El gran espectáculo secreto (63 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Más de una vez en su carrera, Grillo había evitado una paliza al captar a tiempo las mismas señales de peligro que husmeaba allí desde que habían empezado a subir las escaleras. Pero no estaba dispuesto a consentir que la vanidad de Eve acabase con ella. Durante la hora que llevaban juntos la había cogido cariño. Maldiciéndose y maldiciéndola a partes iguales se dirigió hacia la esquina por donde los dos habían desaparecido.

Afuera, en el portal, un pequeño incidente había tenido lugar. Empezó con el viento, que se levantó de pronto, pasando como una marea entre los árboles que cubrían la colina. Todo estaba seco y polvoriento; varias invitadas de última hora tuvieron que volver a sus limusinas para repararse el maquillaje.

De entre las ráfagas de viento salió un coche, conducido por un muchacho muy sucio, que pidió entrar en la casa, como si eso fuese lo más natural del mundo.

Los vigilantes no perdieron los nervios. A lo largo de su carrera habían tenido que lidiar con muchísimos gorrones como aquél; muchachos con más huevos que cabeza, que querían ver el gran mundo de cerca.

—Se necesita invitación, muchacho —le dijo uno de ellos.

El gorrón se bajó del coche. Tenía manchas de sangre, y no era suya. En sus ojos brillaba una expresión de violencia que indujo a los guardias a meter la mano bajo la chaqueta, en busca de sus armas.

—Necesito ver a mi padre —dijo él.

—¿Es un invitado? —quiso saber el vigilante.

Era posible que se tratase de algún niño rico de Bel—Air, con la cabeza empapada en droga, que iba en busca de papá.

—Sí, es un invitado.

—¿Cómo se llama? —preguntó el vigilante—. A ver, Clark, dame la lista para…

—No está en vuestras listas —lo interrumpió Tommy-Ray—. Vive aquí.

—Te has equivocado de casa, chico —dijo Clark, levantando la voz por encima del rugido del viento contra los árboles, que continuaba incesante—. Ésta es la casa de Buddy Vance. ¡A menos que seas hijo natural suyo!

Al decir esto sonrió a un tercer hombre, que no le devolvió la sonrisa. Tenía los ojos fijos en los árboles, o en el aire que los agitaba. Entornó los párpados, como si atisbara algo en el gris cielo.

—Vas a arrepentirte de esto, negro —dijo el chico al primer vigilante—. Ahora mismo vuelvo, y te aseguro que serás el primero en morder el polvo. —Luego señaló a Clark con el dedo—. ¿Me oyes? Él será el primero; tú, el segundo.

Se introdujo en el coche y metió la marcha atrás: después dio inedia vuelta y desapareció colina abajo. Por extraña coincidencia, el viento pareció irse con él, bajando de nuevo a Palomo Grove.

—¡Qué extraño! —murmuró el que había estado mirando al cielo, cuando el último árbol cesó de moverse.

—Sube a la casa —dijo el primer vigilante—, y mira a ver si todo sigue bien allí…

—¿Y por qué no va a seguir?

—¡Joder, obedece y calla, haz el favor! —replicó el otro, que seguía mirando hacia donde el chico había desaparecido, seguido por el viento.

—No te pongas nervioso, hombre —dijo Clark, mientras se alejaba para hacer lo que le decía.

Ya sin viento, los dos vigilantes que quedaron allí cayeron en la cuenta del silencio repentino reinante. No se oía ruido en la ciudad que se extendía a sus pies, ni en la casa, sobre ellos. Y la avenida de árboles que tenían delante también permanecía en silencio.

—¿Has estado en la guerra, Rab? —preguntó el que había mirado al cielo.


Nope.
¿Y tú?

—Yo, sí —fue la respuesta. Escupió polvo en el pañuelo que Marci, su mujer, le había planchado para el bolsillo del pecho del esmoquin.

Y luego, husmeando, escrutó el cielo.

—Entre ataques… —dijo.

—¿Qué?

—Es justo como esto de ahora.

«Tommy-Ray», pensó el Jaff, distrayéndose por un momento de lo que hacía y asomándose a la ventana. Ese trabajo lo había mantenido muy atento, y no se apercibió de la proximidad de su hijo hasta que éste bajaba con el coche por la colina. Trató de enviarle un aviso, pero no lo recibió. Los pensamientos que el Jaff siempre había encontrado fácil dominar hasta entonces ya no eran tan dóciles. Algo había cambiado; algo muy importante que el Jaff no conseguía explicarse. La mente del muchacho no era ya un libro abierto para él. Las señales que recibía de su hijo eran confusas. En aquel chico había un miedo que nunca hasta entonces había detectado en él; y un
frío,
un profundo frío.

De nada le valía tratar de entender el significado de esas señales; sobre todo con tantos otros asuntos que requerían su atención. El chico volvería. Y, por cierto, ése era el único mensaje que recibía con claridad; la intención de Tommy-Ray de volver.

