—Con los bolsillos repletos de oro, hago frente a cualquier hechizo de este mundo. —Acompañando la acción a las palabras, Kitiara se guardó monedas y gemas a puñados.
La puerta de la cabina se abrió con brusquedad. Todos sufrieron un sobresalto, pero sólo se trataba de Pluvio.
—Creí oportuno venir a advertiros. Se acerca una fuerte tormenta —dijo el meteorólogo—. A decir verdad, aseguraría que se trata de un potente ciclón.
—No tardaremos mucho. Sólo el tiempo suficiente para recoger el botín. —Kitiara se inclinó sobre el cofre y trató de arrastrarlo hacia la puerta, pero apenas logró moverlo de sitio—. ¡No os quedéis ahí parados como bobos! ¡Ayudadme!
—No tenemos tiempo para tesoros, Kit. Regresemos a
El Señor de las Nubes —
replicó Sturm.
Ella cesó en sus esfuerzos y levantó la vista hacia el caballero.
—¿Crees que debemos?
—¿A qué te refieres?
—A regresar a nuestra nave. ¿Por qué no nos quedamos a bordo de ésta?
—Porque ignoramos lo ocurrido aquí —protestó Sturm—. Todos los indicios sugieren que podría irse a pique en el momento en que entremos en la tormenta.
—Lo mismo puede suceder con
El Señor de las Nubes.
Tartajo se removió inquieto e interrumpió la discusión de los humanos.
—¡Por favor! Yo r...regreso ahora mismo —y salió disparado por la puerta de la cabina. Argos se encogió de hombros.
—Me hubiese gustado investigar más a fondo este barco, pero mi puesto está junto a mis colegas. —El astrólogo saludó con la cabeza y empujó a Pluvio hacia la salida.
—¿Vienes o te quedas? —exclamó Sturm con tono de enfado cuando se quedaron solos.
—Me quedo. —Ella cruzó los brazos sobre el pecho con gesto testarudo.
—En ese caso, estarás sola. —El hombre salió a cubierta. Soplaba un viento frío del sur; las velas se hincharon y la carabela dio media vuelta y enfiló rumbo al norte. Unos nubarrones grises con ribetes púrpuras avanzaban con rapidez a ras del agua. En cuestión de minutos, ambas naves se habrían metido en el sombrío banco.
Los gnomos escalaban por la soga sin mayores problemas, y cuando Sturm alcanzó el final del mástil, los hombrecillos trepaban por la batayola de la nave.
El Señor de las Nubes
se agitaba y tiraba del cabo como un pez enganchado a un anzuelo. Sturm miró con inquietud la restallante soga, pero por fin la asió y comenzó a escalar.
Una bocanada de llovizna menuda y templada, heraldo de la inminente tormenta, azotó al caballero. Sturm se limpió el rostro y levantó la mirada. Los gnomos habían arriado las velas, pero la bolsa de gas, impulsada por el viento, arrastraba con fuerza la nave. Se izaba a pulso, palmo a palmo, y evitaba pensar en las encrespadas olas que batían veinticinco metros más abajo.
El aguacero irrumpió súbito y torrencial y lo empapó hasta los huesos en cuestión de segundos. El hombre no cejó en su empeño; sin embargo, tenía la sensación de no avanzar y de que
El Señor de las Nubes
continuaba tan lejano como al principio.
—¡Holaaa, Sturm! ¡Holaaa!
—¿Alerón, eres tú? —contestó a voces.
—¿Sturm, me oyes? ¡La soga está mojada y se estira con tu peso! ¡La tensión es excesiva! —gritó el invisible gnomo.
—¡Regreso a la otra nave!
La oscura silueta de
El Señor de las Nubes
era apenas perceptible.
—¡Volveremos a buscaros! —la voz era cada vez más tenue—. ¡Que Reorx os guarde!
