—Era un clérigo. La túnica, los amuletos, son de la clase que portaría un hombre piadoso —dijo Sturm, mientras rebuscaba entre los dobleces de la tela, de donde extrajo un colgante de cobre. Lo acercó a la luz—. Una rosa. El símbolo de Majere. Al menos, adoraba a un dios del Bien.
El caballero dejó el colgante sobre el oscuro paño con gesto reverente. Kitiara se adelantó hacia la pared opuesta, de donde arrancaba una escala que subía hacia el castillo de proa. Alguien había serrado más de la mitad de los peldaños. La maciza base del palo del trinquete también se introducía en la bodega; a un costado, había otra puerta también clausurada con tablones. Estaba intacta.
—¡Sturm, ven aquí!
El hombre pasó sobre el esqueleto del clérigo y se acercó a Kitiara, que alumbraba con la vela la puerta reforzada con tablas. Alguien había entretejido unos hilos escarlatas de un extremo a otro sobre la tosca barrera; los filamentos convergían en el centro, en un prieto nudo, precintado con un pegote de cera en la que se percibía la marca de un sello.
—¿Alcanzas a leerlo? —preguntó Kitiara.
Sturm lo observó con fijeza, los párpados entrecerrados.
—Hay dos frases. «Majere nos proteja» y «Obedece la voluntad de Novantumus». —El caballero volvió la mirada a los despojos del clérigo—. Él debía de ser Novantumus.
Kitiara metió la punta de su espada tras el sello.
—¿Qué vas a hacer? —la increpó el caballero.
—Hay algo valioso al otro lado de esta puerta y veré de qué se trata.
—¡También puede ser «eso» que mató a estos hombres!
—¿Hola? ¿Hay algún monstruo ahí? —La guerrera golpeó con los nudillos en la puerta.
La sarcástica pregunta no obtuvo más respuesta que el rugido de la tormenta en el exterior y los constantes crujidos del maderamen de la embarcación.
—¿Ves? No hay peligro.
—No te permitiré que lo fuerces. —Sturm la apartó de un empellón.
—¿Que no me permitirás...? ¿Quién eres tú para darme órdenes, Sturm Brightblade? —bramó encolerizada, al tiempo que soltaba su brazo de un tirón.
—Repito que no consentiré que rompas ese sello. Puede acarrearnos la muerte.
Kitiara se abalanzó hacia la puerta, con la espada en su diestra, pero el caballero interpuso el escudo y desvió su golpe. La mujer rugió enfurecida, dejó la vela en el suelo y adoptó una actitud de combate.
—¡Apártate de mi camino! —exigió amenazante.
—Cálmate y reflexiona en lo que vas a hacer. ¿Buscas un enfrentamiento del otro lado de la puerta? Mira a tu alrededor, Kit. ¿Crees de verdad que fue una plaga la que acabó con todos esos hombres armados?
—Entonces, se mataron entre ellos para obtener el tesoro. ¡Fuera de mi camino!
Sturm inició una réplica, pero la guerrera se le echó encima. El hombre retrocedió, sin el menor deseo de hacer uso de su propia espada, y se limitó a mantener el escudo en alto para detener sus furiosas acometidas. Esta situación se prolongó hasta que Kitiara, ofuscada por la ira, levantó la espada y asestó una brutal estocada dirigida a la cabeza del hombre. El acero golpeó oblicuamente en el canto del escudo y resbaló hacia un lado. El arco trazado por la hoja estrelló el filo contra la puerta y el impacto hizo añicos el quebradizo sello de cera.
—Ya lo has hecho —protestó él, jadeante.
Kitiara, sin soltar la espada, arremetió contra la puerta. Sturm observó estupefacto los vehementes envites de la mujer.
—¡Por fin! ¡Por fin! —no cesaba de exclamar fuera de sí.
