—Será mejor que no lo intentes. Ven aquí —dijo a Sturm.
Se acercó y la mujer lo agarró por la manga. Aún le restaban fuerzas suficientes para tirar del hombre y hacerle que se sentara junto a ella. Sturm quiso protestar, pero Kit lo empujó contra la cuaderna y se acurrucó a su lado.
—Quédate aquí un poquito —dijo, con los ojos cerrados— para darme calor.
Sturm se encontró tumbado y sin poder moverse en la parte más gélida de la nave, con Kitiara acurrucada bajo su brazo izquierdo. Poco a poco, la respiración de la mujer se hizo lenta y regular. Él estudió el rostro que asomaba bajo las pieles de la capucha; el cutis había perdido bastante su habitual bronceado en las últimas semanas; las oscuras pestañas y los negros rizos parecían fuera de lugar en una guerrera tan ruda. Sus labios estaban algo entreabiertos y su aliento olía a vino dulce.
* * *
Unas horas más tarde, en lo que antes era el comedor, los gnomos les presentaron su gran diseño para mejorar la velocidad de
El Señor de las Nubes.
Trinos había diseñado todo el plan con tiza y trozos de carbón a todo lo ancho de una pared. Sturm se sentó en el suelo y se dispuso a escuchar con atención. Kit estaba de pie, apoyada en la pared, bastante apartada de él; tenía el gesto tenso, los labios prietos. Al parecer, la resaca le había agriado el humor. Alerón inició su disertación.
—Como veréis, nuestro plan se basa en equipar a
El Señor de las Nubes
con unas velas que se acoplarán a ambos lados de la bolsa de gas. Eso, y desplazar el exceso de peso hacia la proa para inclinar el casco, incrementará nuestra velocidad en... ¿en cuánto lo calculaste, Argos?
El astrónomo repasó las anotaciones garabateadas en el puño de su camisa.
—Un sesenta por ciento, o lo que es lo mismo, unos doce nudos —explicó.
—¿Con qué fabricaréis las velas? —inquirió Sturm.
—Con las ropas que reunamos. Tú y Kitiara contribuiréis también con todo cuanto podáis. ¡Ejem! Bien, si no tenéis más preguntas...
—¿Y qué me decís de los mástiles, las vergas y las jarcias? —interrumpió el caballero.
Carcoma levantó la mano y Alerón tomó asiento. El carpintero explicó con cierta jactancia.
—Yo encontré una solución a ese problema. Con escoplos y cepillos, cortaremos los baos y la batayola en fragmentos largos. Luego, atados con cuerdas, harán las veces de vergas.
—Déjame que les diga lo de las jarcias —pidió Bramante.
—Pero yo también sé cómo se harán —protestó Carcoma.
—¡Deja a Bramante que lo explique! —ordenó Remiendos. El carpintero se dejó caer en el suelo con un gruñido.
—Vamos, empieza de una vez —apremió Alerón.
—Estúpido sabelotodo —musitó entre dientes Carcoma.
—Se pueden trenzar en cualquier grosor de cabo que sea preciso. —El cordelero subrayó sus palabras con un chasquido de dedos y después regresó a su sitio. Sólo Remiendos aplaudió tras el breve informe. Sturm se incorporó.
—¿Manos a la obra? —propuso.
Formaron el «círculo de costura» en el comedor de la nave. En el centro, creció con rapidez un considerable montón de prendas de vestir alrededor del cual todos tomaron asiento. No resultó una tarea fácil. Sturm no sabía coser y Kitiara se negó en redondo a hacerlo. La guerrera limitó su colaboración a cortar con una daga las costuras de las ropas cedidas. De todos los gnomos, sólo Bramante y Remiendos, lo que no era de extrañar, se mostraron expertos con las agujas. De hecho, su maestría era tal, que también cosieron a la vela las ropas que llevaban puestas. Más tarde, debieron cortar todas las costuras para recuperarlas.
