—¿No tienen metal los lunitarinos? —preguntó Crisol.
—Por lo que sé, ni una pizca en toda esta asquerosa luna —respondió Rapaldo. Luego se arrellanó otra vez en su trono y se arregló las desaliñadas ropas con extremo cuidado y dignidad—. Ahora, quiero escuchar la historia de vuestra llegada aquí —exigió con tono altivo. Alerón se dispuso a hablar, pero el rey se lo impidió con unos cortos y repetidos golpes de hacha contra el trono.
—Que lo cuente la dama —ordenó.
Kitiara soltó la hebilla del cinturón de su espada y, sin desenvainarla, la puso vertical sobre el suelo. Apoyada en su arma, relató el encuentro con los gnomos, su vuelo a la luna roja, su expedición, y el robo de
El Señor de las Nubes.
—Je, je, je —rió Rapaldo—. No hay que dejar las cosas sin una debida protección, ni siquiera en Lunitari. Los Micones se han llevado vuestra nave.
—¿Micones?
—Los enemigos a los que antes hice alusión. Los Oudouhai no tienen predadores a los que temer, ya que no existen animales en Lunitari, sólo plantas. Pero los Micones, una vez puestos en movimiento, son mucho peor que una plaga.
—¿Pero qué son? —inquirió Kitiara.
—Hormigas.
—¿Hormigas? —repitió perplejo Argos.
—Sí, hormigas gigantes. Un metro noventa de cristal, sólido como roca. La magia de este lugar las hace moverse y trabajar, pero no hay ni una pizca de cerebro en sus cabezotas.
—¿Entonces quién, o qué, dirige a los tales Micones? —La pregunta la hizo Sturm.
El rey Lunitari, desasosegado en apariencia, rehuyó dar una respuesta concreta.
—Jamás lo he visto; aunque sí escuché su voz en una ocasión —declaró evasivo.
Sturm observó que Kitiara apretaba los puños con frustración. El excéntrico comportamiento de Rapaldo estaba agotando su escasa paciencia. Con lentitud, la mujer relajó la tensión de las manos y preguntó de la forma más serena que le permitió su colérico temperamento.
—¿Quién es la mente rectora de esas hormigas, Majestad?
—La Voz del Obelisco. A unos quince kilómetros de mi palacio se alza un gran obelisco de piedra de ciento cincuenta metros de altura o más. Está hueco y un demonio habita en su interior. Habla con voz dulce a los Micones, que viven en un cubil situado bajo la base. El demonio nunca sale de su torre, y jamás he ido a verlo.
—¿Y esos Micones se han llevado nuestra nave? —insistió Sturm.
—¿No os lo he dicho ya? —replicó Rapaldo con resentimiento—. Hace dos noches, una hueste de hormigas de cristal pasó en formación, en medio de las tinieblas. Echaron abajo una de nuestras vallas que se interponía en su camino. Lo hicieron por maldad, os lo aseguro. Podrían haberla evitado por medio un pequeño rodeo. Tenía que ser vuestra nave lo que acarreaban.
—¿Y vuestros guerreros no les hicieron frente?
—¡No! ¡Al fin y al cabo no son más que árboles! Cuando el sol se pone, introducen las raíces en el suelo, dondequiera que estén en ese momento, y pasan toda la noche alimentándose. Sólo con la luz del amanecer se libran de la tierra y echan a andar. —Rapaldo, furioso de nuevo, miró con fijeza a Sturm—. ¡Tus modales son muy impertinentes! No responderé a ninguna otra pregunta. —Su voz perdió el tono irritado y estridente—. Nos, estamos cansados. Tenéis permiso para retiraros. Si seguís el corredor a la derecha, encontraréis aposentos en los que dormir —añadió.
Kitiara y Sturm saludaron con una leve inclinación de cabeza; los gnomos agitaron las manos con alegría. El grupo salió en fila del salón de audiencias, conducido por un hombre-árbol que también lo guió por el corredor.
—¡¿Qué te parece todo esto?! —exclamó Kitiara en un murmullo poco discreto.
