El gran espectáculo secreto (61 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—¿Se sabe tan poco del Iad como Kissoon me dijo?

—Del Metacosmos apenas nos llega información. Es un estado hermético del ser. Lo que sabemos del Iad se puede resumir en muy pocas palabras. Son muchos; su definición de la vida no coincide con la vuestra, la de los humanos, incluso podría ser su antítesis; y quieren conquistar el Cosmos.

—¿Qué quieres decir con eso de la vuestra? —preguntó Tesla—. Eres tan humana como yo.

—Sí y no —replicó Mary—. En otro tiempo fui humana como tú, eso es cierto. Pero los procedimientos de purificación cambian la naturaleza. Si yo fuese humana no hubiera sobrevivido en Trinidad durante más de veinte años, con escorpiones por todo alimento y fango por toda bebida. Ya estaría muerta, que era, precisamente, lo que Kissoon quería.

—¿Y cómo te las arreglaste para sobrevivir al intento de asesinato, y, en cambio, los otros no se salvaron?

—Suerte. Instinto. Simple voluntad de no permitir que ese hijo de puta ganara la partida. No era sólo la Esencia lo que estaba en juego, por valiosa que sea. Era el Cosmos. Si el Iad penetrase hasta el Cosmos, no quedaría nada intacto en este estado del ser. Creo… —se interrumpió de pronto, y se sentó en la cama.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tesla.

—He oído algo. En el cuarto de al lado.

—Ópera —dijo Tesla.

Los acordes de
Lucia di Lammermoor
seguían sonando.

—No —repuso Mary—. Es alguna otra cosa.

Raúl había salido ya en busca del origen del ruido cuando Tesla iba a pedirle que lo hiciera. En vista de ello, volvió su atención a Mary.

—Hay algo que todavía no entiendo… —dijo—. Bueno…, muchas cosas, como, por ejemplo, ¿por qué se molestó Kissoon en meter los cuerpos de los asesinados en la Curva? ¿Por qué no los destruyó aquí mismo, en el mundo normal?; y, también, ¿por qué os dejasteis coger por él?

—Yo estaba muy malherida, lo bastante como para que Kissoon y sus asesinos me creyesen muerta. Volví en mí cuando me tiraban sobre un montón de cadáveres.

—¿Y qué fue de los asesinos?

—Conociendo a Kisson, lo más probable es que los dejase morir en la Curva cuando intentaban salir de ella. Actos de ese tipo son los que le divierten.

—Así que, durante unos veinte años, los únicos seres humanos que hemos estado en la Curva, bueno, casi humanos, hemos sido tú y yo.

—Yo, medio loca. Y él, del todo.

—Y esos jodidos lixes, ¿qué son?

—Su mierda y su semen, eso es lo que son —respondió Mary—. Sus zurullos engordaron y se animaron.

—¡Por Dios!

—También ellos están allí atrapados, como él —dijo Mary, con cierta satisfacción—. En cero, si es que cero puede ser…

El aullido de Raúl desde la cocina interrumpió sus pensamientos. Tesla se levantó y entró en la cocina en cuestión de segundos. Allí encontró a Raúl, forcejeando con uno de los seres de la mierda de Kissoon. Su impresión de que estaban muertos cuando se los llevó desde la Curva a su apartamento había sido errónea a más no poder. La bestia que Raúl tenía entre las manos parecía, por el contrario, más fuerte que las que lucharon con Mary, a pesar de que sólo tenía su parte anterior. Tenía la boca enorme, y estaba a punto de cerrarla sobre el rostro de Raúl. Ya le había mordido dos veces por lo menos, y la sangre le manaba de una herida que tenía en el centro de la frente. Tesla se echó encima de ellos y cogió a la bestia con ambas manos, más asqueada por su contacto y por su olor, ahora que sabía sus orígenes. Incluso con cuatro manos resultaba difícil dominarla e impedir que siguiera haciendo daño. Tenía la fuerza de tres de sus anteriores encarnaciones, y Tesla sabía que era cuestión de tiempo el que acabara venciendo a los dos y se encarnizara de nuevo con el rostro de Raúl. Y entonces no se contentaría con morderle sólo en la frente.

—Voy a soltarlo para coger un cuchillo, ¿de acuerdo? —dijo Tesla.

—Sí, pero rápido.

—Y tanto. Contaré hasta tres. Prepárate para cogerlo entero.

—Listo.

—Uno… dos…
¡tres!

