Kitiara cruzó el acceso y se pegó contra la áspera pared de piedra. Sus ojos, entrenados para reconocer el peligro, recorrieron la estancia. El interior estaba bien iluminado; las paredes se alzaban a tres metros y luego se inclinaban hacia dentro, pero ninguna cubierta de paja o techado de madera impedía la entrada de los rayos de sol al recinto. De hecho, la pieza a la que habían entrado era un corredor que se bifurcaba a ambos lados; la pared frontal, rugosa y basta, estaba encalada con una fina argamasa.
—Todo en orden —informó la mujer. Su voz sonó tensa y contenida. Sturm hizo pasar a los gnomos.
—Hombre. —El caballero miró a los impávidos ojos del hombre arbóreo—. Rey de hierro. Allí. —El brazo leñoso señaló a la izquierda.
—Comprendo. Muchas gracias. —El ente dio un golpecito en la puerta con uno de sus dedos largos y nudosos, y Sturm la cerró.
—Encontraremos a nuestro anfitrión al final del corredor de la izquierda —dijo el caballero—. ¡Que todo el mundo esté alerta!
Kitiara se quedó en la retaguardia en previsión de cualquier posible emboscada. Más allá, el corredor viraba a la derecha y se ensanchaba. Las altas paredes y la falta de techo despertaron en Sturm la inquietante sensación de hallarse en un laberinto.
Unos pasos más adelante, el grupo se topó con un objeto familiar inesperado: una puerta baja y gruesa, de madera de roble, con goznes de hierro. Esta reliquia estaba reclinada contra la pared y Remiendos echó un rápido vistazo por detrás.
—No lleva a ninguna parte —anunció.
—Me resulta familiar —musitó Carcoma.
—¡Por supuesto, mentecato! ¡No es la primera puerta que ves en tu vida! —refunfuñó Crisol.
—Me refiero al tipo de puerta que es... ¡Ya lo tengo! ¡Es de un barco!
—No pertenecerá a
El Señor de las Nubes,
¿verdad? —inquirió Sturm alarmado.
—No, ésta es de roble y las de nuestra nave son de pino.
—¿Cómo habrá llegado a la luna roja la puerta de un barco? —preguntó Alerón, sin esperar respuesta. Carcoma ya dilucidaba una cuando Kitiara lo sacó de su ensimismamiento y lo obligó a reanudar la marcha con un brusco empujón.
Pasaron ante más despojos procedentes de su mundo: barriletes vacíos, ollas y tazas de arcilla, tiras de lona y fragmentos de cuero, un machete herrumbroso y roto, varios rollos de cuerda. Bramante, con vehemencia, los identificó como el cordaje para barcos fabricado en el Ergoth meridional.
El entusiasmo se incrementó a medida que el número de objetos vedados e inalcanzables surgían ante sus extasiados ojos.
El corredor giraba una vez más a la derecha y desembocaba en una amplia habitación; allí, de pie junto a una silla de madera colocada patas arriba, se encontraba un hombre; un hombre verdadero, corto de talla y enjuto. Vestía un chaleco sucio de cuero curtido y pantalones cortados a media pierna; calzaba sandalias de esparto y se cubría con un puntiagudo gorro de lana. Su rostro estaba sucio y la barba canosa le llegaba casi al estómago.
—¡Je, je, je! —su voz era chirriante—. Por fin llegan visitantes. ¡Llevo mucho, mucho tiempo a la espera de que alguien me visite!
—¿Quién es usted? —preguntó Sturm.
—¡¿Yo?! ¡¿Que quién soy yo?! ¡El Rey de Lunitari! —proclamó el andrajoso fantoche.
Rapaldo I
—No me creéis —dijo el autoproclamado monarca.
—Es que no encaja con el arquetipo estereotipado —explicó Argos. El rey de Lunitari ladeó la cabeza.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Que no tiene aspecto de rey —le tradujo Sturm.
