pero debía de cabalgar desde hacía mucho tiempo, puesto que
Brumbar
le ganó terreno con rapidez, y sólo la casualidad de que se interpusiera un árbol entre ambos impidió que Sturm asiese la flotante capa del jinete.
—¡Esperad! —gritó—. ¡Deteneos, quiero hablar con vos!
El caballo del desconocido hizo un brusco giro a la izquierda, rodeó a Sturm, y luego se detuvo a unos treinta metros.
Brumbar
se frenó con una sacudida. Se había levantado un fuerte viento que aventaba la lluvia en el rostro de Sturm, por lo que el caballero hizo dar media vuelta a su montura. El desconocido lo aguardaba.
—Mi intención no era perseguiros —voceó Sturm—, pero...
Ni siquiera escuchó el estruendo del rayo que se descargó sobre el suelo, entre él y el extraño. Tampoco lo sintió. En un momento, hablaba y al siguiente se hallaba tumbado en la cenagosa hierba, con el aguacero sobre su cara. Sentía las piernas y los brazos temblorosos, pesados como el plomo.
Una oscura silueta surgió junto a él. Por un instante, Sturm sintió miedo. Tumbado, indefenso, era una presa fácil para un ladrón o un asesino.
La figura del desconocido, aún montado en su caballo, se destacó, encumbrada sobre él, en contraste con el cielo grisáceo. Todo lo que Sturm vio, a través de la cegadora lluvia, fue su cabello oscuro, la frente despejada y el largo bigote. La capa cubría sus hombros, anchos y poderosos.
El hombre permaneció inmóvil sobre la silla de montar, en silencio, mirando con fijeza a Sturm que, por fin, logró articular unas palabras.
—¿Quién sois?
El desconocido apartó la capa y dejó al descubierto la empuñadura de una enorme espada. Sturm vislumbró la forma del puño y parte de la filigrana ornamental. Se sobresaltó al darse cuenta de que conocía aquella espada. Era la de su padre.
—Cuídate de Merinsaard —dijo el hombre, con una voz que Sturm no reconoció. Con un denodado esfuerzo, el caballero se incorporó sobre sus rodillas.
—¿Quién sois? —repitió, alargando la mano hacia el extraño; pero, donde tendría que haber asido la pierna del jinete, sus dedos sólo aferraron aire.
Un instante después, caballo y caballero se habían desvanecido sin dejar rastro, en silencio.
Sturm se puso de pie. La lluvia había cesado y el sol empezó a asomar con timidez entre las desgarradas nubes.
Brumbar
se encontraba a unos metros; bebía en un charco. A corta distancia, un pino había quedado reducido a humeantes astillas por la chispa eléctrica.
Sturm enterró el rostro entre las manos. ¿Había visto en realidad lo que creía haber visto? ¿Quién era el fantasmagórico jinete? ¿Quién era Merinsaard? ¿Una persona, un lugar?
Abatido, fatigado, montó a
Brumbar.
El enorme caballo se removió al sentir el peso del hombre y sus anchos cascos chapotearon en el lodo. Sturm miró en derredor. Las únicas huellas impresas en el barro eran las dejadas por
Brumbar.
* * *
Aunque descrito como llano, el país de Solamnia no era plano en su totalidad, como lo eran, por ejemplo, las Praderas de Arena. Existían cordilleras y barrancas, cauces secos de riachuelos y pequeñas arboledas que se alzaban como islotes en medio de la herbosa estepa. Sturm cabalgó hacia el norte, con una marcha tranquila que no requería esfuerzos innecesarios de su montura. Se alimentó con los frutos de los árboles silvestres y calmó la sed en los pozos de los ganaderos.