—Después —respondió el caballero en voz baja. Aquellas paredes sin techo no le ofrecían garantía de que sus palabras no se oyeran.
A lo largo del pasillo mencionado por Rapaldo, encontraron una serie de oquedades, algunas de las cuales estaban abarrotadas con más despojos del naufragio del
Tarvolina;
otras estaban vacías. Él hombre-árbol les indicó que estas últimas eran sus «dormitorios» y luego se marchó.
Los gnomos se desembarazaron a toda velocidad de sus pesadas mochilas e iniciaron sus trabajos. Hicieron tanto ruido y jaleo como sólo siete gnomos son capaces de organizar. Sturm tomó a Kitiara por el brazo y se apartaron de escandaloso grupo.
—Me temo que Su Majestad desvaría un poco —susurró el caballero.
—Querrás decir que está como un cencerro.
—Sí, esa es otra forma de expresarlo, sí. Pero Kit, lo necesitamos para que nos guíe hasta ese obelisco —si es allí donde las hormigas gigantes han llevado a
El Señor de las Nubes.
Por lo tanto, sigámosle la corriente de su real talante para que no pierda su buena disposición hacia nosotros. Al menos, hasta que nos marchemos.
—Me gustaría propinarle una buena zurra. ¡Le hace falta!
—Utiliza el cerebro, Kit. Con seguridad, cientos de esos seres arbóreos, todos ellos leales al rey Rapaldo nos rodean. ¿Cómo se mata a un árbol? Incluso con tu fuerza incrementada, no conseguiste más que dejar tu espada encajada en una de esas criaturas.
—Tienes razón —admitió ella. Su expresión era sombría—. Te diré algo más: ese hombrecillo lleva cota de malla bajo sus harapos. Escuché el ruido del metal cuando se sentó. Hay dos razones por la que una persona utiliza cota: cuando sabe que la atacarán, o cuando teme que la ataquen. Será un loco, pero el viejo Rapaldo tiene miedo de algo. —Kit dio unos golpecitos con el dedo en el pecho de Sturm—. Y yo digo que ese algo, somos nosotros.
—¿Nosotros? ¿Por qué?
—Porque somos humanos y manejamos nuestro propio metal, lo que probablemente haya desconcertado por completo a los lunitarinos. Y, sobre todo, porque somos más jóvenes, más grandes, y más fuertes que Su Majestad.
—Oh, déjalo que sea el rey de los hombres-árbol si es lo que desea. Si Rapaldo está atemorizado de algo, es de ese misterioso demonio del obelisco. ¿Qué idea tienes sobre él?
—¡En esta demente luna, podría tratarse de cualquier cosa, pero si el demonio tiene a Tartajo y a los otros en la nave, más le vale estar dispuesto a liberarlos o habrá de luchar!
Remiendos se acercó a los dos humanos. En sus manos traía dos platos humeantes.
—La cena —anunció—. Bastoncillos rosas y láminas de champiñón con un aderezo de esporas de cuesco de lobo. —El gnomo les entregó las viandas y regresó junto a sus compañeros.
Durante un rato los dos guerreros comieron en silencio. Por fin, Sturm habló.
—Pienso en lo que haré una vez que regresemos a Krynn.
—¡Qué optimista! —dijo ella—. ¿Y qué piensas?
—Si las visiones han sido ciertas, lo primero será regresar al castillo de los Brightblade. Es posible que mi padre escondiera su espada en algún lugar secreto. También existe la posibilidad de que me dejara alguna pista del lugar al que se dirigía.
—¿Y si no encuentras ni a tu padre ni su espada? ¿Entonces, qué harás? —Kitiara removió su sopa con gesto indolente.
—No abandonaré la búsqueda.
La mujer dejó el plato en el suelo, entre sus pies.