Entretanto tenía cosas más urgentes en que pasar el tiempo. La tarde había sido provechosa. En cosa de dos horas, la ambición del Jaff de explotar aquella reunión se había realizado, consiguiendo aliados dotados de una pureza que era totalmente inútil buscar en los
terata
de los habitantes de Grove. Al principio, los
ego
que habían producido eso se resistieron a sus persecuciones, pero eso era de esperar. Varios de ellos, pensando que estaban a punto de ser asesinados, sacaron la cartera y trataron de sobornarle con dinero para que les dejara salir de aquella habitación. Dos de las mujeres desnudaron sus pechos de silicona, ofreciéndole sus cuerpos a cambio de su vida; y hasta uno de los hombres intentó el mismo recurso. Pero el narcisismo que les poseía a todos acabó por derrumbarse como un castillo de
arena, y
sus amenazas, negociaciones, ruegos y teatralidades callaron en cuanto empezaron a exudar sus temores, y el Jaff los fue mandando de vuelta a la reunión, exprimidos y pasivos.

La asamblea que ahora estaba alineada contra la pared era más pura por sus reclutas más recientes, un mensaje de entropía pasaba de un
terata
a otro, y su multiplicidad se transformaba en las sombras en algo más antiguo; más oscuro, más sencillo. Todos ellos habían perdido sus características personales. El Jaff no podía asignarles ya ¡os nombres de sus creadores Gunther Rothbery, Christine Shepard, Laurie Doyle, Martine Nesbitt: ¿Dónde estaban ahora? Reducidos a barro, a barro basto y común.

El Jaff había conseguido una legión tan nutrida como su autoridad requería. Si su ejército aumentase quizá se volviera díscolo. Aunque era posible que ya empezara a serlo. A pesar de todo, el Jaff siguió aplazando el momento de permitirles que hicieran con sus manos lo que él quería, y para lo que les había creado, o, mejor dicho, recreado: utilizar el Arte. Habían transcurrido veinte años, desde aquel día estremecedor en que encontró el símbolo del Enjambre, perdido en tránsito en los desiertos de Nebraska. Y nunca había vuelto. Ni siquiera su guerra con Fletcher, la pista de la batalla le había conducido hasta Omaha. Y dudaba mucho que hubiera algún conocido suyo allí. La enfermedad y la desesperación habrían acabado con la mitad de ellos, y los años, con la otra mitad. Él, por supuesto, se había mantenido indemne a todas esas fuerzas. El paso del tiempo no tenía autoridad sobre él. Sólo el Nuncio, y no había forma de salir de este cambio. Lo único que le quedaba por hacer era continuar, siempre adelante, hasta ver hecha realidad la ambición que lo animaba desde aquel día, y que siguió animándole durante todos los días que siguieron. Se había elevado de la banalidad de su vida para penetrar en extraños territorios, y en muy raras ocasiones había vuelto la vista atrás. Pero hoy, al aparecer aquel desfile de rostros famosos ante él en el cuarto alto de la casa, entre llanto y estremecimientos y desnudándose los senos, y luego las almas, para que sus ojos se saciasen de tal espectáculo, el Jaff no pudo menos que recordar lo que había sido en otros tiempos, cuando no hubiera podido siquiera soñar con hallarse entre esa clase de gente. Y ahora que estaba allí, notaba algo en su interior que, a lo largo de aquellos años, había sabido esconder hábilmente, y que era lo mismo que sus víctimas sentían al máximo:
miedo.

Aunque había sufrido un cambio tal que ya no era reconocible, una pequeña parte de su ser seguía siendo, y lo sería siempre, igual: Randolph Jaffe, y esa parte, le murmuraba al oído:
Esto es peligroso. No te das cuenta de lo que estás emprendiendo. Esto podría matarte.

Al cabo de tantos años, fue para él un verdadero
shock
oír en el interior de su cabeza aquella vieja voz; aunque al mismo tiempo le resultaba, también extrañamente tranquilizadora. Y no sería prudente que hiciese caso omiso de ella, porque la advertencia que le brindaba era cierta: él no sabía lo que acechaba allende el uso del Arte. Nadie lo sabía, en realidad. Él había oído todas las historias; y estudiado todas las metáforas. Pero sólo eran historias, sólo metáforas. La Quiditud no era un mar; ni Efemérides una isla. Se trataba, simplemente, de la descripción materialista de un
estado de ánimo.
Tal vez fuera
el
Estado de Ánimo. Y ahora se encontraba a unos minutos solamente de abrir la puerta que conducía a esa condición; pero ignorante, casi por completo, de su verdadera naturaleza.

Quién sabía si conduciría a la locura, al infierno o a la muerte, con tanta probabilidad como al cielo y a la vida eterna. No había manera de saberlo por anticipado; la única forma era lanzarse, usar el Arte.

¿Pero por qué usarlo?
—le murmuró al oído el hombre que había sido hacía treinta años—.
¿Por qué no gozar del poder que ya tienes? Es mucho más de lo que nunca has soñado, ¿verdad? Las mujeres te ofrecen sus cuerpos; los hombres se ponen de rodillas ante ti, babean y se les cae la moquita pidiéndote clemencia. ¿Qué más quieres? ¿Qué más podría querer nadie?

