En el recinto no se habían dispuesto sillas para el ganadero y sus hombres. El vulgo jamás se sentaba en presencia de un gran señor.
—Me complace que eligieras conducir tu excelente ganado hasta aquí —afirmó el señor de Bayarn—. Hace semanas que se agotó nuestro último suministro de carne fresca. ¿Cuántas cabezas traes?
—Novecientas, más o menos. Seiscientos bueyes, doscientas vacas, y cien becerros añojos. Nos llevaremos los toros sementales. —Onthar cruzó los brazos, sin manifestar nerviosismo.
Merinsaard tomó un libro y lo abrió; luego, con una afilada plumilla, hizo unas anotaciones.
—¿Cuánto pides por ellos, maese Onthar? —preguntó después.
—Doce monedas de cobre por becerro, quince por buey, y una pieza de plata por vaca —respondió con voz firme.
—Un precio alto, pero justo si se considera la calidad de las bestias que hay en el patio.
Onthar sonrió satisfecho. Merinsaard chasqueó los dedos y otros dos guardias entraron por una puerta situada a su espalda. Los soldados acarreaban un cofre que dejaron en el suelo.
—Ahí tienes tu pago —señaló el señor de Bayarn.
Onthar alargó las manos, sin el menor temblor, a pesar de la excitación que sentía. ¡Aquello representaba una fortuna! Su familia celebraría durante días su regreso con tan fantástico beneficio. Levantó la tapa del cofre y la echó atrás. Los goznes gimieron.
—¿Qué significa esto? —exclamó el ganadero.
El cofre estaba vacío. Sturm desenvainó la espada con presteza.
—¡Prendedlos! —gritó Merinsaard. Por las dos puertas irrumpieron en avalancha los soldados.
—¡Traición! ¡Emboscada! —los vaqueros se dispersaron. Sturm atrajo hacia sí a Tervy.
—¡Quédate a mi espalda! —le ordenó.
Uno de los soldados acometió con su alabarda al caballero, pero éste desvió la afilada punta con su acero. Los vaqueros, armados tan sólo con sus endebles garrochas, no tardaron en ser dominados por los soldados.
—¡Piel de Hierro! —gritó Tervy— ¡A tu espalda!
Sturm se revolvió justo a tiempo para esquivar la mortífera embestida de otra lanza. Su contraataque alcanzó de lleno a su oponente, bajo el peto de la armadura. El hombre se desplomó; sangraba con profusión. Tervy volteó el cuerpo derribado y se apoderó de una pequeña hacha que llevaba sujeta al cinturón.
—¡Jeiaa, tirima! —
aulló la muchacha.
—¡Tervy, no!
La advertencia del caballero llegó tarde. La joven se abrió paso a empujones entre los hombres enzarzados en la contienda y subió de un salto a la dorada mesa del cabecilla. «¡Por Paladine, qué valiente es la muchacha!», pensó admirado Sturm. Merinsaard se levantó de la mesa y dio un paso atrás; después se puso el yelmo y elevó las manos sobre la cabeza. El caballero gritó a Tervy que se alejara, pero la muchacha no le obedeció, sino que blandió el hacha y se la arrojó al señor de Bayarn.
La débil arma golpeó el peto de la armadura y salió rebotada. El pabellón retumbó con el estampido mágico de un hechizo invocado por Merinsaard. El aire se tomó sólido alrededor de Sturm, su espada se convirtió de pronto en un objeto demasiado pesado, inmanejable. Entonces, con un único y silente fogonazo, lo deslumbró una cegadora luz blanca. Las piernas le fallaron y cayó de rodillas. Alguien le arrebató su espada; los soldados enemigos se echaron sobre él y lo inmovilizaron contra el suelo ricamente alfombrado.
* * *
Se escuchó un gemido quejumbroso.
Sturm levantó los párpados y descubrió que no veía nada en absoluto. Ningún vendaje le cubría los ojos; por lo tanto, supuso que el efecto deslumbrante del hechizo aún no había desaparecido.