Soltó al contar tres y corrió hacia la pila. Había un montón de platos sin fregar. Buscó entre el caos un arma adecuada, mientras los platos resbalaban en todas direcciones, y algunos se rompían al caer al enmaderado suelo. Pero la avalancha puso al descubierto el cuchillo de cocina que buscaba: uno perteneciente a un juego que su madre le regaló hacía dos Navidades. Tesla lo cogió. El mango estaba pegajoso de las lasañas de la semana anterior, y tenía moho, pero era agradable al tacto.

Cuando se volvía para echar una mano a Raúl se le ocurrió de pronto que con ella habían llegado de la Curva al mundo real más de uno de los pedazos de lix —cinco o seis por lo menos—, y sólo había visto uno. Los otros debían de estar en alguna parte. No tuvo tiempo de seguir pensando en ello porque Raúl gritó. Corrió en su ayuda, apuñalando el cuerpo del Lix con el cuchillo. La bestia reaccionó instantáneamente al ataque y se volvió, mostrando unos dientes negros y puntiagudos como agujas. Tesla apuntó el cuchillo a la cabeza, y le abrió una herida en la mandíbula, de la que salió a chorlitos grasientos la porquería amarilla que hasta pocos minutos antes ella había tomado por sangre. Las contorsiones de la bestia se hicieron tan frenéticas, que Raúl apenas se veía capaz de dominarla.

—Cuenta hasta tres… —dijo Tesla.

—¿Y entonces qué hago?

—Lo sueltas.

—Se mueve con mucha rapidez.

—Yo lo detendré —dijo ella—. ¡Haz lo que te digo! ¡A la de tres! ¡Una… dos…, ¡tres!

Raúl hizo lo que ella le decía. El Lix voló por la cocina y cayó al suelo. Mientras se contorsionaba para atacar de nuevo, Tesla levantó el cuchillo y lo asestó con ambas manos contra la bestia, atravesándola. Su madre sabía comprar cuchillos. La hoja partió al animal en dos y se hincó en el suelo, clavándolo allí, mientras sus fluidos vitales escapaban por las heridas.

—¡Ya te tengo, hijo de puta! —gritó Tesla.

Se volvió hacia Raúl, al que el ataque había dejado tembloroso y sangrando abundantemente por el rostro.

—Lo mejor será que te laves esas heridas —le dijo Tesla—. No sabemos qué tipo de veneno llevarán dentro los bichos esos.

Raúl asintió y fue al cuarto de baño, mientras Tesla volvía a mirar al Lix, en plena agonía. Y justo cuando la idea que la había asaltado al coger el cuchillo —¿dónde estarán los demás?— oyó a Raúl.

—Tesla…

Y, sin más, supo a dónde habían ido.

Raúl se hallaba junto a la puerta del dormitorio. Por la horrorizada expresión de su rostro estaba claro lo que sucedía. Pero, aun así, Tesla prorrumpió en gemidos de repulsión al ver lo que las bestias de Kissoon habían hecho con la mujer que ella acababa de dejar echada en la cama. Todavía estaban rematando su asesinato. Seis Lixes, en total, como los que habían atacado a Raúl, peto más fuertes que los que vio en la Curva. Después de tanto sufrir, a Mary no le había servido de nada su resistencia. Mientras Tesla estaba buscando una hoja de acero con la que proteger a Raúl —un ataque para distraer su atención—, los lixes se habían lanzado sobre Mary, enroscándosele al cuello y a la cabeza. Ella se había defendido valientemente; con sus forcejeos, casi había caído de la cama, donde su cuerpo yacía convertido en un desgarrado saco de huesos. Uno de los Lixes se apartó del rostro de Mary, cuyas facciones había aplastado de tal forma que era irreconocible.

De pronto, Tesla se dio cuenta de que Raúl, todavía tembloroso, se hallaba junto a ella.

—No hay nada que hacer —dijo—. Será mejor que te laves.

Él asintió, sombrío, y se alejó de la joven. Los Lixes, en ese momento, se deslizaban desde la cama al suelo. Sus movimientos se hacían más lentos. Era de suponer que Kissoon tenía mejores cosas que hacer con sus energías que desperdiciarlas incitando a sus agentes a nuevos desafueros. Tesla cerró la puerta del dormitorio para no verlos, sintiendo que las náuseas pugnaban por comenzar. Fue a ver que no hubiese otras de aquellas bestias escondidas bajo los muebles. La que ella había clavado al suelo estaba ya completamente muerta; o, por lo menos, inerte. Tesla pasó junto a ella y fue a buscar otra arma antes de registrar bien el resto del apartamento.

