El gran espectáculo secreto (32 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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William se apartó del borde de cemento al tiempo que tomaba nota de que debía avisar a la empresa limpiadora de piscinas para que acudieran allí
cuanto antes.
Lo que palpitaba en aquella porquería —hongos o peces— tenía las horas contadas.

El agua volvió a agitarse en movimientos como de flecha, los cuales recordaron a William un día muy distinto, y un paisaje acuático y fantasmal también distinto. Apartó ese recuerdo de sí —o al menos lo intentó—, volvió la espalda a la piscina y se dirigió de nuevo al interior de la casa. Pero el recuerdo llevaba demasiado tiempo solo e insistía en acompañarle. William rememoró a las cuatro chicas —Carolyn y Trudi y Joyce y Arleen, la encantadora Arleen— con tanta claridad como si las hubiera visto el decía anterior. Las miró con sus ojos mentales, desnudándolas de cuanta ropa llevaban puesta. Oyó su charla, sus risas…

Dejó de andar y volvió la cabeza para mirar de nuevo la piscina. Aquella sopa sucia estaba quieta de nuevo. Lo que había engendrado hacía un momento, o lo que se había servido de ella como de una palanca, había vuelto a adormecerse. William miró su reloj de pulsera. Llevaba una hora y cuarenta y cinco minutos ausente de su oficina. Si se daba
un
poco de prisa y terminaba pronto en la casa, llegaría a su hogar con tiempo para ver un vídeo de su colección. Esa idea, fomentada en parte por los eróticos recuerdos que la piscina había suscitado en él, le incitó a entrar en la casa con renovado celo. Examinó la parte trasera, y comenzó a subir la escalera.

A mitad de ésta oyó un ruido en la parte de arriba y se detuvo.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

No recibió respuesta, pero el ruido se repitió. Hizo la misma pregunta: un diálogo de pregunta y ruido, pregunta y ruido. ¿Habría, quizá, niños en la casa? La costumbre de entrar en edificios deshabitados, que había florecido hacía unos años, volvía a estar de moda. Ésa era la primera vez que se le presentaba a William la oportunidad de agarrar a un intruso con las manos en la masa.

—¿Vas a hacer el favor de bajar —gritó, dando a la conminatoria pregunta la mayor cantidad posible de bajo profundo de que su voz era capaz—, o prefieres que suba yo y te baje a rastras?

La única respuesta que recibió fue el mismo ruido de saltitos muy rápidos y seguidos sobre una superficie dura, como si algún perro pequeño, con las uñas sin cortar, estuviera corriendo sobre un suelo de madera.

«Bien, vamos a ver», pensó William. Reemprendió la subida, pisando lo
más
fuerte que podía para intimidar mejor a los intrusos. Él conocía a casi todos los niños de Grove por su nombre, y hasta por sus apodos. Y a los que no se encontraran en ese grupo, podía reconocerles en el patio del colegio. Iba a darles una lección tal que, en adelante, lo pensarían mejor antes de volver a hacer una cosa así.

Cuando llegó al final de la escalera todo era silencio. El sol de la tarde se derramaba por la ventana, y su calor calmó la pequeña inquietud que sentía. Allí no había peligro. Lo peligroso eran las calles en Los Ángeles a medianoche, y el sonido producido por la navaja de un perseguidor raspando ladrillo. Pero no Grove, y, además, en plena tarde de viernes.

Como la confirmación de esa idea, un juguete de cuerda llegó rápidamente hacia él cruzando la puerta verde del dormitorio principal: era un ciempiés de unos cincuenta centímetros de longitud, cuyas patitas de plástico golpeaban rítmicamente el suelo. William sonrió al verlo. El niño que le enviaba el juguete hacía, así, un signo de rendición. William esbozó una sonrisa de indulgencia, y se inclinó para recogerlo, aunque
con
la mirada fija en la puerta.

