—¡Vaya! ¡Es una muchacha! —gruñó sorprendido.
En efecto, se trataba de una joven de quince o dieciséis años. El rubio cabello estaba sucio y pringoso y su rostro embarrado con la pintura de la máscara.
—¡Pfiuu! —exclamó Rorin—. ¡Apesta!
Aquél era un detalle que había pasado desapercibido a Sturm ya que el olor propio de los vaqueros era lo bastante penetrante para encubrir cualquier otro.
—Córtale el cuello y déjala en medio de la estepa como advertencia a sus compinches —propuso Belingen—. Así aprenderán a no robar más ganado de Onthar.
—¡No! —Sturm se interpuso entre la inconsciente muchacha y sus compañeros.
—¡Es una ladrona! —protestó Ostimar.
—Está desarmada e indefensa —repuso con firmeza el caballero.
Onthar, tras unos instantes de reflexión, se mostró de acuerdo con Sturm.
—Tienes razón. Además, puede que viva nos sea más útil.
—¿Cómo? —inquirió Rorin.
—De rehén. Quizás así, el resto de su banda se mantenga alejado.
—¿Para qué tomarse tantas molestias? —gruñó Belingen—. Sugiero que la matemos y acabemos con el problema de una vez.
—No eres tú quien debe decidirlo —se opuso Onthar—. Sturm la capturó y, por lo tanto, le pertenece. Hará con ella lo que quiera.
El caballero se ruborizó al escuchar las risitas sarcásticas de Rorin y Frijje. No obstante, su voz fue firme al responder.
—Seguiré tu consejo, Onthar. La guardaré como rehén.
El capataz asintió con un breve cabeceo.
—Entonces, es tu problema —dijo—. Serás responsable de sus actos. Y lo que coma, también saldrá de tu paga.
Sturm, que ya se esperaba algo así, aceptó.
—De acuerdo.
En aquel momento, la joven exhaló un tenue gemido. Rorin la asió por los fondillos de los zahones de cuero y la bajó de la grupa de
Brumbar.
Luego la sujetó por la nuca. La muchacha sacudió la cabeza y abrió los ojos.
—¡Ma'troya! —
gritó, al ver a sus captores. Trató de correr, pero Rorin la levantó en el aire. La muchacha le pateó las espinillas y el hombre la arrojó con violencia al suelo. La chica se revolvió y de la cintura extrajo un pequeño puñal de doble filo. Sturm cerró su fuerte mano sobre la de ella y la obligó a soltarlo.
—¡Ma'troya! —
repitió en tono desesperado.
—¿Qué lengua habla? —quiso saber el caballero.
—Es un dialecto del este —aclaró Onthar—. Pero apostaría que nos entiende a la perfección. ¿No es así, mocosa? —Las azules pupilas de la muchacha centellearon—. Sí, ya veo que sí.
Sturm la levantó del suelo con gentileza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz reposada.
—Tervy. —La curiosa pronunciación de la joven hizo que el nombre sonara «Cher-vii».
—Muy bien, Tervy. Creo que vas a estar más tiempo con la manada de lo que habías previsto.
—¡Tú me matas ahora!
—No. No lo haré —respondió adusto Sturm.
—Ellos quieren matar —jadeó la muchacha, al tiempo que dirigía una fugaz ojeada a los vaqueros.
—Tranquilízate. Nadie te hará daño si me obedeces.
Onthar arrancó la flecha clavada en la túnica de Sturm y se la entregó al joven caballero.
—Toma. Guárdala de recuerdo.
Tervy observó con curiosidad la flecha y luego volvió los ojos a Sturm.
—Yo te disparé, pero no sangras, no mueres. ¿Por qué?
Él abrió la túnica y le mostró la armadura. Vacilante, la joven alargó su mugrienta mano y tocó la malla.
—Piel de hierro —musitó perpleja.