—¿Durante cuánto tiempo, Sturm? ¿Siempre? ¿Has pensado alguna vez en una vida, en un futuro que no esté relacionado con tu familia? No te culpo porque desees encontrar a tu padre; es una causa digna y una gran aventura, pero ahora comprendo que para ti es algo más. Tu aspiración no es sólo restaurar el nombre de los Brightblade y su fortuna, sino la orden de caballería en su totalidad. —El tono de su voz era burlón.
Las manos del hombre se helaron.
—¿Y ansiar tal fin es acaso terrible? Al mundo no le vendría mal contar de nuevo con una fuerza que defendiese la justicia.
—¡Los tiempos han cambiado, Sturm! Los caballeros pasaron a la historia. El pueblo los derrocó porque fueron incapaces de amoldarse a los cambios. Hay un nuevo código para los guerreros: el poder es la única verdad.
—¿Entonces he de renunciar a mi propósito? —Él la contempló con fijeza.
—Mira más allá de tus narices, ¿quieres? Eres un buen luchador y tienes una mente despierta. Piensa en lo que conseguiríamos si estuviéramos juntos, tú y yo. Si nos alistamos como mercenarios en la tropa adecuada, antes de un año seríamos los capitanes. Entonces, la gloria y el poder nos pertenecerían.
—Jamás podría llevar esa clase de vida, Kit. —Sturm se puso de pie y se colocó en bandolera el cinturón de su espada.
—¡Eh! —gritó la mujer al ver que se alejaba. Pero Sturm prosiguió su marcha por el corredor sin volver la espalda. Una furia ardiente inundó el corazón de Kitiara y rebosó por todo su cuerpo. Sintió la imperiosa necesidad de destrozar cualquier cosa. ¿Cómo se atrevía a alardear de integridad? ¿Qué sabía él del mundo, del mundo de verdad? Ese sentimental, aburrido, desecho obsoleto caballeresco...
—¿Kitiara? —Remiendos se hallaba, frente a ella, con el plato de guisado en sus manos—. ¿Te encuentras bien?
La oleada de furia que bullía en sus miembros se apaciguó rápidamente. Parpadeó al fijar la mirada en el gnomo.
—Sí, estoy bien. ¿Qué quieres? —respondió.
—Golpeabas la pared —dijo Remiendos—. ¡Engranajes! ¡La has agrietado!
Kitiara vio que en la suave argamasa se habría abierto un profundo agujero del que irradiaba una red de grietas semejante a la tela de una araña. No recordaba en absoluto haber golpeado la pared.
* * *
Rapaldo I observó el lento proceso de paralización que sufrían los miembros de su Guardia Real al hundir las raíces en la tierra. Bocas y ojos se cerraron sin dejar el más leve indicio en las rugosas cortezas. Al contemplarlos en aquel estado, nadie se imaginaría que eran capaces de hablar y caminar.
El hombre se adelantó y propinó una patada al lunitarino que tenía más cerca. Se hizo daño en el pie y retrocedió brincando, sobre el otro, al tiempo que maldecía el panteón de Enstar en su totalidad.
—Muy pronto me habré marchado y tendréis un nuevo rey —dijo a los abstraídos hombres-árbol—. Me iré volando; eso es lo que haré. ¡En una nave construida por gnomos! ¡Buena jugada! ¡Me vi arrastrado a esta asquerosa luna por una maldita tromba, y ellos van y fabrican alas para llegar aquí a propósito! ¡Ta-ra-ra! Pues si tantas ganas tenían de venir, que se queden. ¡Sí, ellos se quedarán y yo volaré de vuelta a casa!
Pasó un brazo alrededor del hombre-árbol con gesto de conspirador y susurró.
—Podría llevarme a la mujer, ¿no? Es muy hermosa, aunque un poco alta. Si el rey se lo ordena, me acompañará, ¿verdad? Sí, sí... ¿cómo va a resistirse? Os entregaré al tipo alto con bigotes. Él puede ser el nuevo rey. Brightblade I. Lo nombro heredero de la corona, recuérdalo. Y, por mí, hacedlo un dios, si queréis. Yo me voy volando, volando, volando, de vuelta a casa.