En el cuarto de baño, Raúl soltó el agua ensangrentada del lavabo, y miró los daños que el Lix le había causado. Las heridas eran superficiales, pero parte del veneno se le
había
metido en el sistema, como le había advertido Tesla. Todo su cuerpo parecía estremecerse de dentro afuera, y el brazo tocado por el Nuncio palpitaba como si acabara de sumergirlo en agua hirviendo. Se lo miró. El brazo era transparente, y el lavabo en el que lo había metido, se veía a través de la carne y el hueso. Lleno de pánico, Raúl miró su imagen en el espejo, que también estaba volviéndose nebuloso, la pared del cuarto de baño se desdibujaba, y detrás de él, había otro reflejo —áspero y reluciente— en espera de ser vista.

Raúl abrió la boca para gritar pidiendo ayuda a Tesla, pero antes de que pudiera hacerlo, su imagen desapareció por completo del espejo; y, después de un momento de absoluta dislocación, el espejo desapareció también. El brillo creció en torno a él hasta hacerse cegador, y algo se apoderó también del brazo tocado por el Nuncio. Raúl recordó que Tesla le había descrito cómo tiraba Kissoon de sus intestinos. La misma mente en ese momento, se había apoderado de su mano y tiraba de ella.

A medida que los últimos vestigios del apartamento de Tesla cedían ante un horizonte interminable y ardiente, Raúl alargó su brazo intacto hacia donde antes estaba el lavabo. Le pareció conectar con algo del mundo que abandonaba, aunque no hubiera podido asegurarlo.

De pronto perdió toda esperanza, y se encontró en la Curva Temporal de Kissoon.

Tesla oyó caer algo al suelo del cuarto de baño.

—¡Raúl! —llamó. No recibió respuesta—. ¡Raúl!, ¿estás bien?

Temiendo lo peor, fue rápidamente al cuarto de baño, cuchillo en mano. La puerta estaba cerrada, pero no con pestillo.

—¿Estás ahí? —preguntó. En vista de que seguía sin recibir respuesta ¡a tercera vez, empujó la puerta. Vio una toalla ensangrentada en el suelo; alguien la había tirado allí, o se habría caído, arrastrando consigo unos cuantos artículos de tocador: éste era el ruido que había oído. Pero Raúl no se encontraba en aquel lugar.

—¡Mierda! —exclamó.

Cerró el grifo, que aún goteaba, y dio media vuelta, mientras lo llamaba de nuevo. Luego recorrió el apartamento, temiendo, cuando miraba en cada rincón, encontrarle víctima del mismo horror que había acabado con Mary, mas no había el menor rastro de él, ni de ningún otro Lix. Por último, y armándose de valor para hacer frente a la escena que temía ver entre las sábanas, abrió la puerta del dormitorio, pero Raúl tampoco estaba allí.

En el vano de la puerta, Tesla recordó la expresión de horror que había visto en el rostro de Raúl cuando vio el cadáver de Mary. ¿Habría sido aquello excesivo para él? Cerró la puerta, y, con ella, el espectáculo del cuerpo destrozado en la cama, y fue a la puerta principal. Permanecía entreabierta, como ella la había dejado al entrar. La dejó así, y descendió las escaleras hasta la calle. Una vez abajo anduvo a lo largo del edificio, mientras llamaba sin cesar a Raúl. Tenía la certeza de que él había decidido que ya no podía aguantar más tanta locura y se había lanzado a las calles de Hollywood. Si eso era lo ocurrido, se había limitado a cambiar una locura por otra, pero allá él y sus decisiones. Tesla no se sentía responsable de sus consecuencias.

Raúl no estaba en la calle. En el portal de la casa de enfrente, Tesla vio dos jóvenes sentados al sol de la tarde. Aunque no los conocía, fue hacia ellos y les preguntó:

—¿Han visto ustedes a un hombre?

Su pregunta despertó sonrisas y enarcamientos de cejas en ellos.

—¿Hace poco? —preguntó uno.

—Ahora mismo. Abandonó corriendo la casa de enfrente.

—Acabamos de salir —dijo el otro— Lo siento.

—¿Qué ha hecho? —preguntó el primero, fijándose en el cuchillo que Tesla llevaba en la mano—: ¿demasiado o demasiado poco?

—Demasiado poco —respondió Tesla.

—Pues que le den por el culo —fue la respuesta—. Hay muchos más.

—Pero no como él —dijo Tesla—. Créeme. No como él. Gracias de todas formas.

—¿Qué aspecto tiene? —La pregunta le llegó cuando cruzaba la calle.

