El gran espectáculo secreto (68 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Tesla oyó el ruido de un choque en la carretera que acababa de
dejar,
seguido por otro, y otro más, como de coches —a cuyos conductores distrajo un momento de terror— que se amontonaran. Los cláxones comenzaron a resonar en plena noche.

«El Mundo es redondo —se dijo Tesla—, como la rueda de este volante que tengo asido con las dos manos.
No puedo caerme del Mundo, no puedo caerme del Mundo, no puedo caerme del Mundo.»
Aferrada a esta idea y al volante con idéntica desesperación, se lanzó en dirección a la ciudad.

Al observar los coches que volvían, Clark vio luces que ascendían por la colina. Su avance era demasiado lento para que fuesen faros de coche. Clark, curioso, abandonó su puesto de vigilancia y se aproximó unos pasos a la pendiente. Había andado unos veinte metros cuando, en la curva de la carretera, vio la causa de aquellas luces. Era humana. Una muchedumbre de cincuenta personas o más subía hacia la cima, cuerpos y rostros borrosos, pero brillantes en la oscuridad como caretas de Halloween. A la cabeza del grupo iba una pareja de jóvenes bastante normal al parecer; pero, teniendo en cuenta la índole de la pandilla que los seguía, Clark lo puso en duda. Retrocedió y dio media vuelta, dispuesto a poner el mayor espacio posible entre él y aquella gente.

Rab tenía razón. Hubiera sido mejor marcharse de allí mucho antes, dejando aquella condenada ciudad que se las arreglase como pudiera. Él había sido contratado para echar con cajas destempladas a los gorrones que quisieran entrar en la fiesta, no para que frenara ventoleras y antorchas ambulantes. Bueno estaba lo bueno.

Lanzó su radio al suelo y ascendió hacia el lado opuesto a la casa. Allí, la maleza era tupida, y el terreno pendía, abrupto, pero Clark se escabulló en la oscuridad sin cuidarse de si llegaba al otro lado de la colina en andrajos. Lo único que deseaba era verse lo más lejos posible de la casa cuando aquella pandilla llegara al portal.

En aquellos últimos días Grillo había visto cosas que le habían dejado sin aliento, pero, más o menos, se apañó para encajarlas en su visión del mundo. Sin embargo, lo que se apiñaba en ese momento ante sus ojos era tan ajeno a su capacidad de comprensión que sólo pudo decir
no
a todo aquello.

Y no una, sino una docena de veces.

—No… no… —y así sucesivamente—. No.

Pero negar la evidencia no le servía de nada. Aquel espectáculo rehusaba saludar e irse. Al contrario, permanecía allí. Y exigía continuar estándolo.

Los dedos del Jaff habían penetrado en la pared de la sala y la tenían asida. Dio un paso atrás, y luego otro, tirando hacia sí de la sustancia sólida, como si en vez de mampostería fuese frágil hojaldre. Los cuadros carnavalescos y feriales que colgaban de la pared comenzaron a moverse; las intersecciones entre pared, techo y suelo se aflojaron hacia el puño del Artista, perdiendo su rigor, su lógica.

Era como si toda aquella sala no fuese otra cosa que la pantalla de un cine y el Jaff hubiera cogido la lona y se hubiese puesto a tirar de ella. La imagen proyectada, que momentos antes parecía tan viva, se revelaba ahora simple apariencia.

Es una película,
pensó Grillo.
Todo el jodido Mundo es una película.

Y el Arte, la evidencia de esa farsa. Como apartar la sábana, el sudario, la pantalla.

Y Grillo no era el único que se desconcertaba ante esa revelación. Varios de los dolientes de Buddy Vance despertados violentamente de su estupor, abrieron los ojos y se rieron ante un espectáculo que ni drogados habían llegado a ver jamás.

Hasta al mismo Jaff pareció sorprenderle lo fácil que resultaba la tarea. Su cuerpo, recorrido por un escalofrío, nunca se había visto tan frágil, tan vulnerable, tan
humano
como en ese momento. Por muchas pruebas que le hubiese costado prepararlo para ese paso, no habían sido bastantes. Nada podría ser bastante. El arte era un reto a la condición misma de la carne. Todas las certidumbres más profundas del ser se rendían ante él. De algún lugar de detrás de la pantalla llegó a los oídos de Grillo un ruido más y más alto que le llenó el cráneo como el latir de su propio corazón. Convocaba a los
terata.
Grillo miró en torno a sí y les vio entrar por la puerta, dispuestos a prestar ayuda a su amo en todo cuanto fuese inminente. No estaban interesados en Grillo, y éste sabía que podía marcharse de allí en cualquier momento sin temor a que se lo impidieran. Pero Grillo no tenía fuerzas para abandonar aquel lugar, por mucho que el vientre le doliera. Estaba a punto de ver todo lo que tenía lugar en la pantalla del Mundo, y sus ojos no querían perderse el espectáculo. Si escapaba, ¿qué podría hacer?, ¿correr a la puerta del jardín y observarlo desde una prudente distancia? Pero la cuestión era que allí no había distancias prudentes, por lo menos sabiendo lo que él sabía. Se pasaría el resto de su vida tocando el mundo real y diciéndose que, con sólo que tuviese el Arte en las puntas de los dedos, se fundiría.