Se produjo un instante de total silencio, al que siguió un estruendoso crujido. Kitiara salió despedida por los aires y se desplomó con estrépito sobre los huesos esparcidos en el suelo. La espada escapó de entre sus dedos. El refuerzo central de la puerta estaba combado hacia fuera y agrietado. Sturm tiró el escudo y se acercó a Kitiara para incorporarla. Al otro lado de la puerta se escuchó un nuevo crujido; el tablón inmediato al anterior se partió en dos.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.
—No lo sé, pero «eso» irrumpirá en cualquier momento. ¡Salgamos de aquí!
Corrieron tan deprisa que olvidaron recoger la vela. Atravesaron las profundas tinieblas de la bodega de popa y subieron a trompicones la escalera que llevaba a la armería. Kitiara enfiló hacia el pequeño almacén de las cuerdas, pero Sturm la llamó.
—¡Ayúdame a bajar la trampilla!
Lucharon a brazo partido con la pesada tapa de la escotilla y la dejaron caer sobre la abertura. Después ascendieron por la escala que arrancaba del almacén hasta la cabina del capitán; Kitiara arrastró unos pesados cofres sobre el acceso del piso y lo bloqueó. Sobre sus cabezas, resonaba el repiqueteo de la lluvia y el gemido del viento tras los postigos de las troneras. Los dos se quedaron muy juntos, en medio de la oscuridad, jadeantes, atentos a cualquier sonido.
La cubierta tembló bajo sus pies y se escucharon chasquidos de madera que se astillaba. La cosa, fuera lo que fuese, se iba abriendo camino y machacaba cuanto encontraba a su paso.
—He perdido la espada —susurró Kitiara, avergonzada. Ella, una experimentada guerrera, veterana de muchas batallas, había sido tan estúpida de extraviar su única arma cuando cayó sobre los huesos de los cadáveres.
—No te lo reproches —dijo Sturm—. Las espadas no salvaron a la tripulación de este barco.
—Gracias, me sirve de consuelo —replicó irónica.
Un estruendoso clamor de metales al entrechocar entre sí les hizo dar un respingo. El ruido provenía de la armería. Sturm tensó la sudorosa mano en torno a la empuñadura de su arma. El estruendo bajo sus pies arreció a medida que «eso» descargaba su furia contra las piezas de armamento almacenadas en el área de cargo. A juzgar por los golpes y los chirridos, todos y cada uno de los objetos metálicos del arsenal estaban siendo machacados, retorcidos y destrozados. Entonces, de golpe, sobrevino un profundo silencio.
Sturm y Kitiara, movidos por un impulso inconsciente, se acercaron el uno al otro hasta que sus brazos se rozaron en la oscuridad.
—¿Oyes algo? —susurró él.
—Sólo a ti. ¡Shhh!
Sopló una fuerte ráfaga de aire que abrió de par en par la puerta de la cabina. El ciclón estaba en pleno apogeo y la lluvia entró a raudales en el cuarto. Sturm luchó contra la resistencia del viento para cerrar la puerta, pero antes de lograrlo vislumbró, bajo la mortecina luz de la tormenta, que la tapa de la escotilla principal, próxima al palo mayor, estaba levantada.
—¡Ha subido a cubierta! —gritó, coreado por el ventarrón—. ¡Se encuentra en cualquier parte del barco!
—Cerraremos esa escotilla o el barco se hundirá, ¿no es cierto? —dijo Kitiara. Él asintió en silencio. El caballero se sentía exhausto, desalentado. Sin motivo aparente, recordó a los gnomos y se preguntó en qué tontería estarían ocupados en aquel preciso momento. «Ojalá me encontrara con ellos para verlo», deseó con fervor.
—¿Preparado? —la voz de Kitiara lo sacó de sus reflexiones. La mujer corrió el pestillo y los dos salieron a la cubierta azotada por la turbonada.
