El gran espectáculo secreto (81 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Bien —dijo Tesla a Jaffe—. ¿Nos vamos?

—Sí.

—¿Es éste el camino bueno?

—Tan bueno como cualquier otro —respondió él, mientras se ponía en cabeza.

Así comenzó una marcha que, a su manera, fue más aterradora que el descenso. En primer lugar, porque sólo disponían de una linterna, y la llevaba Hotchkiss, que iba detrás de Jaffe. Resultaba ridículamente insuficiente, y su luz servía más de guía a Tesla y a Grillo, que iban los últimos, que para iluminar el camino que tenían que recorrer. Tropezaban y caían, y volvían a tropezar. El entumecimiento era buena cosa, en cierto modo, porque aplazaba cualquier certidumbre del dolor que sentían al andar.

La primera parte del camino no fue hacia arriba, sino serpenteante por varios pequeños ensanches, con el rugido del agua en torno a ellos. Anduvieron por un túnel que, evidentemente, había sido cauce de agua hasta entonces. El fango les llegaba a los muslos, y del techo caía en goterones sobre sus cabezas. Eso les vino muy bien poco después, cuando el pasadizo se hizo tan angosto que, de no ser por lo resbaladizos que tenían el cuerpo gracias a tanto fango como les había caído encima, no hubieran podido deslizarse por entre los muros de roca. A partir de ese punto comenzaron a ascender. La subida, al principio, era leve, pero se iba haciendo más pendiente poco a poco. Y luego, aunque el ruido del agua había aminorado, notaron una nueva amenaza en los muros del pasadizo: la presión de tierra contra tierra. Nadie dijo nada. Se sentían demasiado agotados para desperdiciar aliento en lo que todos sabían, que el terreno sobre el que Grove estaba edificado se amotinaba. El ruido crecía a medida que iban subiendo, y, en varias ocasiones, les cayó encima polvo del túnel, salpicándoles en la oscuridad.

El primero que sintió la brisa fue Hotchkiss.

—¡Aire fresco! —exclamó.

—Por supuesto —comentó Jaffe.

Tesla volvió la vista para mirar a Grillo. Sus sentidos estaban tan agotados que ya no se fiaba de ellos.

—¿Lo notas? —le preguntó.

—Creo que sí —respondió Grillo, con voz apenas audible.

Esa promesa apresuró su avance, aunque cada vez resultaba más ardua la subida, porque los túneles llegaban incluso a vacilar a veces bajo sus pies; tal era la violencia de los movimientos de tierra en torno a ellos. Pero ya se sentía algo más que un mero atisbo de aire fresco por encima de ellos, y eso los animaba. También sentía una leve promesa de luz, que fue convirtiéndose en certidumbre poco a poco, hasta que consiguieron ver la roca que estaban escalando. Jaffe subía apoyándose con una sola mano, con una facilidad casi aérea, como si su cuerpo no pesase nada en absoluto. Los demás subían a duras penas tras él, sin poder casi seguirle, a pesar de la adrenalina que empezaba a reanimar sus agotados sistemas. La luz crecía en intensidad, y eso era lo que les daba vida; su claridad les obligaba a entornar los ojos. Siguió haciéndose más y más viva, y ellos ahora ascendían con verdadero ahínco, olvidados de toda cautela al apoyar las manos y los pies.

Los pensamientos de Tesla eran un confuso revoltijo de incoherencias, más como si soñase despierta que como pensamiento consciente. Su mente estaba demasiado exhausta para imponerse un orden. Pero revisó, una y otra vez, los cinco minutos que había tardado en resolver el enigma del medallón, y no dio con la razón de sentirse tan obsesionado por ello hasta que sus ojos volvieron a ver, por fin, el cielo: aquella salida de la oscuridad era como salir del pasado, y, también, como salir de la muerte. De ser de sangre fría a un ser de sangre caliente. De lo ciego e inmediato a la capacidad de ver lejos. Vagamente pensó: ésta es la razón de que los hombres vayan bajo tierra; para recordar que viven bajo el sol.

En el último momento, ya con la luz envolviéndoles agobiante, Jaffe se hizo a un lado y dejó a Hotchkiss pasar delante.

—¿Has cambiado de idea? —le preguntó Tesla.

Pero el rostro de Jaffe expresó algo más que duda.

—¿De qué tienes miedo? —insistió Tesla.

—Del sol —respondió él.

—¿No seguís vosotros dos? —intervino Grillo.

—Un momento —dijo Tesla—, sigue tú.

Grillo pasó junto a ellos, recorriendo, vacilante y pesadote, los últimos pasos que restaban para llegar a la superficie, donde ya se encontraba Hotchkiss. Tesla le oyó reír solo. Mucho le costaba posponer el placer de reunirse con él; pero ya que habían llegado hasta allí con Jaffe, no quería perderle en el último momento.

—Odio al sol —dijo Jaffe.

—¿Por qué?

—Porque él me odia a mí.

—¿Quieres decir que te hace daño? ¿Eres alguna especie de vampiro?

Jaffe entornaba los párpados contra la luz.