El caballero resbaló por la guindaleza hacia el ondeante mástil. La robusta verga de roble le propinó un seco golpe en las costillas que lo dejó sin aliento, la soga se escapó de sus manos y se precipitó al vacío; su cuerpo chocó contra una de las velas, a la que se agarró con desesperación. La suave lona cedió bajo sus agarrotados dedos y se desgarró poco a poco. Por último, Sturm se desplomó sobre cubierta, cegado, empapado y sin aliento.
Los gnomos cortaron el cabo que los sujetaba a la carabela y
El Señor de las Nubes
se remontó en el aire hasta perderse de vista. Kit se acercó a Sturm, que seguía tendido boca abajo, y le dio la vuelta.
—¿Puedes ponerte de pie? ¿Puedes caminar? —voceó, a fin de hacerse oír en el ululante viento. Al asentir él en silencio, la mujer lo ayudó a incorporarse y ambos se dirigieron hacia el alcázar. Sturm se derrumbó sobre el suelo de madera, cerca de la mesa del capitán, y trató de recobrar el aliento. Kitiara recorrió la estancia, cerró los postigos y ajustó con firmeza las troneras.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó en la oscuridad.
—Sí.
—¿Se han marchado los gnomos?
—Se vieron forzados a... cortar el cabo para salvar la nave... —Lo interrumpió un lacerante golpe de tos.
La guerrera chasqueó el yesquero que había sobre la mesa y encendió una gruesa vela. La llama temblorosa arrancó destellos fantasmagóricos en la calavera del capitán muerto y Sturm, tras escurrir su empapado pañuelo, cubrió con él el lúgubre cráneo.
—¿Se empeñaba en mirarte? —dijo Kitiara sarcástica. La mujer alargó una mano para sujetarse, ya que el suelo subía y bajaba con la regularidad de un balancín. Sturm hizo caso omiso de su comentario y sugirió.
—Tendremos que arriar las velas. Si nos coge un viento racheado, zozobraremos.
—No subiré ahí arriba con este vendaval.
—No es preciso que vengas. Cortaré los estays de las velas bajas. Con seguridad se las llevará el aire, pero con eso será suficiente. —El hombre se dirigió a la puerta de la cabina, con la espada ya desenfundada.
—¡Espera un momento!
Kitiara había encontrado un cabo de amarre en una de las gavetas de la cabina y se acercó al caballero.
—Levanta los brazos —le indicó. Luego rodeó el pecho del hombre con la cuerda y la anudó.
—No se te ocurra darte un chapuzón —le advirtió burlona.
—Procuraré no hacerlo.
Cuando Sturm abrió la puerta, recibió la embestida del ventarrón. Avanzó tambaleante hasta el palo mayor y cercenó los aparejos de la vela con golpes rápidos y precisos. La lona aleteó como algo vivo al quedar libre de la verga. El caballero pasó debajo de la arboladura, se encaminó hacia el palo del trinquete y repitió la misma operación. La nave se desplazó con más suavidad al quedar sólo las gabias y las cebaderas, y Sturm regresó al alcázar.
—Ya no se mueve tanto —comentó Kitiara mientras abría la puerta. Las ropas y el cabello del hombre chorreaban agua.
—¿Qué hacemos ahora?
—Bajemos a explorar —sugirió la guerrera.
—¿Has olvidado el maleficio?
El semblante de Kitiara se tornó tenso.
—No, no lo he olvidado. Pero si lo que hemos visto aquí es un ejemplo de lo que hay a bordo, no me preocupa en exceso. —Acto seguido golpeó levemente la calavera cubierta con el pañuelo. El cráneo se desprendió de las vértebras y cayó sobre la mesa. Quedó boca arriba, las cuencas vacías prendidas con fijeza en los intrusos.
El sello del clérigo
Bajo una angosta escotilla arrancaba una escala que descendía a las sombrías entrañas de la carabela. Kitiara se tumbó sobre el vientre e introdujo la vela en el hueco. Una bocanada de aire caliente y enrarecido emergió del agujero; pero no se advertía ningún peligro. La mujer bajó los peldaños de la escala; Sturm la siguió, con la mano posada en la empuñadura de su espada.