Mirada que se volvió de inmediato hacia el juguete al tocarlo con sus dedos, que le confirmaron lo que la vista había observado demasiado tarde para dar órdenes a la mano: lo que estaba recogiendo no era, en absoluto, un juguete; su envoltura o cáscara era suave y húmeda contra la piel de su mano; su movimiento, repulsivo. Trató de soltarlo, pero el cuerpo aquél se adhería a sus dedos, y se apretaba contra la palma. Dejó caer cuaderno y lápiz, y se pasó el animal de una mano a la otra; luego lo tiró al suelo, donde chocó con su dorso segmentado, su docena de patitas pedaleando como una gamba volcada. Jadeando, William vaciló, se retiró y se apoyó en la pared, hasta que una voz que llegaba de más allá de la puerta le habló:

—No tengas reparo, te recibiremos aquí con mucho gusto.

El que así hablaba no era un niño, pensó William, que ya se había dado cuenta de que sus primeras ideas pecaban en exceso de optimismo.

—Mr. Witt —dijo una voz distinta, más ligera que la primera, y reconocible.

—¿Tommy-Ray? —preguntó William, incapaz de disimular el alivio que sentía—. ¿Eres tú, Tommy-Ray?

—Y tanto que soy yo. Venga, entre, le presentaré a mi pandilla.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó William, apartándose de la forcejeante bestezuela y abriendo la puerta de un empujón.

Los cortinajes de quinón de Mr. Lloyd estaban corridos para tamizar la luz del sol, y, después del torrente de luz que había fuera, la habitación donde entró le pareció a William doblemente oscura. Pero distinguió a Tommy-Ray McGuire, de pie, en el centro, y, detrás de él, sentada en el rincón más oscuro, otra persona. Se diría que uno de ellos se había mojado en el agua pútrida de la piscina, porque el olor repulsivo llegó hasta la nariz de William, haciéndole cosquillas.

—No debierais estar aquí —riñó a Tommy-Ray—. ¿Os dais cuenta de que es un acto ilegal? Esta casa…

—¿Va a empezar ahora con monsergas? —preguntó Tommy-Ray.

Dio un paso hacia William, con lo que eclipsó a su colega por completo.

—No es tan sencillo… —comenzó William.

—Sí, sí que lo es —respondió Tommy-Ray, tajante.

Dio un paso más, y otros, hasta que llegó junto a William y de éste a la puerta. La cerró de golpe, y el ruido que hizo excitó al compañero de Tommy-Ray, o, mejor dicho, a los compañeros de su compañero, porque los ojos de William, que se habían acostumbrado bastante a aquella oscuridad, le permitieron darse cuenta de que al hombre barbudo, caído en la esquina, lo rodeaban unos seres que tenían cierto aire familiar con el ciempiés de fuera. Lo cubrían como una armadura viva. Reptaban sobre su rostro, se detenían sobre sus labios y sus ojos, se congregaban en torno a su ingle, dándole masaje en ella. Bebían de sus sobacos, jugueteaban sobre su vientre. Y eran tantos que, con todos ellos encima, el hombre barbudo abultaba el doble que un ser humano.

—¡Santo cielo! —exclamó William.

—Bonito, ¿verdad? —comentó Tommy-Ray.

—Tú y Tommy-Ray os conocéis desde hace mucho tiempo, según tengo entendido —dijo el Jaff—. Cuéntamelo todo. ¿Era un niño considerado?

—¿Qué diablos ocurre aquí? —preguntó William, volviendo la vista hacia Tommy-Ray, cuyos ojos relucían al mirarle.

—Éste es mi padre —fue su respuesta—, es el Jaff.

—Nos gustaría que nos mostrases el secreto de tu alma —dijo el Jaff.

De inmediato, William pensó en su colección particular, guardada bajo llave en su casa. ¿Cómo sabía de ella aquel ser obsceno? ¿Le habría espiado Tommy-Ray? ¿El mirón mirado?

William movió la cabeza en un gesto negativo:

—Yo no tengo secreto alguno.

—Sin duda lleva razón —dijo Tommy-Ray—; es un mierda, un aburrido.

—Eres muy poco amable —le reprendió el Jaff.

—Todo el mundo lo dice —insistió Tommy-Ray—. Mírale, con sus jodidas pajaritas y sus pequeños movimientos de cabeza, asintiendo a todos.

Las palabras de Tommy-Ray hirieron a William. Y fue a causa de ellas, tanto como por el aspecto del Jaff, que sintió un súbito temblor en la mejilla.