—Fletcher era el que amaba el cielo.

—Quizá debieras aprender de él.

—Es demasiado tarde.

—En absoluto. Ya has hecho bastante daño, y ahora tienes la oportunidad de remediarlo en lo posible. Lo que se viene encima es peor que tú. Piensa en eso.

Jaffe no respondió.

—Mira —prosiguió ella—, al sol le da igual lo que tú hagas. Brilla sobre todo el mundo, sobre los buenos y sobre los malos. Ojalá no fuera así, pero lo es.

Jaffe asintió.

—¿Te he hablado… de Omaha? —preguntó él.

—No trates de hacerte el remolón, Jaffe. Lo que tenemos que hacer es subir.

—Moriré.

—Entonces todos tus problemas habrán acabado, ¿no te parece? —dijo ella—. ¡Vamos, arriba!

Jaffe la miró con fijeza, el brillo que Tesla había visto en sus ojos cuando entró en la cueva había desaparecido por completo. Más aun, no quedaba nada en él que indicase capacidad sobrenatural alguna. Su aspecto era de lo más comente: un hombre acabado, gris y lamentable, al cual, sí ella lo viera por la calle, no dedicaría más que una ojeada indiferente, y, caso de que se fijara en él, lo haría sólo para preguntarse qué le habría puesto en tal estado. Les había costado mucho tiempo y mucho esfuerzo (y a Witt la vida) sacarle del interior de la Tierra. Y, la verdad, viéndole así, se diría que no había valido la pena. Con la cabeza inclinada para rehuir de la luz del sol, Jaffe subió, por fin, los últimos metros que lo separaban de la superficie y salió. Tesla lo siguió. La luz se volvía mareante, casi le daban ganas de vomitar. Cerró los ojos contra ella, hasta que un estallar de risas la forzó a abrirlos de nuevo.

Era algo más que alivio lo que hacía que Hotchkiss y a Grillo prorrumpieran en risas. El camino de vuelta a la superficie les había conducido al centro mismo del estacionamiento del «Motel de la Terraza».


Bienvenidos a Palomo Grove,
decía el letrero.
El paraíso de la Prosperidad.

VI

Como a Carolyn Hotchkiss le gustaba repetir a sus tres mejores amigas, tantos años antes, la corteza de la Tierra era delgada, y Palomo Grove estaba edificado a lo largo de una falla de esa corteza, la cual, un día u otro, acabaría por romperse y hundir a la ciudad en un abismo. En las dos décadas anteriores desde que Carolyn había acallado sus propias profecías a fuerza de píldoras, la tecnología de predicción de ese momento había progresado de manera espectacular. Se habían hecho mapas de fallas apenas visibles, y su actividad se vigilaba con atención y eficacia. En el caso de la gran falla se esperaba que el aviso llegaría con tiempo suficiente para salvar millones de vidas, y no sólo en San Francisco y en Los Ángeles, sino también en comunidades de menor importancia, como Palomo Grove. Ninguno de esos monitores y cartógrafos, sin embargo, podía haber predicho los acontecimientos ocurridos en «Coney Eye», por lo súbitos, o la escala de sus consecuencias. Los retorcimientos sufridos por el interior de la casa de Vance habían enviado un sutil pero persuasivo recado por el interior de la colina, y ese mensaje se había ramificado por las cuevas y túneles que se extendían bajo la ciudad, poniendo en agitado movimiento un sistema que llevaba años murmurando, hasta hacerle retorcerse y aullar. Aunque las consecuencias más espectaculares de esta rebelión tuvieron lugar en las partes inferiores de la colina, donde el terreno se abrió como si la gran catástrofe estuviese ya en plena marcha, ladeando una de las terrazas hasta medio hundirla en una grieta de doscientos metros de longitud y veinte de anchura. Todos los barrios de Palomo Grove resultaron dañados. La destrucción no terminó después de la primera oleada de conmociones, como hubiera cabido esperar en el caso de un terremoto normal. Fue en aumento, al esparcirse el recado de anarquía, y los menores movimientos de tierra se hicieron lo bastante grandes para engullir casas y garajes, aceras y tiendas. En Deerdell, las calles más cercanas al bosque fueron las primeras en sufrir daños, y los pocos habitantes que quedaban recibieron aviso de la inminente destrucción por una fuga masiva de animales, que escaparon antes de que los árboles trataran de arrancarse de cuajo a sí mismos y los siguieran. Y cayeron, las raíces al aire, mientras las casas seguían su ejemplo, calle tras calle, desperdigadas como castillos de naipes. Stillbrook y Laureltree sufrieron daños igual de grandes, pero sin aviso previo o progresión alguna discernible. Se abrían súbitas grietas en medio de las plazas y los patios. Las piscinas se quedaban sin agua en cuestión de segundos. Las calzadas se convertían de pronto en modelos a escala del Gran Cañón. Pero, arbitraria o sistemática, la catástrofe final se desarrollaba de idéntica forma barrio tras barrio. Grove estaba siendo engullida por la tierra sobre la que había sido construida.