La escalera terminaba en un simple cuarto de almacenaje en el que no vislumbraron más que cuerdas, lonas de velas, y cadenas. La mujer fisgoneó en derredor con la esperanza de encontrar más tesoros, pero sólo halló ratas muertas. Sus restos, como los otros en el barco, eran un montón de huesos.
—¿No te parece extraño que todos los cadáveres que hemos visto sean esqueletos? —musitó Sturm.
Los dos guerreros pasaron por la abertura de una estrecha mampara a un cuarto más amplio, un área de carga. Allí, la vela que portaba Kitiara alumbró algo más siniestro que simples cuerdas o lona: un arsenal repleto de espadas, lanzas, escudos, petos de bronce, cotas de malla, venablos, arcos, proyectiles de plomo para arrojar con hondas...; un armamento suficiente para equipar a un pequeño ejército. Sturm empujó con la punta de la bota una adarga redonda.
—Estos son escudos forjados por enanos. Fíjate, llevan impreso el cuño del Gremio de Armeros de Thorbardin. Y aquel peto tiene la marca de los Thanes de Zahman —dijo Sturm, al tiempo que recogía el pectoral. El frío metal estaba pulido de un modo tan perfecto que tenía un acabado de plata; a pesar de su grosor de tres centímetros, sorprendía su escaso peso—. Son unas armas de primera calidad. ¿Por qué necesitarían unos piratas un arsenal tan abundante? —añadió meditabundo el caballero.
—Quizá procede de un saqueo.
—Quizá, pero el espacio en un barco es primordial. Podrían haberse apropiado de unas cuantas armas, las mejores, para su propio uso, pero no esta ingente cantidad.
—¿Qué es aquello? —siseó Kitiara, apuntando con un dedo.
—El castillo de proa, donde duerme la tripulación.
Al cruzar el umbral de la puerta, un espectáculo espeluznante se ofreció ante sus ojos. La cabina estaba repleta de esqueletos.
Hilera tras hilera de huesos limpios y blanquecinos se apilaban a ambos lados del casco. Algunos aparecían estirados, pero otros estaban retorcidos por la agonía padecida antes de morir. No todos los restos pertenecían a seres humanos. Algunos, por el tamaño y estructura, correspondían a enanos, y otros, aún más pequeños, tal vez soportaran cuerpos de kenders o gnomos. Sin embargo, aquellos despojos tenían algo en común: todos estaban amarrados por los tobillos a una misma cadena.
—No me gusta nada. Aquí ha intervenido un poder realmente maligno. Salgamos. —La voz de Sturm fue apenas un susurro. El hombre retrocedió.
—¿Qué hay tras esa puerta de ahí enfrente? —quiso saber Kitiara.
—La cubierta del bauprés, donde se guardan las anclas.
En el centro de la armería descubrieron una gran escotilla cuadrada por la que, según dijo Sturm, se accedía a la bodega. Levantar la tapa no iba a ser tarea fácil. Alguien se había ocupado de fijarla mediante una docena de gruesos pernos de hierro. Sturm se quedó pensativo un momento y consideró que quizá fuera un error extraerlos, pero la guerrera asió un hacha de guerra de entre las armas apiladas en la estancia y partió la cabeza de varios pernos con un golpe contundente.
—¡Detente! —gritó el caballero—. ¿No se te ha ocurrido pensar que la escotilla está atrancada para impedir que salga algo?
La mujer se detuvo en mitad de un viraje.
—No —dijo parca, y dejó caer el hacha sobre el siguiente perno—. Tal como lo veo, esos pobres diablos han muerto por una plaga o algo parecido. Somos los primeros seres vivos que están a bordo de esta embarcación hace, quizá, meses, y por lo tanto todo lo que encontremos nos pertenece por el derecho de salvamento. Si quieres tu parte, será mejor que me eches una mano. —Con esto, Kitiara decapitó el último perno.