—Sí, piel de hierro. Detiene las flechas y también muchas espadas. Te he capturado y permanecerás conmigo. Si te portas bien, te alimentaré y cuidaré de ti. En caso contrario, te ataré los pies como a un poni rebelde y te obligaré a caminar tras la manada.
—Te obedeceré, Piel de Hierro.
Así fue como Sturm se encontró, de improviso, con un prisionero, un rehén, un sirviente... y un apodo.
Desde aquel momento, los vaqueros lo llamaron por ese nombre.
Jervy y Piel de Hierro
Cuando los hombres regresaron al campamento tras expulsar a los cuatreros, la cena se había enfriado. Las sombras de la noche se enseñoreaban de la pradera y estaba demasiado oscuro para ir a buscar leña para la hoguera; Onthar ordenó a Frijje que recogiera estiércol de las vacas.
—¡Puaj! —refunfuñó—. Es un trabajo asqueroso. ¡Ya sé! Di a la chica que lo haga ella —sugirió a Sturm.
—Bueno, no creo que se ensucie mucho más de lo que está —admitió el caballero—. Iré con ella.
Tervy no dio señales de desagrado cuando Sturm le explicó lo que debía hacer. La joven se abrió paso entre las reses y apartó a empujones a las mugientes vacas. Llenó un pañuelo grande con unas cuantas boñigas que estaban lo bastante secas para arder y volvió sobre sus pasos. Se las mostró a Sturm.
—¿Bastante? —preguntó.
—Sí, es suficiente. Llévaselas a Frijje.
Removieron las ascuas y el fuego ardió otra vez. Cuando el estofado estuvo caliente, se repartió en las escudillas. Tervy observaba expectante, sin dejar de relamerse. Sturm pidió otro plato para la muchacha.
—No hay —replicó Ostimar con aspereza—. No para una escoria cuatrera.
Sturm sólo comió un tercio de su ración y le dio el resto a Tervy. Ella se lo tragó con voracidad; se metía a puñados el guiso con sus churretosos dedos. Hasta Rorin, el más sucio de los hombres de la cuadrilla, torció el gesto con desagrado.
—¿No debería quedar alguien de guardia, en caso de que regresen los cuatreros? —preguntó Sturm cuando llegó la hora de acostarse.
—Esos no vuelven —aseveró Onthar.
—¿Qué me dices de otra banda?
—Nadie atacará ahora —gruñó Rorin, en tanto se arrebujaba entre las mantas.
—¿Por qué no?
—Porque no se mueven durante la noche —explicó Ostimar—. Los lobos acechan en la oscuridad. —El hombre se arropó con su manta de crin y tiró del pañuelo hasta cubrirse con él los ojos.
¿Lobos? Desconcertado, Sturm se dijo que a sus compañeros no les preocupaba la proximidad de aquellas fieras. Preguntó el motivo a Frijje, que todavía permanecía despierto.
—Onthar posee un amuleto contra ellos. En los últimos tres años, no ha perdido una sola res a causa de lobos. Buenas noches —deseó el vaquero, presto a dormir.
Al poco rato, del círculo humano formado en torno a la hoguera, se alzó un coro de suaves ronquidos y resoplidos. Sturm se volvió hacia Tervy, que permanecía sentada con la barbilla apoyada sobre las rodillas y la vista clavada en la agonizante hoguera.
—¿Tendré que atarte, o te portarás bien?
—Yo no escapo. Ahí fuera, está
tyinsk.
Lobo.
Sturm le sonrió.
—¿Qué edad tienes, Tervy?
—¿Cómo?
—¿Cuántos años has vivido?
Ella lo miró desconcertada, con el ceño fruncido. Sturm formuló la pregunta de forma más simple.
—¿Cuándo naciste?
—Bebés no saben cuándo nacen —respondió sorprendida.
Sturm renunció. Quizá su gente era demasiado primitiva para contar el paso de los años. O, tal vez, no lo consideraba importante. Con seguridad, eran muy pocos los que llegaban a la madurez.