Las sombras alargadas se deslizaron por el salón de audiencias. Rapaldo clavó la mirada en el rincón más tenebroso de la estancia y se estremeció. Cerró los dedos con fuerza alrededor del mango de su hacha y se encaminó erguido hacia el centro de la sala.
—¡Te estoy viendo, Darnino! ¡Sí, eres tú! Siempre vuelves a visitarme, ¿no? ¡Los muertos deben permanecer muertos, Darnino! ¡Sobre todo, cuando los he matado con mi hacha! —El hombrecillo se abalanzó hacia las sombras sin dejar de golpear el aire con su arma. La pesada hoja resonó al chocar contra las paredes y del acero saltaron chispas. Rapaldo golpeó una y otra vez al fantasma que había en su mente, hasta que Darnino, más por fatiga del rey que por los mandobles de su hacha, se retiró.
—Esto te servirá de lección —jadeó el hombrecillo—. Ya no intentarás gastar bromas a Rapaldo I, ¿verdad?
El rey cruzó la estancia arrastrando los pies. Se detuvo junto al trono, levantó la cabeza hacia el techo descubierto y aguzó el oído.
—¿Risas? ¿Quién os ha dado permiso para reír? —farfulló. Los lunitarinos continuaban inmóviles—. ¡Nadie se ríe del rey! —aulló Rapaldo. Luego se lanzó sobre el hombre-árbol que tenía más cerca y empezó a asestarle golpes con su hacha de carpintero. Saltaron trozos astillados de madera grisácea del indefenso ser ante el inopinado ataque. Rapaldo aulló, maldijo y golpeó, hasta que del guardián no quedó más que un tocón rodeado de pedazos de madera carnosa destrozada.
El hacha resbaló de entre sus dedos. Rapaldo caminó con pasos vacilantes y antes de llegar a su trono se derrumbó en el suelo y estalló en sollozos.
El jardín del rey
Sturm se despertó cuando algo le golpeó repetidamente la nariz. Entreabrió un párpado y vislumbró a Pluvio de pie junto a él, con su dedo regordete preparado para dar otro golpe.
—¿Qué quieres? —refunfuñó.
El gnomo retiró el dedo.
—Va a celebrarse una reunión secreta —susurró Pluvio—. No encuentro a Kitiara, pero deseamos que os unáis a nosotros.
El caballero se sentó. Todavía era de noche y se percibían los murmullos apagados de los gnomos en la otra estancia. El jergón de Kitiara estaba vacío, pero no se preocupó. Sabía que la mujer era capaz de cuidarse muy bien.
Se anudó los lazos del pantalón y acompañó a Pluvio hasta la sala. Todos los gnomos dieron un respingo al verlos aparecer.
—Te dije que eran ellos —comentó Carcoma, el gnomo de agudizados oídos.
—Pero no advertiste que venían ya —replicó Crisol. Hubo un general asentimiento de pequeñas cabezas calvas.
—Tienes que aprender a ser más preciso en tus indicaciones —lo reprendió Bramante.
Sturm se frotó las sienes. Recién despierto, era demasiado para él verse inmerso en una conversación gnoma.
—¿A qué viene todo esto? —inquirió con un tono de voz normal.
—¡Shhh! —sisearon siete gnomos a la vez. Alerón indicó con un gesto que se pusiera a su altura, por lo que Sturm se arrodilló al lado de Argos.
—Estamos discutiendo planes para... eh... obtener parte de la chatarra del rey Rapaldo —explicó el piloto—. Quisiéramos saber tu opinión y si tienes alguna idea.
Las tácticas de los gnomos dejaron perplejo a Sturm.
—Pienso que no se debe robar a un anfitrión. —Su voz sonó cortante.
—No nos malinterpretes, maese Brightblade —se apresuró a explicar Crisol—. No queremos robar al rey, pero es que no tenemos oro ni plata para pagarle.
—En tal caso, utilizaremos otro método. Después de todo, su ayuda nos es muy necesaria y saquear a un benefactor en potencia no hablaría mucho en nuestro favor.