Aunque reacio, Sturm metió los dedos bajo el reborde de la escotilla y entre ambos la levantaron. La sólida tapa de madera de roble y cobre se desplomó de costado y cayó sobre un montón de armaduras. El resonante estampido levantó ecos a todo lo largo de la carabela.
Kitiara acercó la vela a la abertura. Soplaba una corriente de aire frío y la mujer protegió la llama con la otra mano. La débil luz ambarina iluminó el oscuro hueco.
La bodega, en apariencia, estaba vacía.
Unos amplios escalones de planchas de madera descendían al interior. Kitiara plantó el pie sobre el primero.
—No lo hagas —advirtió Sturm.
—¿Qué demonios te ocurre? Unas cuantas calaveras y huesos sueltos, y ya te asustas de tu propia sombra. ¿No sientes curiosidad? ¿Dónde está tu famoso arrojo de caballero?
—Vivo y en excelentes condiciones, gracias.
La guerrera bajó unos cuantos peldaños más y se volvió hacia él.
—¿Vienes o no?
Sturm le indicó con un gesto que aguardara un momento y se acercó a uno de los montones de escudos. Eligió uno de estupenda manufactura enanil, lo acopló a su brazo y pertrechado de tal guisa descendió por la abertura en pos de la mujer.
—Está muy oscuro —dijo Kitiara. La llama alumbró un poste situado al pie de la escalera. La madera estaba cubierta por una capa de polvillo negro y grasiento.
—¿Hollín? —sugirió.
—Tal vez. —El caballero apoyó una rodilla en el suelo. El piso de madera estaba abrasado—. Aquí abajo ha habido un incendio. Es una suerte que el barco no se haya hundido. —El hombre se limpió el hollín de las manos. Un fuego a bordo era una de las pruebas más peliagudas por la que podía atravesar una embarcación.
—¿Hay algo debajo de este suelo? —inquirió la guerrera.
—Sólo la sentina. —A la mortecina luz de la vela Sturm creyó percibir algo y llamó a Kitiara—. Acerca la luz aquí —susurró.
—¿Qué es?
En el maderamen, cerca de la escalera, se percibían las marcas de cuatro arañazos tan largos y profundos que habían traspasado la capa carbonizada y habían dejado al descubierto la madera que no había ardido. Las muescas estaban separadas entre sí unos siete centímetros y tenían al menos treinta de largo.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Kitiara.
—Las señales de unas garras —respondió ella con expresión circunspecta, al tiempo que desenfundaba su espada.
Próximo a la serviola, un macizo cilindro, el extremo inferior del mástil que pasaba a través del techo, partía en dos la mampara. A los lados del mástil, se alzaban unas puertas; ambas habían sido bloqueadas de manera firme, aunque con evidente precipitación, por medio de tablones. La barricada de la puerta de la derecha aparecía intacta, pero la de la izquierda estaba forzada, reventada en dos... desde el otro lado.
—«Eso» entró por aquí —manifestó Kitiara.
—¿Has dicho «eso»?
Sin responder a su pregunta, la guerrera cruzó con toda clase de precauciones a través de la destrozada barrera y penetró en la bodega adyacente. Sturm no pasaba por el estrecho hueco y se vio forzado a desgajar algunos de los tablones. Las chamuscadas planchas de madera se quebraron con un sonoro chasquido.
En aquella zona de la bodega, hacía aún más frío que en la parte anterior, pero no había señales de fuego. Encontraron esparcidos por el suelo más huesos, espadas rotas, sables y yelmos abollados; vestigios de una lucha encarnizada. Kitiara casi se cayó al suelo al tropezar con otra forma, todavía envuelta en una mohosa túnica marrón. Entre los pliegues, surgió un destello dorado.