Después de hacer una breve pausa para comer y descansar un poco, reanudaron el trabajo. Unas cuantas horas después —era difícil calcular el tiempo en la noche perpetua—, las endebles velas confeccionadas con retales quedaron terminadas. Carcoma y Chispa, entretanto, habían cortado unas cuantas vergas de los baos más grandes de la nave. Había llegado el momento de aparejar a
El Señor de las Nubes
para la navegación.
Ataron al aparejo de la bolsa de gas los extremos de las vergas, entre las que desplegaron las velas, que no eran más que simples rectángulos que excedían de sobras la batayola de cubierta. Una vez colocadas, la nave viró con lentitud hacia un nuevo rumbo. Por lo común, los barcos tenían timón, pero ese no era el caso de
El Señor de las Nubes.
—¿Cómo dirigiremos este cacharro? —preguntó Kitiara.
—Hay que orientar las velas —respondió Sturm. El caballero estaba muy animado al ver que el aire hinchaba el estrafalario velamen de parches.
Entre todos, amontonaron los enseres y equipaje que les restaban en la parte delantera de la nave y ésta comenzó a desplazarse con renovado brío. Resultaba claramente perceptible el soplo del viento en la cubierta, y la embarcación inició un pronunciado vaivén que recordaba el movimiento de un caballito de balancín. El semblante de Kitiara adquirió un tono verdoso. El aparejo crujía y se tensaba. Las estrellas y las lunas surcaron la bóveda celeste a una velocidad cada vez más incrementada.
En lontananza surgieron unos cúmulos de nubes. Al cabo de un tiempo, la nave se zambulló en un banco de niebla vaporosa y húmeda que, al entrar en contacto con la embarcación, derritió la capa de hielo que velaba los cristales de ventanales y portillas; los pisos de la cubierta se tornaron peligrosamente resbaladizos. Sin embargo, no tardaron mucho en atravesar las nubes y, cuando salieron del albo muro, apareció ante sus extasiados ojos una magnífica perspectiva: el refulgente orbe azul de Krynn, un ingrávido oropel de plata y cristal suspendido en el espacio, frente a ellos.
A aquella distancia, su apariencia tan frágil y pequeña semejaba una canica de vidrio en la mano de un niño. Nuevos bancos de nubes se alzaron alrededor de la nave, aunque la tripulación de
El Señor de las Nubes
los esquivó con maniobras de las velas. En algunos de los cúmulos, restallaba el fugaz destello de los relámpagos. Pluvio los contempló anhelante; hacía meses que no había experimentado un fenómeno meteorológico natural. A diferencia de Kitiara, el gnomo estaba loco de alegría por haber perdido su «don»; caminar a todas horas envuelto en una tormenta era algo que no le deseaba a nadie, había declarado el buen Pluvio.
Un suceso peculiar se produjo mientras cruzaban con precaución por el laberinto de nubes y relámpagos. Los debilitados ecos del trueno retumbaron en el aire; pero, entremezclado con los últimos retazos de las agonizantes detonaciones, Sturm percibió otro sonido, un distante clamor, como una llamada de trompetas.
—¿Has oído? —le preguntó a Chispa, que se encontraba junto a él.
—No. ¿Qué?
El sonido se repitió, más claro y cercano.
—¡Ahí está de nuevo! —exclamó el caballero.
—¡Qué extraño! Parece un... —Antes de que el gnomo pudiera acabar la frase, un ánade silvestre, verde y dorado, se precipitó contra la vela.
—¡Un pato! —barbotó Chispa.
El ánade tenía un tamaño considerable y su impacto medio arrancó de los finos palos la frágil vela. El animal se enredó en el aparejo y cayó a los pies del gnomo.
—¡Eh! ¡Hemos cazado un pato al vuelo! —gritó alborozado.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Bramante.