La respuesta era: razones. Algún significado detrás de las tetas y de las lágrimas; algún sentido, un atisbo del panorama.

Tienes todo lo que hay,
le dijo la vieja voz.
No hay nada mejor. No hay nada más.

Se oyó un golpecito en la puerta: era la clave de Lamar.

—Espera —murmuró el Jaff, que intentó no interrumpir la discusión que tenía lugar en su mente.

Al otro lado de la puerta, Eve dio un golpecito a Lamar en el hombro.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

El comediante esbozó una ligera sonrisa.

—Una persona a la que debes conocer —dijo.

—¿Un amigo de Buddy? —preguntó ella.

—Sí, gran amigo suyo.

—¿De quién se trata?

—No lo conoces.

—Pues entonces, ¿a qué verle? —preguntó Grillo.

Asió a Eve del brazo. Su recelo se había convertido en certidumbre. Algo raro estaba ocurriendo arriba, y se oían roces de más de una persona al otro lado de la puerta.

Llegó la invitación de pasar. Lamar empuñó el picaporte y abrió la puerta.

—Vamos, Eve, entra —dijo.

Ella se desasió de Grillo y penetró en la estancia en compañía de Lamar.

—Está oscuro —la oyó decir Grillo.

—Eve —dijo, echando a un lado a Lamar y alargando la mano, puerta adentro, para agarrarla.

Desde luego, la estancia estaba oscura. La noche habla caído sobre la colina, y la poca luz que entraba por la ventana del otro extremo de cuarto apenas permitía ver la forma del interior. Pero la figura de Eve se delineaba con claridad delante de él. Una vez más, la cogió del brazo.

—Ya es bastante —dijo, y se volvió para salir de nuevo al vestíbulo.

Pero en aquel mismo momento el puño de Lamar le alcanzó en el centro del rostro, y el golpe fue tan fuerte, e inesperado que Grillo soltó el brazo de Eve, cayó de rodillas, notándose sangre en la nariz. A sus espaldas, el comediante cerró la puerta de golpe.

—¿Qué pasa aquí? —oyó decir a Eve—. ¡Lamar!, ¿que ocurre aquí?

—Nada de preocuparse —murmuró Lamar.

Grillo levantó la cabeza, y el movimiento le hizo sangrar abundantemente por la nariz. Se llevó la mano al rostro para defender la hemorragia y miró a su alrededor. Cuando, antes del golpe, había dado una breve ojeada al interior, éste le pareció lleno de muebles, pero se había equivocado, estaba lleno de cosas vivas.

—Lamar… —repitió Eve, ya sin fuerza o jactancia alguna en la voz—. Lamar…, ¿quién está aquí?

—Jaffe… —respondió una voz sofocada—, Randolph Jaffe.

—¿Enciendo la luz? —preguntó Lamar.

—No —fue la respuesta desde las sombras—. No enciendas. Aún no.

A pesar del zumbido que tenía en la cabeza, Grillo reconoció la voz y el nombre. Randolph Jaffe:
el Jaff.
Y ese dato le dio la identidad de las formas que acechaban en las esquinas más oscuras de ¡a inmensa habitación. Estaba llena de bestias hechas por la mente del Jaff.

También Eve las había visto.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurre aquí?

—Amigos de amigos —repuso Lamar.

—No le hagas daño —exigió Grillo.

—No soy un asesino —dijo la voz de Randolph Jaffe—. Todos los que entraron aquí han salido con vida. Lo único que necesito es una pequeña parte de vosotros… —La voz del Jaff no tenía el mismo tono de aplomo que cuando Grillo le oyó en la Alameda. Grillo había pasado buena parte de su vida profesional oyendo hablar a la gente, buscando signos de la vida que acechaba, bajo la existencia. ¿Cómo lo había expresado Tesla? Algo así como que Grillo tenía vista para captar el programa oculto. Y, desde luego, en la voz del Jaff había ahora un subtexto, una ambigüedad que antes no tenía. ¿Le ofrecía eso alguna esperanza de fuga, por lo menos, de demora en la ejecución?

—Te recuerdo —dijo Grillo. Tenía que provocar al Jaff, conseguir que el subtexto se volviera texto—. Vi cómo te incendiabas.

—No… —dijo la voz en la oscuridad—, ése no era yo…

—Entonces me he equivocado. ¿Quién…, si se me permite preguntar…?

—No se te permite —le interrumpió Lamar, detrás de él. Después se dirigió al Jaff—: ¿Con cuál de los dos quieres hablar primero?

El Jaff hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Que quién soy? —prosiguió su diálogo con Grillo—. Resulta curioso que preguntes eso. —Su tono era casi soñador.

—Por favor —murmuró Eve—. No puedo respirar aquí.

—Silencio —ordenó Lamar, que se había acercado a ella, para sujetarla.

En las sombras, el Jaff se removió en su asiento, como una persona que no acaba de encontrar la postura más cómoda.

—Nadie sabe… —comenzó—, lo terrible que es.

—¿Qué? —preguntó Grillo.

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