Antes de que dieran dos pasos, el agua del mar los había calado hasta los huesos. En la cubierta, era más perceptible el balanceo impreso por las olas. La nave se alzaba y se hundía entre montañas de agua; el horizonte tan pronto se perdía de vista bajo los pies, como se encumbraba hasta alcanzar el remate de los mástiles. Sturm y Kitiara, agarrados de la mano, avanzaron tambaleantes en dirección al palo mayor. Perdieron el equilibrio en un par de ocasiones al sufrir el embate de las espumosas olas. Cuando por fin llegaron a la escotilla, descubrieron que la tapa no sólo estaba desplazada, sino que tenía trozos de madera hendidos, agrietados. Apenas colocaron la trampilla en su sitio, cuando por encima del rugido del embravecido mar escucharon una risa estridente, espeluznante.
Sturm oteó a derecha e izquierda en busca del origen del repulsivo sonido; en cambio, Kit levantó la vista. En lo alto, asido al aparejo sobre sus cabezas, se hallaba «eso». Su aspecto era horripilante, de una lividez fantasmagórica. Parecía un hombre famélico y cetrino; sin embargo, su tamaño no era normal. La criatura superaba en mucho los dos metros. Sus ojos eran saltones y rojos cual ascuas ardientes; las manos ganchudas acababan en unas uñas aceradas de cinco centímetros de largo. De la cabeza, redonda y pelada, sobresalían unas orejas altas y puntiagudas. La criatura lanzó un penetrante aullido; al hacerlo, dejó al descubierto unos colmillos largos y amarillentos y una lengua negra y puntiaguda.
—¡Por los dioses! ¿Qué es eso? —barbotó Kit.
—No lo sé. ¡Cuidado!
La criatura había saltado desde las jarcias hasta los estays que colgaban del palo mayor. Se balanceó bajo la berlinga y maniobró hasta asentar los pies sobre la verga. Desde su nueva posición, los observó con avidez, en tanto repetía el desgarrador aullido.
Los dos compañeros retrocedieron con cautela por la resbaladiza cubierta, sin apenas prestar atención a la flagelante lluvia ni a las embestidas del mar. Una vez dentro de la cabina, cerraron deprisa la puerta y echaron el pestillo.
Kit, jadeante, se dio media vuelta. Los ojos casi se le salieron de las órbitas. Un extraño resplandor blanquecino inundaba la zona trasera del alcázar. Tampoco allí se encontraban solos.
La historia de Pyrthis
El nacarado y frío fulgor se concretó en una figura humana de un metro ochenta de estatura. Kitiara apuntó con su daga a la aparición, pero Sturm la obligó a bajarla.
—En nombre de Paladine y de todos los dioses del Bien, ve y descansa en paz, espíritu —exhortó el caballero.
Se oyó un profundo y prolongado suspiro.
—Quisiera hacerlo. Estoy infinitamente cansado y ansío el reposo —exclamó una voz grave.
—¿Quién eres? —demandó Kitiara.
—En vida, fui el señor de esta nave. Mi nombre era Pyrthis.
—No parece peligroso —dijo entre dientes la guerrera—, pero más vale que encontremos un sitio más seguro fuera del alcance de la criatura.
—El Gharra no entrará en esta cabina en tanto me encuentre aquí —intervino el fantasma. En el exterior se alzó el furioso chillido de la infernal criatura, como una ratificación de la veracidad de las palabras del capitán muerto.
—¿Qué es el Gharm? —inquirió Sturm.
La difuminada silueta cobró más precisión e inició una lenta aproximación sin que las piernas realizaran un solo movimiento ni los brazos se separaran de los costados. El fantasma se deslizó hacia ellos y llegó tan cerca que Sturm y Kitiara pudieron percibir unos ojos hundidos y la mandíbula caída, un rostro tan inerte como el de un cadáver. La voz surgió de la cavidad bucal sin que los labios articularan las palabras.
—Hubo un tiempo en que fue mi amigo, hasta que la maldición cayó sobre nosotros. Él se convirtió en un Gharm; yo, en un espíritu errabundo; y la tripulación del
Werival
pereció entre espantosos tormentos.