Poco después, cabalgaba entre pequeñas manadas de ganado, atendidas y vigiladas por campesinos de aspecto rudo, armados con mazas y arcos. No lo perdieron de vista mientras pasó junto a ellos. Un jinete solitario no era un acontecimiento inusual y, con seguridad, lo tomaron por el explorador de una cuadrilla de cuatreros. Además, Sturm lucía bigote y se cubría con un yelmo astado, propio de un Caballero de Solamnia, ambas cosas no contribuían, para ser exactos, a despertar la simpatía de la gente que había derrocado a la Orden. A Sturm, aquello le traía sin cuidado y prosiguió su marcha erguido, orgulloso, exhibiendo de forma ostensible su espada, para demostrar que se hallaba preparado para cualquier contingencia. Todas las noches, ponía especial cuidado en lustrar su yelmo, botas y espada, a fin de que relucieran.
El caballero decidió soslayar el paso por Solanthus. Tras las revueltas, la población la había autoproclamado ciudad libre, sometida únicamente a sus propios Maestros Consistoriales. Sturm sabía de varios caballeros, amigos y compatriotas de su padre, que habían sido hechos prisioneros y más tarde ajusticiados en Solanthus y, aun cuando no tenía inconveniente en proclamar su ascendencia en campo abierto, no veía justificación en entrar en la ciudad para acabar con una soga al cuello.
La campiña que se extendía tras Solanthus descendía en un suave declive hacia el río Vingaard. Era una tierra fecunda. Los terrones que levantaban los cascos herrados de
Brumbar
eran oscuros y fértiles.
El número de cabezas de ganado se incrementó a medida que se aproximaba al río y, durante todo el transcurso del día, condujo a su montura entre hileras de vacas y becerros de pelaje castaño. El calor y el polvo se hicieron tan insoportables, que acabó por despojarse del yelmo y, en su lugar, se cubrió con un pañuelo al estilo del que llevaban los conductores de ganado.
Los rebaños convergían en el vado de Kerdu, un banco somero artificial creado hacía centurias por los Caballeros de Solamnia, otro beneficio olvidado por el vulgo. Eran miles de piedras pequeñas las que se habían arrojado en el lecho del río Vingaard para convertirlo en un paso accesible. Puesto que la corriente del agua arrastraba poco a poco las piedras, generación tras generación de los usuarios del vado debían contribuir con su propia aportación de rocas para mantenerlo en buenas condiciones. Con el paso del tiempo, incluso había surgido una especie de festival anual de invierno, dedicado a la tarea de recoger y arrojar piedras al río.
Poco después, el trasiego del ganado se volvió tan numeroso que Sturm desmontó y llevó a
Brumbar
por la brida. Allí, en las proximidades del río, el bochorno diurno se mitigó con rapidez tras la puesta del sol. El caballero se dirigió hacia la ribera, donde ardían numerosas hogueras de campamentos; los vaqueros habían iniciado los preparativos para pasar la noche.
Al acercarse Sturm a una de las fogatas, media docena de rostros curtidos se volvió para mirarlo. El caballero alzó la mano y pronunció el saludo tradicional de los ganaderos.
—Mis manos están abiertas.
—Toma asiento —respondió el cabecilla, a quien reconoció por el cuerno de becerro tallado que colgaba de su cuello por una correa. Sturm ató las riendas de
Brumbar
a un arbolillo y se reunió con el grupo de hombres.
—Sturm —se presentó a sí mismo, al tiempo que se sentaba.
—Onthar —dijo el jefe de vaqueros. A continuación, le dio los nombres del resto de la partida mientras los señalaba con el dedo.
—Rorin, Frijje, Ostimar y Belingen.
El caballero saludó a todos con una breve inclinación de cabeza.
—¿Quieres compartir nuestra olla? —ofreció Onthar.
Una cazuela negra colgaba sobre el fuego y, por costumbre, cada hombre aportaba algún ingrediente para así participar todos en el guiso que luego compartían, el «estofado del ganadero», una expresión conocida en todo Krynn que significaba «un poco de todo».