—¡Oh, estoy ciego! —gimió una voz.
—Silencio —ordenó el caballero—. Callaos todos. ¡Quién está aquí!
—Yo, Onthar —respondió el capataz.
—Y yo, Frijje.
—Yo también. —Al preguntar irritado Sturm quién era «yo», una voz apocada aclaró—. Ostimar.
Al parecer se encontraban todos allí, excepto Tervy. Los hombres estaban sentados en círculo, con las manos a la espalda, atadas a unos sólidos postes de madera.
—La chica golpeó al cabecilla con el hacha —dijo Frijje.
—¿De veras? —La voz de Rorin denotaba sorpresa.
—Sí, justo en el esternón. Pero la armadura ni siquiera se arañó.
—Callad —ordenó de nuevo el caballero—. El efecto del conjuro se está desvaneciendo. Puedo verme las piernas.
Al cabo de unos minutos, todos habían recobrado la vista. Onthar les pidió disculpas, en su modo torpe y brusco, por haberlos metido en aquel atolladero.
—No te mortifiques —respondió Sturm—. Ésta no ha de ser la primera manada que Merinsaard ha atraído al alcázar con el señuelo de esos rumores sobre un acaudalado comprador.
—¿Para qué necesita tanto ganado? —preguntó Frijje—. No cuenta con más de doscientos hombres.
—No es un simple ladrón de ganado —afirmó Sturm con convicción—. Si no me equivoco, prepara avituallamiento para un ejército mucho más numeroso.
—¿Qué ejército? —ahora, el sorprendido fue Onthar.
—Bueno, creo que...
El caballero no acabó la frase. La lona de la tienda se levantó, y dio paso al señor de Bayarn. Su rostro se ocultaba bajo el aterrador yelmo. Su imponente presencia surtió el efecto deseado.
—¡Por favor, no nos mate! —gimoteó Belingen—. ¡Somos gente pobre! ¡No obtendrá rescate por nosotros!
—¡Silencio! —atronó la voz del cabecilla. La máscara del yelmo giró en círculo y estudió con atención a un hombre tras otro.
—¿Quién de vosotros es el que la muchacha llama Piel de Hierro?
Todos guardaron silencio. Merinsaard extrajo una daga del cinturón y se golpeó la palma de la mano con la parte plana de la hoja. Recorrió con lentitud el círculo hasta detenerse frente a Belingen. Apuntó con la daga al vaquero.
—Existe un sencillo método para averiguar quién de vosotros lleva cota. —Su voz sonó amenazadora—. Probaré a enterrar mi puñal en vuestros asquerosos cuerpos, uno tras otro. —Merinsaard apoyó la afilada punta en el pecho de Belingen.
—¡No! ¡No lo haga! ¡Hablaré! —aulló el vaquero.
—¡Cierra el pico, estúpido! —le increpó Onthar. El señor de Bayarn se volvió hacia el capataz y le golpeó la cabeza con el pomo de la daga. Onthar se desplomó con pesadez, inconsciente.
—El próximo que diga una palabra, morirá —advirtió el cabecilla—. Excepto tú, amigo mío —añadió y clavó las pupilas en Belingen, que esbozó una obsequiosa sonrisa.
—Es ése —señaló con la barbilla—. El del bigote.
Sturm no movió un músculo y siguió mirando impertérrito al suelo. Las altas botas ajustadas de Merinsaard entraron en su campo de visión. El cabecilla llamó a sus soldados y un pelotón de alabarderos entró en la tienda. Cortaron las ataduras que inmovilizaban al caballero y lo pusieron de pie.
—Ese hombre, también —ordenó Merinsaard y señaló a Belingen.
Los guardias condujeron a los prisioneros por el patio.
—¿Y Tervy? —preguntó al fin Sturm.
—Ilesa. No le he causado daño alguno.
—Mátala, mi señor; no es más que una vulgar ladronzuela —intervino Belingen. El caballero le dirigió una colérica mirada.