No todos eran tan fatalistas. Muchos de los que aún se hallaban lo bastante conscientes para intentarlo, corrieron a la puerta, pero la enfermedad de maleabilidad que había infectado las paredes se extendía también a la mitad del suelo, que ahora estaba reblandecido, y trababa los pasos de los que querían huir, mientras el Jaff tiraba, ahora con ambas manos, de la materia de la sala.

Grillo buscó algún lugar sólido en aquel ambiente cambiante, pero lo único que encontró fue una silla, tan expuesta a los nuevos caprichos de la física como cualquier otro de los objetos en la sala. Se le escapó de la mano, y Grillo cayó al suelo de rodillas; el golpe hizo que sangrara de nuevo por la nariz. La dejó correr.

Cuando alzó la mirada, Grillo vio que el Jaff había tirado tanto del otro extremo de la sala que la había cambiado hasta el punto de hacerla irreconocible. El esplendor de las luces del patio estaba tamizado, casi desaparecía, sumido en un tirón anónimo y tan tenso que no tardaría en romperse. El ruido que llegaba del otro lado no había aumentado, pero se volvió, en cosa de segundos, casi inevitable, como si siempre hubiera estado allí, justo más allá del alcance de los oídos.

El Jaff asió con su mano otro puñado de materia de la sala y tiró de la pantalla de tal manera que la llevó al tope de su resistencia. No se rasgó en un solo sitio, sino en varios. La sala volvió a ladearse, y Grillo se asió al suelo que se levantaba mientras los cuerpos pasaban rodando por su lado. En aquel caos entrevió al Jaff, que, en ese momento final, parecía estar arrepentido de todo cuanto había hecho, forcejeando con la materia prima de la realidad que había cogido como si tratara de arrojarla lejos de sí. O sus puños no le obedecían y se negaban a soltarla, o esa materia tenía ya su propio impulso y se abría por sí sola, sin su ayuda, porque Grillo observó una mueca de abyecto terror en el rostro del Jaff, y le oyó gritar una orden a sus legiones. Todos corrieron hacia él, sus anatomías encontraban asidero en aquel caos cambiante que se movía. Grillo se vio forzado a arrojarse al suelo, porque pasaban por encima de él. Apenas comenzado su avance, sin embargo, algo ocurrió que les indujo a detenerse. Grillo se asió como pudo a derecha e izquierda, sin que le inspirase miedo nada ya, en vista de tantas cosas peores como tenía ante los ojos, y se levantó de nuevo para ir hacia la puerta. Ese extremo de la sala seguía más o menos intacto aún. Sólo un pequeño temblor de la arquitectura daba una idea de lo que ocurría a sus espaldas. Grillo veía todo el vestíbulo, y, más allá de éste, hasta la puerta de la calle, que permanecía abierta. Y en el umbral estaba el hijo de Fletcher.

Howie entendía que había llamadas más perentorias que las de creadores y maestros. Había también la llamada de una cosa por su opuesta, por su enemigo natural. Esta última era la que impulsaba a los
terata
a volverse hacia la puerta, dejando todo aquel caos en manos del Jaff.

—¡Vienen! —gritó al ejército de Fletcher, apartándose para dejar pasar a todos los
terata
que se acercaban a la puerta.

Y Jo-Beth, que había entrado detrás de él, se inmovilizó en el umbral. Howie la
agarró
de un brazo y la apartó de allí.

—Es demasiado tarde —dijo ella— ¿Te das cuenta de lo que está haciendo? ¡Dios mío! ¿No lo ves?

Con la causa perdida o no, lo cierto era que las criaturas de los sueños iban dispuestas a enfrentarse con los
terata,
lanzándose al asalto en cuanto la inundación que formaban salió de la casa. Subiendo por la colina, Howie había pensado que la lucha que le esperaba sería, en cierto modo,
refinada;
una batalla de voluntades, o de ingenio. Pero la violencia que se encendía en torno a él en aquel momento era puramente física. Lo único que tenían para lanzar a la batalla eran sus propios cuerpos, y se habían lanzado a la tarea con una ferocidad que a Howie le parecía imposible en aquellas almas melancólicas encontradas en el bosque, y tanto más en los personajes educados que había visto en casa de los Knapp. Allí no había diferencia alguna entre héroes y niños. Apenas resultaba posible reconocerles ahora, pues los últimos rasgos de los personajes de sueños que habían encarnado se desvanecían ante un enemigo tan anónimo como ellos. En la batalla, entre esencias, se dirimía el afán de luz de Fletcher contra la obsesión del Jaff por la oscuridad. Debajo de ambas pasiones había una misma intención unificadora: la destrucción del otro.

Howie creía haber hecho lo que le habían pedido; guiarles colina arriba, animando a los rezagados que se olvidaban de su deber y comenzaban a disolverse. En el caso de algunos de ellos, quizá conjurados de manera menos coherente, no pudo impedir que sus cuerpos se desvanecieran en el aire antes de que pudiera llevarles a una distancia desde la que husmear al enemigo. Para el resto, la aparición de los
terata
había sido estímulo suficiente. Y lucharon hasta quedar hechos pedazos.