—¿Tienes familia? ¿Madre? ¿Hermanos o hermanas?
—Sólo tío. Muerto, ahí. Tú cortaste de aquí a aquí —dijo, al tiempo que se pasaba con intención el dedo por la garganta. Sturm sintió una punzada de remordimiento.
—Lo siento. No lo sabía.
Ella se encogió de hombros, con aire indiferente. El caballero extendió su manta y se acostó, con los pies cerca de la fogata.
—No te preocupes, Tervy; cuidaré de ti. Tu bienestar es responsabilidad mía.
«¿Durante cuánto tiempo?», se preguntó Sturm.
El hombre reclinó la cabeza sobre el brazo y se dispuso a dormir. Horas después, el aullido de un lobo lo sacó de su sueño tranquilo. Trató de incorporarse, pero se encontró con que un peso se lo impedía. Era Tervy. La muchacha se había encaramado sobre él y se había dormido acurrucada, con los brazos en torno al caballero.
Sturm hizo ademán de apartarla a un lado, pero ella se resistió entre sueños.
—Si amuleto falla, lobos vienen. Si quieren cogerte, tendrán que coger a mí primero. Yo protejo.
Sturm no pudo menos que sonreír, aunque, en voz baja, le ordenó que obedeciera.
—Sé cuidar de mí mismo —la tranquilizó.
Tervy se hizo un ovillo en el borde de la manta y no tardó en quedarse dormida otra vez.
* * *
La joven pasó más de media mañana al lado de Sturm y
Brumbar,
ya que insistió en seguirlo a pie a pesar de que el caballero se ofreció a montarla en el caballo. Sin embargo, cuando el calor del sol de mediodía se dejó sentir, Tervy se doblegó y aceptó subirse a la grupa de
Brumbar.
—¡Este, caballo más grande del mundo! —afirmó la muchacha con admiración.
—No, no tanto —respondió el caballero, entre risas.
La conclusión de la joven era comprensible, dado que
Brumbar
era mucho más alto y el doble de corpulento que cualquier poni de las praderas.
El sol había alcanzado su cénit, cuando la manada olfateó el estanque Brantha, llamado así porque lo había construido Brantha de Kallimar, otro Caballero de Solamnia, ciento cincuenta años atrás. La laguna formaba un círculo perfecto y las orillas, distantes entre sí unos doscientos metros, habían sido pavimentadas con bloques de granito procedentes de las montañas de Vingaard.
Las sedientas reses aceleraron la marcha. Los hombres que iban a la cabeza se las vieron y se las desearon para contenerlas e impedir que se produjera una peligrosa estampida. En un primer momento, a Sturm lo desconcertó la reacción del ganado, pero Tervy venteó el aire y le informó que percibía el olor del agua.
Una hora más tarde, el disco azul plateado del estanque Brantha se vislumbró en lontananza. Otra manada, más numerosa que la de Onthar, se alejaba de la laguna, y los caballos, carretas, carromatos y sus ocupantes, se desperdigaban en torno a las márgenes del estanque.
Sturm sintió crecer su interés, estimulado por el inminente encuentro con otra gente. Sus compañeros eran buenas personas (en fin, también estaba Belingen), pero eran taciturnos y de conversación limitada. De hecho, comprendió sorprendido que empezaba a echar en falta la entretenida cháchara de los gnomos.
Los otros viajeros se alejaron de la orilla del estanque al advertir la proximidad de la mugiente manada de Onthar. El ganado rompió filas y rodeó la laguna; en instantes, la verde superficie del agua se llenó de sonrosados hocicos. Sturm retuvo con firmeza a
Brumbar
por las riendas. De improviso, Tervy pasó la pierna por encima de la grupa, desmontó de un salto, y corrió hacia la charca.
—¡Eh! ¿Qué haces? —llamó Sturm a voces.