La parte vengativa de Tesla, una parte de la que no se sentía orgullosa y que siempre salía a la superficie cuando alguien le hacía una cochinada como ésa, replicó:

—Parecía un jodido mono. —Y lo dijo con una voz que debió de oírse hasta mitad del camino a Santa Mónica y Moltrose—. Parecía un mono de mierda.

Bueno, Tesla, chica, y ahora, ¿qué?

Se sirvió un vaso de tequila, se sentó, y pasó revista a la situación. Raúl, desaparecido. Kissoon, aliado del Iad. Mary Muralles, muerta en el dormitorio. No era una escena muy consoladora. Se sirvió otro tequila, aunque sabía que la embriaguez, como el sueño, podría acercarla a Kissoon más de lo que a ella le gustaría, pero necesitaba el ardor del alcohol en la garganta y el vientre.

No tenía sentido seguir en el apartamento. La verdadera acción estaba en Palomo Grove.

Llamó por teléfono a Grillo, pero no se encontraba en el hotel. Pidió a la telefonista que la pusiera con recepción y preguntó si se sabía dónde estaba. Nadie tenía la menor idea. Había salido después del almuerzo, eso fue todo lo que le dijeron. Eran las cuatro y veinticinco. Calculaban que habría salido hacía más de una hora por lo menos. Tal vez, añadieron, hubiera ido a la fiesta de la colina.

Sin nada que resolver en North Huntley Drive, con sólo tener que lamentarse por la súbita desaparición de sus aliados, lo mejor que podía hacer ahora, se dijo, era intentar dar ton Grillo, antes de que las circunstancias se lo arrebataran también.

VIII

Grillo no había ido a Grove vestido con la ropa apropiada para aquella fiesta de «Coney Eye», pero como estaba en California, donde los pantalones vaqueros y los zapatos deportivos pasan por ropa de gala, pensó que no llamaría la atención. Ése fue el primero de los muchos errores que cometió aquella tarde. Hasta los vigilantes de la entrada iban de esmoquin. Pero Grillo tenía la invitación, con un nombre falso en ella (Jon Swift), de modo que nadie le impidió la entrada.

No era la primera vez que entraba en una reunión con nombre falso. En los días que trabajaba como reportero investigador (algo muy distinto de su actual papel de revelador de escándalos) había asistido a una reunión neonazi en Detroit haciéndose pasar por pariente lejano de Goebbels; a varias reuniones de curación por la fe que un cura secularizado celebraba, cuya superchería Grillo denunció más tarde en una serie de artículos que le supuso una nominación al premio Pulitzer de Periodismo; y, sobre todo, a una reunión de sadomasoquistas, aunque sus artículos fueron suprimidos por un senador a quien había visto allí atado con una cadena y comiendo pienso para perros. En estas fiestas tan heterogéneas, Grillo se había sentido como un hombre justo que busca la verdad entre gente peligrosa, Philip Marlow, pluma en mano, pero sintiendo náuseas. Como un mendigo en un banquete. A juzgar por lo que Ellen le había dicho acerca de la fiesta, iba a encontrar allí muchos rostros famosos; con lo que no había contado era con la extraña autoridad que tendrían sobre él, absurda por completo si se tomaban en cuenta sus menguadas habilidades. Bajo el techo de Buddy Vance se habían congregado docenas de rostros de los más famosos del Mundo entero: leyendas, ídolos, creadores de estilos. Y en torno a éstos, rostros cuyos nombres ignoraba, pero que reconocía por haberles visto retratados en
Variety
o en
Hollywood Reporter.
Los magnates de la industria: agentes, abogados, directores de estudio. Tesla, en sus frecuentes críticas contra el Nuevo Hollywood, se reservaba sus más emponzoñadas armas para éstos, los tipos con aire de haber estudiado en academias de comercio, que habían sucedido a los antiguos jefes de los estudios al estilo antiguo, como Warner, Selznick, Goldwyn y su gente, y que ahora reinaban en las fábricas de sueños con sus calculadoras y sus estudios de mercado. Ellos eran los que elegían a las deidades del año siguiente, cuyos nombres ponían en labios de los espectadores. Eso, como era natural, no siempre daba el resultado apetecido. El público, siempre veleidoso, y a veces claramente perverso, se empeñaba en deificar a cualquier desconocido contra todas las expectativas. Pero el sistema también estaba preparado para esa eventualidad, y el recién llegado a la fama entraba en el panteón oficial con desconcertante rapidez, de modo que los forjadores de dioses podían asegurar de inmediato que siempre habían visto en él un talento de gran actor.

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