—Ha dicho que nos echemos al suelo —dijo Remiendos, ya tumbado boca abajo sobre la cubierta.
—¡No, por Reorx, ha atrapado un pato! —exclamó Alerón.
Chispa levantó los pliegues de la vela, y el ánade asomó la cabeza. Sus pupilas negras, como cuentas de vidrio, observaron con total hostilidad a la tripulación de
El Señor de las Nubes.
—¿De dónde habrá salido? —se preguntó Pluvio.
—¿De dónde va a ser? ¡De un huevo, cabeza hueca! —replicó Carcoma.
—Agarradlo —intervino Kitiara—. Los patos son un plato sabroso.
Al igual que ellos habían perdido sus dones al alejarse de la influencia de Lunitari, así había ocurrido también con las plantas, que ya no tenían su habitual variedad de sabores y su textura era correosa y su sabor insípido. A la guerrera se le hizo la boca agua al pensar en el pato asado, dorado, crujiente.
—No es mucho para once. Si hubiesen sido mas... —dijo Sturm.
—¡Patos a la vista! —voceó Bramante. Por estribor se perfilaba una mancha oscura contra el gris de las nubes: una bandada de ánades.
—¡Hay que esquivarlos! —gritó el caballero—. ¡Si chocan contra nosotros, nos destrozarán!
Los gnomos se abalanzaron hacia el aparejo y arriaron con precipitación la vela de babor. La nave se escoró y eludió a la bandada, pese a que se meció con violencia bajo la bolsa de gas, como un péndulo. Varios ánades se estrellaron contra el casco y salieron rebotados; otros sobrevolaron la cubierta en medio de escandalosos chillidos. Viraron, revolotearon y, presas del pánico, se golpearon contra los costados del puente de mando. Por suerte, ninguno se estrelló contra las alas ni la bolsa de gas.
—¡Es absurdo! —opinó Kitiara—. ¿Cómo pueden alcanzar tanta altura unos patos?
Chispa se asomó por la batayola. El gnomo sujetaba con firmeza bajo su brazo al primer pato que había caído en la cubierta.
—Quizás ésta es su ruta cuando emigran —sugirió.
—Una teoría interesante —opinó Argos—. ¿Se limitarán a volar en círculos durante los tres meses o tendrán algún punto de destino?
Entretanto, Kitiara había amarrado las patas del animal con una tira de cuero y las alas con un trozo de cuerda. Al advertir que Remiendos observaba atentamente sus movimientos, preguntó irritada.
—¿Prefieres hacerlo tú?
—No, me preocupa que le hagas daño.
—¡Hacerle daño! ¡Tengo intención de comérmelo!
—¡Oh, no! Es muy bonito, con esas plumas doradas y verdes...
—Sí, y aún tendrá mejor aspecto asado en la cazuela.
Los patos que yacían inconscientes en la cubierta, eligieron aquel preciso momento para levantarse y alzar el vuelo en medio de agudos graznidos. En unos pocos segundos, todos se habían marchado a excepción del ánade que Kitiara había amarrado; el animal lanzó unos gritos desesperados a sus compañeros que lo abandonaban.
Remiendos lo contempló un largo rato, y luego se lo entregó a Kitiara. Dos lagrimones se deslizaron por las mejillas del gnomo, y cuando la mujer cogió al ánade, no pudo contener un ahogado sollozo.
—¡Por todos los dioses! —exclamó la guerrera—. Quédatelo, Remiendos. ¡Que te diviertas!
—¡Oh, lo haré! —El pequeño gnomo salió disparado hacia la puerta de los camarotes con el pato en los brazos—. Ya le he encontrado un nombre: Oro Viejo. Por sus plumas doradas, que parecen tener siglos. —La puerta se cerró tras el feliz hombrecillo.
—Vaya, ahora en lugar de tener pato para cenar, hay una boca más que alimentar —refunfuñó Kitiara.