Allí mismo, ante el desconcertado caballero, la muchacha se desprendió de todas sus ropas. Luego saltó sobre el lomo de una vaca, se puso de pie y caminó por encima de otras dos reses. Un instante después, se zambullía en las verdes aguas. Sturm espoleó a
Brumbar
y se aproximó a la pavimentada orilla. Divisó a la muchacha, que nadaba con brazadas cortas y seguras, cuando llegaba al centro del estanque y desaparecía. Sturm oteó inquieto la tersa superficie. Ni una burbuja, ninguna onda, excepto las creadas por el ganado que abrevaba. De repente, Tervy emergió a menos de tres metros del preocupado Sturm; su repentina aparición ahuyentó a las reses que bebían en aquella zona.
—Dame mano —le dijo. Él se agachó y la ayudó a salir del agua—. Ahora no apesto, ¿eh?
—No tanto —admitió el hombre, al tiempo que le entregaba sus ropas y disimulaba su turbación—. ¿Te echaste al agua por lo que dijeron de tu olor?
—No importa si dicen ellos —respondió Tervy mientras señalaba con la barbilla a los hombres de Onthar—. Pero no quiero que Piel de Hierro me huela mal.
A Sturm le conmovió el gesto de la muchacha. Sin más, hizo volver grupas a
Brumbar
y lo condujo fuera de la congestionada orilla del estanque. Ató su caballo junto a los ponis de Onthar. Los vaqueros se habían sentado en el suelo y comían todo cuanto sacaban de las bolsas de avituallamiento.
Tervy también tenía hambre y, en un momento de descuido, escamoteó un pedacito de tasajo de la bolsa de Belingen. Al descubrir su maniobra, el vaquero la abofeteó con brutalidad, aunque la joven se revolvió y le metió un dedo en el ojo. Belingen bramó enfurecido y buscó a tientas su cuchillo de despellejar.
—Suelta eso. —La voz de Sturm era firme. Al levantar la vista, el vaquero se encontró con ochenta centímetros de acero templado frente a su rostro.
—¡Esa salvaje casi me saca un ojo! —barbotó encolerizado.
—Tú le propinaste una buena bofetada. Con eso, debería bastarte... ¿o es que sólo te enfrentas a jovencitas?
Sin aguardar respuesta, Sturm giró sobre sus talones y se encaminó hacia la caravana de carros, con intención de procurarse algunas provisiones. Lo salpicaron las gotitas de agua que se desprendían del húmedo cabello de Tervy. La cola de caballo de la muchacha brincaba rítmicamente, con el trote de su marcha al mantener el paso de Sturm.
—¿Piel de Hierro compra de verdad comida con dinero? —Su tono era incrédulo.
—Por supuesto. No robo.
—¿Tienes mucho dinero?
—No mucho. No soy rico.
—Eso imagino. Hombres ricos, siempre roban —declaró, muy seria.
La franqueza de su sentencia arrancó una sonrisa a Sturm. No sin cierta sorpresa, el hombre cayó en la cuenta de que en los últimos tiempos sonreía muy a menudo.
El caballero encontró a un grupo de personas procedentes de Abanasinia que viajaban a Palanthas. Además del guía contratado, los acompañaba un mercenario, una adivina, y un anciano curtidor y su aprendiz. Intercambió noticias de Solace con los viajeros durante un rato y, cuando se marchó, llevaba consigo unas manzanas secas cortadas en rodajas y ensartadas en una cuerda, unas pasas prensadas, y un pollo ahumado. Tan delicadas viandas le costaron veinte monedas de cobre, que sacó de la bolsa que le diera el Caballero de la Rosa; una cantidad que excedía en mucho su paga completa como conductor de ganado.
Tervy bailoteó y brincó en torno a Sturm, ansiosa por echar mano a la comida. No se interesó por la manzanas; en cambio, devoró casi todo el pollo, incluidos algunos de los huesecillos más pequeños. El caballero desanudó el envoltorio de tela de estopa que guardaba las pasas.