—Sólo conozco dos razones por las que un espíritu vaga sin descanso: para enmendar un yerro impune, o para prevenir a los vivos. ¿Cuál es su caso, Capitán? ¿Por qué se ve obligado a permanecer en el plano mortal? —se interesó Sturm.
El fantasma soltó otro suspiro compungido antes de responder.
—Sabed, amigos míos, que hice un trato con las fuerzas del Mal; fue mi perdición. —El ente se aproximó más aún; tanto, que Kitiara atisbó las transparentes pupilas muertas y la lividez cadavérica de las facciones.
—Yo era un capitán mercante, audaz y emprendedor, que jamás rechazó un cargamento si estaba bien pagado. Navegué por el Mar de Sirrion y comercié al norte y al este del torbellino del Mar Sangriento. Transporté toda clase de mercancías... desde especias hasta esclavos.
Sturm frunció el ceño.
—Traficaste con la desventura y el sufrimiento de otros —reprochó con frialdad.
—Sí, lo hice. ¡Dad gracias a los dioses de que todavía seguís vivos y podéis enmendar cualquier acto vil en el que hayáis incurrido! Yo estoy más allá de la redención.
La cubierta alta retumbó encima de sus cabezas con unas sonoras pisadas. Kitiara escuchó especiante y nerviosa, el ir y venir del Gharm sobre las planchas de madera.
—¿Qué es eso? —demandó con voz tensa.
—En otros tiempos fue mi contramaestre y amigo, Drott, a quien instruí y enseñé cuantas argucias conocía. Nuestros cofres se llenaron a rebosar de oro y yo me sentí satisfecho, como le ocurre con frecuencia a un hombre cuando alcanza la madurez y su vida inicia el declive. Pero Drott era joven y vehemente, y siempre andaba a la caza de la ganancia más provechosa. En un día nefando, llegó a un acuerdo con los guerreros de piel escamosa.
—¿Te refieres a los draconianos? —Un súbito vislumbre encendió el recuerdo de Sturm.
—Sí, alguien se refirió a ellos con ese nombre. —El fantasma de Pyrthis se cernió sobre el caballero. A pesar de su aparente benignidad, la presencia del espectro resultaba opresiva y Sturm sudaba copiosamente. El ente prosiguió.
—Los draconianos nos hicieron una valiosa oferta: transportaríamos un cargamento de armas y dinero desde Nordmaar hasta Coatslund y allí nos reuniríamos con otros de su especie procedentes de los mares septentrionales. Drott aceptó su encargo y su dinero, para perdición de todos nosotros. —El fantasma exhaló un horrible gemido—. Estoy tan cansado... —El brazo izquierdo del hombre muerto se desprendió del hombro y cayó al suelo. Kitiara retrocedió un paso, más por sorpresa que por repugnancia, y luego se agachó para recoger el rielante miembro, pero su mano pasó a través del mismo.
—Cargamos sesenta quintales de armamento y levamos anclas rumbo a Coastlund. Tuvimos buenos vientos y la travesía fue rápida. En el trayecto, Drott se dedicó a maquinar y a urdir intrigas. Un día, me expuso su plan: puesto que los draconianos eran unos bárbaros y además invasores, ¿por qué no les sacábamos todo el oro posible? Pagarían el doble o el triple de lo pactado con tal de obtener aquellas armas. No teníamos nada que temer, porque, ¿a quién formularían su queja? Sus propósitos eran aún más ilícitos que nuestro proceder.
»
Acepté el plan de Drott. A decir verdad, despreciaba a esos asesinos escamosos tanto como los temía; así que, estafarlos se me antojó un acto no sólo provechoso, sino también justo.
El espectro hizo una pausa y sobrevino un largo silencio que por fin rompió Sturm.
—¿Qué ocurrió cuando llegasteis a Coastlund?