Hubo muertos, como era lógico; y muchos. Pero casi ninguno llamó la atención, por tratarse de gente que llevaba varios días encerrada a solas en sus casas, reconcomiéndose de recelos sobre el mundo en general que no se atrevían a sacar a la luz del sol. No fueron echados de menos porque nadie sabía a ciencia cierta quién se había ido de la ciudad y quién se había quedado. La solidaridad de los habitantes de Grove después de la primera noche en la Alameda, fue de puro trámite. No se convocaron reuniones comunitarias para hacer frente a la crisis, ni se debatieron temores recíprocos. A medida que aquello empeoraba, la gente se limitaba a escapar discretamente, por lo general de noche, pero casi siempre sin decir nada a sus vecinos. Y los solitarios que se quedaron acabaron enterrados bajo los escombros de sus tejados, sin que nadie supiera siquiera que se encontraban allí. Cuando las autoridades se dieron cuenta de la magnitud de la catástrofe, muchas de las calles eran ya zona prohibida, y localizar a las víctimas, algo que se dejaba para más adelante, cuando la cuestión más urgente de lo que había ocurrido (y seguía ocurriendo) en la residencia de Buddy Vance no apremiase tanto.

A los primeros observadores —policías veteranos que ya creían haberlo visto todo— les pareció evidente que en «Coney Eye» se había desencadenado alguna clase de fuerza que no iba a ser nada fácil identificar. Hora y media después de que el primer coche patrulla llegara a «Coney Eye» e informara por radio a sus superiores del estado en que se encontraba la casa, varios agentes del FBI se personaron en la escena, mientras dos profesores —un físico y un geólogo— iban ya de camino de Los Ángeles. La Policía entró en la casa y llegó a la conclusión de que el fenómeno acaecido en su interior, que no parecía nada fácil de explicar, podía ser definido como potencialmente letal. Lo que estaba muy claro, en medio de tantas incertidumbres, era que los habitantes de Grove, de la manera que fuese, se habían dado cuenta de que en su ciudad se había producido (o estaba a punto de producirse) cierto desorden fundamental. En vista de ello comenzaron a abandonar sus hogares horas, o incluso días, antes de la catástrofe. Y uno de los incontables misterios que presentaba aquel lugar era por qué ninguno de ellos se habían molestado en advertir a nadie de más allá de Palomo Grove.

Si los investigadores hubiesen sabido dónde mirar, hubieran recibido todas las respuestas de cualquiera de los individuos que acababan de salir de debajo de la tierra delante del «Motel de la Terraza». Lo malo era que sus explicaciones les hubiesen parecido pura locura, pero incluso Tesla —que hasta entonces se había opuesto con verdadero andar a que Grillo contase la historia— estaba dispuesta a hablar con toda libertad en cuanto tuviese suficiente energía para hacerlo. El calor del sol, más aun, su mera presencia, la había reanimado algo, pero también había resecado el fango y la sangre que cubrían su rostro y su cuerpo, aumentando así, como en un compartimiento hermético, el frío que sentía en la médula de sus huesos. Jaffe fue el primero en refugiarse a la sombra del motel, y ella le imitó pocos minutos después. El establecimiento había sido abandonado por sus huéspedes y por el personal, y con razón sobrada. La grieta que se había abierto en el estacionamiento no era más que una de las muchas que había, la más grande de las cuales se extendía hasta la misma puerta del edificio, y sus fisuras escalaban la lachada, como ramificaciones de un rayo salido de la tierra. Dentro del motel había muchos indicios de lo apresurada que había sido la fuga de sus últimos ocupantes: maletas y objetos personales aparecían esparcidos por la escalera, y las puertas que los temblores de tierra no arrancaron, estaban abiertas de par en par. Tesla fue mirando habitación por habitación hasta que encontró ropa abandonada. Entonces abrió un grifo con el agua tan caliente como su cuerpo podía resistir, se desnudó y se metió en la bañera. El calor la llenó de soñador deleite, tanto, que necesitó toda su fuerza de voluntad para salir de aquel paraíso y secarse. Por desgracia, allí había espejos, y el espectáculo que su magullado y dolorido cuerpo ofrecía resultaba lamentable. Se vistió lo más rápidamente que pudo, con prendas que ni le caían bien ni estaban conjuntadas, pero que le gustaban; después de todo, ella había preferido siempre la moda bohemia. Mientras se vestía, tomó algo de café frío que había en la habitación. Eran las ocho y veinte cuando salió: casi siete horas después de su llegada a Deerdell para iniciar el descenso.

Grillo y Hotchkiss estaban en la oficina del motel. Se habían lavado y hecho café caliente, aunque no tan a fondo como ella, limitándose a sacar sus rostros limpios de debajo del fango que los cubría. Se habían quitado los empapados jerseis, y puesto otros limpios, hallados allí. Los dos estaban fumando.

—Tenemos de todo —dijo Grillo, cuyas maneras revelaban mucho apuro, pero estaba decidido a no mostrarlo—: café, cigarrillos, bollos duros. Lo único que nos faltan son drogas duras.

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