—No te preocupes. Ese animal es uno de nosotros: vuela muy alto y muy lejos del hogar —fue el comentario final de Sturm.
La carabela abandonada
No hubieran sabido decir cuándo se produjo el cambio. Fue lento; no advirtieron oscilaciones bruscas ni perturbaciones dramáticas. En algún momento, mientras se encontraban rodeados por los hinchados cúmulos blancos,
El Señor de las Nubes
cesó de elevarse hacia Krynn y descendió con lentitud en dirección al planeta. Sturm interrogó a Argos acerca de aquel fenómeno, pero el gnomo sólo farfulló algo sobre «la densidad de la materia en relación con el aire» y no añadió nada más. El caballero imaginó que ni el mismo Argos lo comprendía.
Fuera como fuese, lo cierto es que la órbita azul de Krynn pasó de estar encima de sus cabezas a encontrarse bajo sus pies y conforme se acercaban a su planeta natal, las corrientes de aire crecieron de intensidad y la navegación se hizo más veloz.
—Deseo que llegue el momento de aterrizar —comentó Kitiara—. ¡Como tenga que continuar comiendo palitos rosas y bebiendo agua mucho tiempo más, me saldrán cuescos de lobo por las orejas!
Remiendos, que escuchó el comentario de la guerrera, procuró que la mujer alejara la vista de Oro Viejo.
Poco a poco, la atmósfera se tornó más cálida y húmeda. Los viajeros agradecieron el aumento de la temperatura. Sin embargo, acostumbrados al aire liviano de Lunitari, el más denso y opresivo de Krynn les causó fatiga y cansancio; durante algún tiempo no tuvieron ánimos ni fuerzas para realizar el más mínimo esfuerzo.
—Por los dioses —jadeó Sturm, mientras ayudaba a Carcoma y a Chispa a manejar la vela de babor—. No me había sentido tan agotado desde aquella ocasión en que Flint y yo escapamos de los enanos del bosque, después de que Tasslehoff «tomara prestada» parte de su plata.
El día y la noche se sucedieron a un ritmo más parejo y el sueño del caballero se hizo más profundo y de más larga duración a medida que transcurrían las jornadas. Argos les informó que la travesía había comenzado hacía diecinueve días y que, según sus estimaciones, tardarían otros dos en tomar tierra.
El cielo permutó su perpetuo manto negro por un hermoso azul; en el horizonte proliferaron las nubes. Por fin, a través de los resquicios abiertos entre los hinchados cúmulos, entrevieron bosques, campiñas, montañas y mares. Todavía se encontraban a mucha altitud, pero al menos tenían la referencia de terreno sólido bajo sus pies.
La mañana del que sería su último día a bordo amaneció bochornosa y húmeda. Las velas colgaban fláccidas de los mástiles y se amontonaban en pliegues sobre la cubierta. Una neblina pegajosa se cernió sobre la nave; no se veía más allá de tres metros de la batayola. Alerón comenzó a vocear.
—¡Holaaa! ¡Holaaa!
—No se ve nada —comentó Kitiara, que tenía los ojos entrecerrados en un arduo esfuerzo por escudriñar más allá del blanquecino manto.
—Ni siquiera sabemos a qué altura volamos —añadió Sturm. Tenían la sensación de que
El Señor de las Nubes
se encontrara metido en una bola de algodón. Tartajo hizo acto de presencia en la cubierta; el jefe de los gnomos portaba un cabo al que había atado un rezón.
—D...deberíamos arrojarlo por la b...borda. Cabe la p...posibilidad de que se enganche en la c...copa de un árbol. Así nos detendríamos.
El gnomo se dirigió hacia la proa y dejó caer el rezón, que luego ató al bauprés. Cuando el hombrecillo regresó al centro de la nave, Kitiara le preguntó cuándo dejarían escapar el gas de la bolsa.
—Lo haremos c...cuando estemos seguros de hallarnos p...próximos a tierra, no antes.