—¡Pues lo soy! Rapaldo I, marino, constructor de barcos, único y absoluto regente de la luna roja. Ése soy yo. —El hombre se acercó a la compañía con un andar nervioso e incierto de pasos arrastrados.
Los gnomos se abalanzaron sobre el rey Rapaldo y le estrecharon la mano en una rápida sucesión, intercalada con el parloteo de la versión abreviada de sus interminables nombres. Los ojos de Rapaldo miraron por encima de la barrera de gnomos.
Sturm se aclaró la garganta y con suavidad apartó a Remiendos del desconcertado personaje.
—Sturm Brightblade, de Solamnia —se presentó.
Kitiara dio un paso al frente y se echó atrás la capucha de piel. Rapaldo dio un sonoro respingo.
—Kitiara Uth Matar —dijo la mujer.
—S...señora —balbuceó Rapaldo—. No he visto a una verdadera dama desde hace muchos, muchos años.
—Tampoco estoy muy segura de que esté viendo a una en este momento —dijo ella entre risas. El hombre tomó su mano y la sostuvo con sumo cuidado. Contempló con embarazosa intensidad el dorso y la palma. Las manos de Kitiara no eran refinadas ni tersas; eran las de un guerrero: fuertes y flexibles. El reverente interés de Rapaldo le divertía.
De manera repentina, como si de pronto hubiese caído en la cuenta de que se comportaba como un idiota, el hombre soltó la mano de Kitiara y se irguió lo máximo que su corta talla le permitía; no más de un metro sesenta y cinco.
—Ahora, acompañadme al salón de audiencias, donde escucharé el relato de vuestra llegada. A mi vez, narraré la historia de mi naufragio. Por aquí... —indicó el rey de Lunitari; antes de abandonar la sala, colocó la silla en posición normal.
Siguieron a Rapaldo a través de una serie de habitaciones, en su mayor parte vacías y todas a cielo raso. Las piezas de mobiliario, bastante escasas, tenían un aire náutico; aquí un cofre, allá un sillón de capitán. Otros fragmentos de barco colgaban de las paredes: una gatera para cables hecha de cobre, un barandal de barrotes torneados y adornado con remaches de hierro, varios eslabones de la cadena de un ancla...
Crisol estiró de la manga a Sturm.
—Metal —susurró—. A montones.
—Ya lo he visto —dijo con voz calma el caballero.
—Por aquí, por aquí —insistió Rapaldo, gesticulante.
El salón de audiencias constituía el centro exacto de la fortificación. Era una habitación cuadrada de nueve metros de lado. Al entrar Rapaldo en la estancia, media docena de hombres-árbol se llevaron las lanzas de cristal a los inexistentes hombros a modo de saludo, ulularon al unísono tres veces, y retornaron las lanzas a su posición de descanso.
—Mi guardia de palacio —explicó el rey con arrogancia.
—¿Son inteligentes? —se interesó Alerón.
—No como lo somos tú y yo. Aprenden lo que les enseño, memorizan las órdenes, y cosas por el estilo; pero no estaban civilizados cuando llegué.
En el extremo más alejado del salón aparecía un tosco trono —un sillón de respaldo alto, montado sobre un grueso rectángulo de vidrio rubí. Era obvio que para la fabricación del sillón se habían utilizado trozos de viga de barco ya que se percibían con claridad los agujeros de las cabillas.
Rapaldo subió de un salto al pedestal vítreo y recogió el cetro que reposaba en el sillón. Se dio la vuelta, tomó asiento, suspiró, y apoyó en su antebrazo el emblema de su cargo. El cetro era, ni más ni menos, un hacha de carpintero o doladera.
—¡Oíd, oíd! La audiencia real de Lunitari da comienzo —recitó Rapaldo con voz estridente. Luego tosió y su enjuto pecho se convulsionó—. Yo, Rapaldo I, Rey, me hallo presente y presido la asamblea. En honor a nuestros inesperados huéspedes, Yo, el rey Rapaldo, relataré la maravillosa aventura de mi llegada a este lugar.