Sturm abrió la mochila donde guardaba sus últimas provisiones: una loncha de carne de cerdo salada, dos zanahorias, y un poco de harina de centeno. Se puso en cuclillas junto a la olla y comenzó a trocear el pedazo de carne.
—¿Cómo se presenta la temporada? —preguntó con tono amable.
—Seca. Muy seca —respondió Onthar—. Los pastos de las llanuras bajas escasean.
—Pero no ha habido epidemia, sin embargo —intervino Frijje, un pelirrojo que llevaba el cabello sujeto en dos largas trenzas—. No hemos perdido un solo ternero.
Rorin se apartó un mechón rojizo de cabello que caía sobre sus ojos y comentó, al tiempo que afilaba un hacha de aspecto ominoso.
—Se han visto muchos jinetes. Hombres y goblins, juntos en las mismas cuadrillas.
—También los he visto —dijo Sturm—. Más al sur, en Garnet y Caergoth.
Onthar arqueó una ceja y lo observó con interés.
—No eres de aquí, ¿verdad?
El caballero, que había troceado la carne, hizo lo mismo con las zanahorias antes de responder.
—Nací en Solamnia, aunque me he criado en Solace.
—Tengo entendido que allá abajo hay una buena cabaña porcina. —Ostimar era el que había hablado. Tenía una voz grave y resonante, que no estaba en consonancia con su corta talla y flaca complexión.
—Sí, es cierto.
—¿Hacia dónde te diriges? —quiso saber Onthar.
—Al norte.
—¿Buscas trabajo?
El caballero dejó de cortar un instante. «¿Por qué no?», pensó.
—Si encuentro alguno... —respondió en voz alta.
—¿Has conducido ganado alguna vez?
—No. Pero soy buen jinete.
Ostimar y Belingen resoplaron desdeñosos.
—Hace dos semanas perdimos a un hombre en una incursión de goblins y eso nos dejó con un hueco en la línea de cabeza. Tu cometido sería guiar la marcha de las bestias. Mañana cruzaremos el Vingaard y nos encaminaremos hacia el alcázar —dijo Onthar.
—¿Al alcázar? ¡Pero si está abandonado hace años! —se extrañó Sturm.
—Hay un comprador allí.
—Suena interesante. ¿Cuál es la paga?
—Cuatro monedas de cobre diarias, que recibirás cuando nos dejes.
Sturm sabía que debía regatear, así que efectuó otra proposición.
—No lo haré por menos de ocho monedas.
—¡Ocho! —se escandalizó Frijje—. ¡Un jinete aficionado!
—Cinco —ofreció Onthar.
Sturm sacudió la calabaza en la que guardaba la harina, a fin de deshacer los grumos.
—¿Seis? —preguntó luego.
El jefe de vaqueros esbozó una sonrisa que reveló la falta de algunos dientes.
—Bien. Que sean seis. No eches mucha harina. Preparamos un estofado, no pan.
El caballero añadió un puñado de centeno gris y removió la mezcla. Rorin le proporcionó una escudilla de cobre y una cuchara. Cuando el guiso estuvo listo, los hombres lo engulleron deprisa, sin decir una palabra. Después se pasaron un odre de unos a otros. Cuando le llegó el turno, Sturm dio un buen trago. Casi se quedó sin respiración. El odre contenía una abrasadora sidra fermentada. Se la tragó y pasó el pellejo al que tenía al lado.
—¿Quién comprará el ganado en el alcázar? —preguntó después de comer.
—No lo sé —admitió Onthar—. Durante semanas, los hombres han regresado del alcázar de Vingaard con la historia de que allí hay un comprador que paga con oro si las bestias son buenas. Por consiguiente, allí nos dirigimos.