Ya había cuantiosas bajas en ambos bandos. Fragmentos de lustrosa oscuridad arrancados de los cuerpos de los
terata;
trozos de luz desgajados del ejército de los sueños. No se percibían signos de dolor entre aquellos guerreros, ni se veía sangre en sus heridas. Soportaban ataque tras ataque. Luchaban a pesar de daños que cualquier ser vivo no hubiera sido capaz de resistir. Sólo cuando más de la mitad de su sustancia se desgajaba de sus cuerpos, se disgregaban y dispersaban; pero, aun entonces, el aire en el que se disolvían no quedaba vacío, sino que zumbaba y se agitaba como si la guerra continuase a un nivel subatómico; partículas positivas y negativas seguían la lucha hasta quedar en tablas, o hasta la extinción de ambas.

Esto último era lo más probable, a juzgar por la actitud de las fuerzas que luchaban delante de la casa de Buddy Vance. Los dos contingentes estaban igualados, de modo que se limitaban a extirparse mutuamente, respondiendo al daño con el daño, mientras su número disminuía.

La batalla se había extendido hasta la puerta del jardín cuando Tesla llegó a la cima de la colina, y salía a la carretera. Formas que pudieron haber sido reconocibles en otro tiempo, pero que se habían convertido en puras abstracciones, manchones de oscuridad, manchones de luz, se desgarraban mutuamente. Tesla detuvo el coche y se dirigió hacia la casa. Dos de los combatientes salieron de entre los árboles que flanqueaban la calzada y cayeron al suelo a pocos metros de distancia de ella, sus miembros entrelazados —se diría que «entrehincados»— en mortal combate. Tesla los miró, aterrada. ¿Era esto lo que liberaba el Arte? ¿Era así como escapaban de la Esencia?


¡Tesla!

Tesla miró. Howie estaba delante de ella. Su explicación fue rápida e implacable.

—Ha empezado —dijo—. El Jaff está utilizando el Arte.

—¿Dónde?

—En la casa.

—¿Y éstos?

—La última defensa —replicó Howie—. Llegamos demasiado tarde.

«¿Y ahora, qué, muchachito? —pensó ella—. No tienes forma de detener esto. El mundo se ladea, y todo resbala hasta caer.»

—Lo que debiéramos de hacer es escapar de aquí —dijo a Howie.

—¿Eso crees?

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

Tesla miró hacia la casa. Grillo le había dicho que era una fantasía arquitectónica, pero no había esperado ver algo tan fantástico. Todos los ángulos sutilmente suavizados, ninguna línea tan recta que no estuviese ladeada unos pocos grados. De pronto comprendió. No era aquello una broma arquitectónica posmodernista; se trataba de algo en el
interior
de la casa, una fuerza que tiraba de ella, que la deformaba.

—¡Dios mío! —exclamó—. Y Grillo está ahí dentro.

Al mismo tiempo que hablaba, la fachada se combó un poco más. En comparación con tales prodigios, los restos de la batalla eran cosa de poca monta. Dos tribus que se despedazaban como perros rabiosos, nada más. Cosa de hombres. Tesla rodeó la batalla; hizo caso omiso de ella.

—¿A dónde vas? —preguntó Howie.

—Adentro.

—Es un suicidio.

—¿Y qué es esto otro de aquí fuera? En el interior tengo un amigo.

—Te acompaño —dijo él.

—¿Está Jo-Beth ahí?

—Estaba.

—Pues encuéntrala. Yo buscaré a Grillo, y los dos escaparemos de aquí.

Sin esperar respuesta, Tesla se precipitó hacia la puerta.

La tercera fuerza que andaba suelta aquella noche en Grove se hallaba a mitad de camino colina arriba cuando Witt cayó en la cuenta de que, por profundo que fuese su pesar ante la pérdida de sus sueños, él no quería morir aún. Comenzó a forcejear con la manija de la portezuela, dispuesto a tirarse del coche, pero la tormenta de polvo que iba tras el vehículo le disuadió de hacerlo. Miró a Tommy-Ray, que conducía a su lado. El rostro del muchacho nunca había irradiado inteligencia, pero lo vio tan lacio que quedó sorprendido. Parecía casi de retrasado mental. Le caía salivilla del labio inferior, y tenía las facciones brillantes por el sudor. Así y todo, Tommy-Ray consiguió decir un nombre mientras conducía.

—Jo-Beth —murmuró.

Jo-Beth no oyó
esa
llamada, pero sí otra en su lugar. De dentro de la casa un grito llegó a sus oídos; un grito exhalado de una mente a otra por el hombre que la había hecho a ella. La llamada, pensó, no iba dirigida a ella, porque el Jaff no conocía su presencia allí, empero, a pesar de eso, la captó: una expresión de terror que Jo-Beth no podía desoír. Atravesó el aire empapado de materia y llegó a la puerta principa], cuyo cerco se combaba.

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