Bramante y Remiendos, presintiendo que comenzaría una larga historia, se sentaron en el suelo. Rapaldo se levantó de un salto.
—¡De pie! ¡Estáis en presencia del rey! —gritó descompuesto, al tiempo que subrayaba su frase con un mandoble de su hacha-cetro. Los gnomos se levantaron con presteza. Rapaldo temblaba de ira—. ¡Aquéllos que no muestren el debido respeto, serán expulsados de la sala por la Guardia Real!
Sturm y Kitiara intercambiaron una rápida mirada de entendimiento y la mujer se adelantó un paso e hizo una breve reverencia.
—Su majestad nos disculpará, pero es que hace mucho tiempo que no estamos en presencia de un rey —explicó.
Su intervención tuvo un resultado casi mágico. Rapaldo se relajó y tomó de nuevo asiento en su trono de madera. Al hacerlo, se escuchó un nítido claqueteo metálico. Sturm percibió el destello de una cadena que rodeaba la cintura del rey.
—Eso está mejor. ¿Qué sería un rey sin el respeto de sus súbditos? ¿O un capitán sin su barco? ¿O un barco sin timón? ¡Ta-ta! —Rapaldo se asió con fuerza a los brazos de su trono por unos instantes—. Hacía... diez años que n...no hablaba con un ser humano. Y a tal hecho deberéis imputar el que balbucee o pronuncie de manera atropellada las palabras en algún momento. —Respiró hondo e inició su relato.
»
Soy hijo y nieto de marineros, nacido en la isla de Enstar, en el Mar de Sirrion. A mi padre lo asesinaron los piratas Kernaffi cuando yo era aún un muchacho. Al conocer la noticia de su muerte, me escapé de casa rumbo al mar. Aprendí el manejo del hacha y la azuela.
Al oír esto, Carcoma se giró un poco para hacer un comentario en voz baja. Argos y Alerón se taparon la boca con la mano. Rapaldo prosiguió con su historia.
—El negocio de la construcción de barcos convirtió en hombre al muchacho; je, je. En el transcurso del verano, dejé de salir a la mar y permanecí en tierra, en Enstar; construía naves que surcarían el ancho y verde océano. —El hacha real se deslizó hasta el regazo de Rapaldo.
»
De haber seguido en tierra con ese trabajo, ahora no sería la real persona que tenéis ante vosotros. —Una raída manga resbaló por su huesudo hombro y Rapaldo la colocó en su sitio con gesto ausenta—. Ni estaría en esta luna —dijo entre dientes.
»
Un próspero armador llamado Melvalyn me contrató para que lo acompañara hasta Ergoth del Sur, donde planeaba comprar madera para construir una nueva flota de barcos mercantes, y quería a su lado a un experto para que eligiese la madera disponible. Se había dispuesto que saliésemos de Enstar hacia Daltigoth en el tercer día del otoño, una fecha nefasta. Dirazo, un adivino al que yo siempre consultaba sobre el momento propicio para realizar las cosas, sostuvo un parlamento con los espíritus oscuros y declaró que la fecha señalada para hacerse a la mar estaba maldita por la salida de Nuitari, la luna negra. Traté por todos los medios de retrasar el viaje, pero Melvalyn no cedió e insistió en que la travesía se realizase según lo planeado. Je, je. El viejo Melvalyn aprendió lo que significa ignorar los augurios. ¡Sí, ya lo creo que aprendió!
»
Un viento frío del sudeste nos arrastró al oeste de Ergoth. Viramos y viramos, pero apenas avanzábamos con el Soplo de Kharolis. Entonces, tras cuatro días de navegación, el viento dejó de soplar. Estábamos atrapados en un mar calmo.