El fuego de la hoguera se consumió. Frijje sacó de un bolsillo una flauta tosca, cortada de un simple trozo de madera, y comenzó a tocar unas notas aisladas, rítmicas. Los hombres se acurrucaron bajo las mantas y se dispusieron a dormir. Sturm se acercó a
Brumbar,
lo desensilló y lo cepilló. Después, lo condujo hasta el río y, una vez que el caballo sació la sed, lo llevó de regreso al arbolillo donde lo ató de nuevo. Concluida la tarea, se preparó un lecho con las mantas y la silla de montar.
El cielo estaba despejado. La luna plateada asomaba por el horizonte meridional, en tanto que Lunitari casi había alcanzado su cénit. Sturm contempló absorto el distante orbe rojo.
¿Había hollado en realidad su suelo púrpura? ¿Se había enfrentado de verdad a unos hombres-árbol, había contemplado, y cabalgado, unas hormigas gigantes, había liberado a un dragón parlante de un obelisco de mármol rojizo? Aquí, en Krynn, rodeado por aquellos sencillos y abiertos vaqueros, tales recuerdos le parecían una pesadilla demencial, fantasías producidas por una fiebre delirante, que ahora se desvanecían ante las preocupaciones rutinarias de la vida.
El joven caballero se quedó dormido y soñó que galopaba por Solace; perseguía a un hombre con capa que portaba la espada de su padre. No alcanzó al desconocido. Los vallenwoods estaban bañados de un resplandor rojizo. En el aire frío, resonó el eco de una risa de mujer.
El vado de Kerdu
No había amanecido todavía cuando a Sturm lo despertaron zarandeándolo con brusquedad por un brazo. El caballero se incorporó y miró a su alrededor. A todo lo largo de la ribera sur del río, los vaqueros se afanaban por recoger sus escasas pertenencias y las cargaban sobre sus monturas. Se aprestaban para la dura marcha de una nueva jornada.
Sturm apenas tuvo tiempo de beber una taza de agua, ya que Frijje, al pasar junto a él, le dio un empellón, al tiempo que le indicaba que montara en su caballo.
Belingen se acercó al galope y le entregó una ligera pértiga de madera, rematada en una punta de bronce con forma de hoja. Esta sería su garrocha, con ella hostigaría a las reses rebeldes que trataran de apartarse de la manada y las obligaría a reincorporarse al hato.
—Y ¡ay de ti, si les cortas la piel! —exclamó Belingen—. Onthar se jacta de que su ganado no tiene ni una cicatriz.
Tras esta advertencia, el vaquero levantó la cabeza con aire arrogante y se alejó tras espolear a su caballo.
Las reses, más de novecientas cabezas, percibieron la actividad y se removieron inquietas entre los jinetes, que las mantuvieron agrupadas a duras penas. Otras dos manadas se habían adelantado a la de Onthar, y el grupo esperó a que les llegara el momento de marchar, mientras los dos hatos precedentes vadeaban el río. El vado de Kerdu se extendía más de ochocientos metros de orilla a orilla y tenía unos cuatrocientos de ancho, pero las márgenes acababan en un declive abrupto que se hundía en aguas profundas a ambos lados. Ostimar previno a Sturm de que no se saliera del lecho de piedras.
—He visto a muchos hombres y caballos caer al agua, pero no salir. Todo cuanto quedó de ellos fueron las garrochas y los pañuelos flotando en el río.
—Lo tendré en cuenta —respondió.
La manada adoptó una formación en óvalo. Sturm se ajustó la pica bajo el brazo izquierdo; la longitud de la garrocha alcanzaba casi dos metros y medio; el caballero podía tocar el suelo con la punta sin dificultad, aun sobre la elevada grupa de
Brumbar.
De hecho, su propia estatura, unida a la alzada del enorme caballo, lo convertía en el jinete más alto de toda la cuadrilla. En consecuencia, disfrutaba de un amplio campo de visión que llegaba más allá del apiñado hato de reses y sus polvorientos pelajes y largos cuernos, en su incesante agitación aun cuando todavía no habían iniciado la marcha.