Merinsaard, sin molestarse siquiera en mirar al vaquero, replicó con sequedad.
—Es sagaz y valiente; algo que no se puede decir de ti.
Entraron por el lado posterior de la estancia en donde había tenido lugar la reyerta. Tervy estaba sentada en la alfombra, junto a la mesa. Al ver a Sturm, se puso de pie de un salto. Un tintineo metálico reveló las cadenas que ataban a la muchacha a una de las patas del mueble.
—¡Piel de Hierro! ¡Sabía que vendrías en mi busca! —exclamó.
—No, jovencita. No es tan sencillo —dijo Merinsaard.
Los guardias entraron a empujones a los dos prisioneros y los obligaron a arrodillarse frente a la mesa; se quedaron tras ellos, apuntando con las armas. El señor de Bayarn tomó asiento, se desprendió del yelmo y prosiguió.
—Existe un pequeño problema. Entre un grupo de bastos vaqueros, me he encontrado con un joven arrojado, un guerrero que maneja espada, viste cota de malla y monta un caballo de guerra de las cuadras de Garnet. Y pregunto, ¿por qué un hombre así cuida ganado?
—Es un modo de ganarse la vida —respondió hosco Sturm.
—Sé quién es, mi señor —manifestó Belingen.
Merinsaard reclinó los codos en la mesa y se adelantó.
—¿Y bien?
—Se llama Sturm Brightblade y es un caballero.
El señor de Bayarn permaneció impasible, sin pestañear.
—¿Cómo lo sabes?
—Se lo oí decir y me sonó familiar. Luego recordé que, cuando aún era un muchacho, tomé parte en el saqueo del castillo de su padre.
—¿Qué hiciste? —Sturm se incorporó de un salto.
Uno de los guardias lo golpeó en las corbas y el caballero se desplomó sobre la alfombra.
—Ya veo. ¿Tienes algo más que decirme? —prosiguió Merinsaard.
—Sí. Busca a su padre, pero no lo encontrará, porque ha muerto. Yo era uno de los que irrumpieron en la torre interior. Prendimos fuego al edificio. Todos los caballeros se arrojaron desde las almenas para no perecer abrasados. —El rostro de Sturm se demudó. Belingen sonrió burlón—. Les causaba miedo un pequeño fuego.
—Gracias, eh... ¿cómo te llamas?
—Belingen, mi señor. Tu más devoto siervo.
—Sí, sí. —Merinsaard hizo un breve gesto con la cabeza y el soldado que estaba a la espalda del vaquero levantó su alabarda. La afilada hoja descendió y la cabeza del sorprendido Belingen rodó por el suelo. Se detuvo a los pies de Tervy, que barbotó, al tiempo que la apartaba de un puntapié.
—¡Chu'yest! —
Su insulto no precisó de intérprete.
Sturm contempló los despojos con una mezcla de pesar y repulsión. Belingen había sido un necio despreciable, pero tal vez disponía de alguna otra información sobre su padre.
—Sacad de aquí esa basura —ordenó el señor de Bayarn.
Dos soldados cogieron el cuerpo por los tobillos y se lo llevaron a rastras.
—Un hombre al que se persuade con tanta facilidad para que traicione a sus camaradas no es útil para nadie —sentenció el cabecilla. Luego, se puso de pie—. ¿Así que eres Sturm Brightblade, de la casa de los Brightblade?
—Lo soy —respondió desafiante.
Merinsaard gesticuló una vez más. Uno de los soldados trajo un escabel para que Sturm se sentara. Después, los soldados salieron del pabellón y dejaron al caballero y a Tervy a solas con su señor.
—Me complacería muchísimo que te unieras a mi séquito —comenzó Merinsaard—. Un guerrero joven y experimentado como tú me sería de gran utilidad. Mucha de la escoria que está a mi servicio no es mejor que ese necio a quien he reducido la estatura en una cabeza. —El hombre enlazó las manos sobre el musculoso estómago y clavó su mirada en las pupilas de Sturm—. En muy poco tiempo, estarías al mando de unas tropas selectas, escogidas entre los mejores; caballería e infantería. ¿Qué te parece mi proposición?