»
No existe sensación de impotencia mayor que cuando te hallas en el mar sin un soplo de aire. Melvalyn probó todos los trucos conocidos: humedecer las velas, jalar con las anclas y cosas por el estilo; pero los resultados fueron mínimos. El cielo se cerró sobre nosotros, gris como un ojo de pez, y luego el padre de todas las tormentas desencadenó su furia.
Rapaldo, atrapado por su propio relato, se puso de pie de un modo abrupto e ilustró su historia con gestos bruscos y convulsos.
—El mar giraba así, y el viento soplaba así... —Sus manos se agitaron en direcciones opuestas y luego se entrechocaron frente a su rostro—. La lluvia golpeaba ululante y oblicua en la cubierta. El
Tarvolina,
que era el nombre de nuestro barco, perdió el mastelero, que arrastró con él a las vergas. Y entonces... entonces
aquello
se precipitó sobre nosotros y nos atrapó. —Rapaldo se encaramó en su trono y se hizo un ovillo, con la cabeza hundida entre las piernas, como si deseara protegerse del recuerdo.
—¿Qué era? —saltó Pluvio, inoportuno. Pero Rapaldo, que parecía aguardar la pregunta, no se enfadó por su irrespetuosa interrupción.
—Una tromba marina —respondió estremecido—. ¡Una gigantesca columna de agua arremolinada, de treinta metros de anchura en su base! Absorbió al
Tarvolina
como si se tratara de una hoja seca y lo elevó por el hueco de su centro. ¡Arriba, arriba, arriba! Algunos marineros, llevados por el terror, saltaron por la borda. Los que cayeron en su centro, se precipitaron kilómetros y kilómetros hasta el mar; pero aquéllos que al saltar chocaron contra el muro de agua arremolinada... —Rapaldo dio un pisotón en el asiento de su trono—, acabaron despedazados, como si hubiesen caído a un océano de afiladas cuchillas.
La metáfora le satisfizo pues esbozó una amplia sonrisa. Habría que decir en favor del desaliñado y sucio rey de Lunitari que poseía una dentadura sana y blanca. Rapaldo retomó el hilo de su relato.
—La tromba nos elevó tan alto, que el cielo dejó de ser azul. De los veinte hombres que componíamos la tripulación, sólo seis llegamos vivos al final del embudo de agua. A continuación, la tromba se volvió del revés y el
Tarvolina
se precipitó cabeza abajo y vino a parar aquí, a Lunitari.
El rey Rapaldo descendió de su trono de un salto. Sus pobladas cejas se fruncieron sobre los ojos oscuros.
—Tres hombres sobrevivieron al naufragio: Melvalyn, el oficial de derrota Darnino, y Rapaldo I. Melvalyn tenía una pierna rota y murió poco después. Darnino y yo casi perecemos de inanición, hasta que descubrimos que las plantas que crecían durante el día eran comestibles. Calmábamos la sed con el rocío que recogía la hierba roja durante la noche.
«Eso es algo que ignorábamos», pensó Sturm.
—Darnino y yo permanecimos juntos hasta que nos encontramos con los Oud-Ouhai, los hombres-árbol... Ellos no habían visto hasta aquel momento a un hombre, y nos confundieron con sus más temidos enemigos... —Aquí, Rapaldo hizo una pausa. Sus ojos observaron con fijeza a todos y cada uno de los componentes del grupo.
»
En fin, hubo una lucha en la que mataron a Darnino. Los lunitarinos estaban a punto de matarme, cuando levanté amenazante mi hacha. —Rapaldo acompañó la acción a sus palabras—. Y el arma les causó tal espanto que me proclamaron
oum-owa-oya,
es decir, supremo gobernante de todos y esgrimidor del sagrado hierro.
»
¡Los estúpidos salvajes jamás habían visto metal! Imaginaron que debía proceder de los dioses y que yo era su sagrado mensajero al que enviaban para protegerlos —añadió Rapaldo sin importarle la presencia, a unos pasos, de su Guardia Real. De este modo, concluyó su relato: con una risita ahogada.