La sangre aún humedecía el suelo; por lo tanto, Sturm meditó con cuidado su respuesta.
—Jamás he trabajado como mercenario —dijo de manera evasiva. Luego, señaló a Tervy—. ¿Dejarás libre a la muchacha?
—Si se comporta bien, ¿por qué no? —Merinsaard abandonó una llave sobre la mesa. El caballero la recogió y soltó el grillete que aprisionaba el delicado tobillo de Tervy.
—Antes de comprometerme, ¿puedo formular una pregunta? —inquirió Sturm. El señor de Bayarn inclinó la cabeza de modo afirmativo—. ¿En este ejército, ante quién responderé de mis actos?
—Ante mí, y ningún otro.
—¿Y ante quién respondes tú?
—¡Soy el señor supremo! —respondió con voz atronadora.
Sturm miró de soslayo a Tervy. La cadena estaba junto a su pie y la muchacha había posado la mano sobre el grillete forjado de un modo burdo.
—No te creo —dijo el caballero con voz tranquila.
Merinsaard se puso de pie como impulsado por un resorte.
—¿Dudas de mis palabras? —atronó.
—Los comandantes supremos no permanecen sentados en fortificaciones ruinosas y solitarias, ni confiscan ganado como vulgares saqueadores.
La pálida faz del guerrero se tornó púrpura por la ira. Sturm temió haber ido demasiado lejos. Quizá las próximas palabras de Merinsaard fueran para ordenar su muerte y la de Tervy. Pero no; el encendido color abandonó poco a poco el rostro de su adversario, quien volvió a sentarse.
—Eres muy perspicaz para ser tan joven —dijo Merinsaard por último—. Me ha sido encomendada la tarea de abastecer de comida y armas a un gran ejército que invadirá las regiones septentrionales de Ansalon muy pronto. Se trata de una labor en la que he puesto todo mi empeño. En lo que se refiere a mi señora... —Hizo una pausa, consciente de la importancia de la información que se disponía a revelar—. Ha delegado en mí el gobierno de todos los asuntos mundanos.
—Bien. Entiendo. —«¿Y ahora, qué?», se preguntó Sturm—. ¿Cuáles serían las condiciones de mi trabajo?
—¿Condiciones? No te ofreceré un contrato, si a eso te refieres. Pero oye, maese Brightblade: únete a nosotros y toda suerte de poder y gloria será tuya. Darás órdenes y conquistarás tierras. Entre los hombres, serás como un rey.
Sturm se volvió hacia Tervy, que a su vez giró el rostro hacia él, y lo apartó del señor de la guerra. Sus ojos se encontraron. La muchacha hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible.
Merinsaard aguardaba impaciente.
—Esta es mi respuesta... —El señor de Bayarn se inclinó hacia adelante, expectante—. ¡Ahora!
Tervy dio un salto y tiró con todas sus fuerzas de la cadena. La pata de la mesa cedió y el pesado tablero cayó sobre las piernas de Merinsaard. Sturm se arrojó sobre el cabecilla y lo derribó, al tiempo que le sujetaba las manos.
Esta vez no le daría la oportunidad de realizar ningún encantamiento cegador.
Entretanto, Tervy había recogido el brillante yelmo y se había situado junto a los forcejeantes adversarios. En el momento oportuno, golpeó con fuerza la cabeza de Merinsaard con el yelmo. El hombre soltó un alarido y quedó inmóvil bajo las crispadas manos de Sturm. Tervy lo golpeó una y otra vez.
—Ya basta —la detuvo el caballero—. Está inconsciente.
—¿Lo matamos?
—¡Por los dioses; eres una criatura sanguinaria! No, no vamos a matarlo. No somos asesinos. —A la vista del inconsciente Merinsaard, una idea arriesgada cobró forma en la mente de Sturm—. Ayúdame a quitarle la armadura.