—Es el mierda más aburrido de toda esta jodida ciudad —añadió Tommy-Ray.

A modo de respuesta, el Jaff cogió a una de las bestezuelas que retozaban sobre su vientre y se la tiró a Tommy-Ray. Su puntería fue excelente. El animal, que tenía colas como látigos y una cabeza minúscula, se pegó al rostro de Tommy-Ray, apretando el vientre contra la boca del muchacho; éste perdió el equilibrio y cayó de lado al tiempo que agarraba al pequeño monstruo, que se separó de su rostro con un cómico ruido osculatorio, dejando al descubierto la sonrisa de Tommy-Ray, a la que hizo eco una risotada del Jaff. El muchacho tiró el animal en dirección a su jefe, pero fue un tiro flojo, y el animal cayó a unos treinta centímetros de donde William se encontraba. William se apartó de él, con lo que
provocó
otra andanada de risotadas del padre y del hijo.

—No te hará daño —dijo el Jaff—, excepto si quieres que te lo haga.

Llamó al animal con el que él y el muchacho habían estado jugando, el cual se refugió de nuevo sobre el vientre del Jaff.

—Lo más probable es que conozcas a toda esta gente —dijo el Jaff.

—Sí —murmuró Tommy-Ray—, y ellos le conocen a él.

—Éste de aquí, por ejemplo —prosiguió el Jaff, al tiempo que agarraba una bestia del tamaño de un gato que estaba detrás de él—, éste salió de la mujer ésa…, ¿cómo se llamaba, Tommy?

—No lo recuerdo.

El Jaff soltó el animal, que parecía un gran escorpión blanqueado, dejándolo caer a sus pies. La extraña criatura, que parecía casi tímida, trató de retirarse de nuevo a donde había estado escondida.

—Sí, Tommy, la mujer de los perros… —insistió el Jaff—. Mildred no sé cuántos.

—Duffin —dijo William.

—¡Muy bien!, ¡muy bien! —exclamó el Jaff, señalando a William con su grueso dedo gordo—. ¡Duffin!, ¡qué fácil es olvidar nombres! ¡Eso es, Duffin!

William conocía mucho a Mildred. La había visto aquella misma mañana —sin su perrito de aguas—, en el estacionamiento, mirando al aire como si acabase de llegar allí en el coche y de pronto se le hubiera olvidado lo que iba hacer. William no acababa de entender la relación existente entre Mildred Duffin y aquel escorpión.

—Veo que estás desconcertado, Witt —dijo el Jaff—. Lo que te preguntas es: ¿será éste el nuevo perrito faldero de Mildred? Pues te diré que no. Lo que ocurre es que se trata del secreto más profundo de Mildred hecho carne. Y esto es lo que quiero sacarte a ti, William, lo más profundo de ti, tu secreto.

William, que no era más que un mirón heterosexual, pero de pies a cabeza, captó de inmediato el erótico sentido secreto que las palabras del Jaff encerraban. Él y Tommy-Ray no eran padre e hijo, eran amantes, y se daban por el culo uno al otro. Toda aquella charla de profundidades e intimidades, todo aquel secreteo, significaba sólo eso.

—No quiero tener nada que ver con esto —dijo William—. Tommy-Ray te pondrá al corriente. No me gustan estas porquerías.

—El miedo no tiene nada de sucio —dijo el Jaff.

—Todo el mundo tiene miedo —intervino Tommy-Ray.

—Unos más que otros. Y tú, me parece…, más que casi todos. ¡Venga, William, confiesa! ¡Te hierven cosas malas en la cabeza! Lo único que quiero es sacártelas y quedarme con ellas.

Más insinuaciones. William oyó que Tommy-Ray daba un paso hacia él.

—Manténte a distancia —le advirtió. Pero era pura fanfarronada, y lo supo por la sonrisita que vio en el rostro de Tommy-Ray.

—Te sentirás mejor después —aseguró el Jaff.

—Mucho mejor —dijo Tommy-Ray.

—No duele. Bien…, quizá duela un poco, al principio; pero en cuanto te saquemos todo lo malo, y lo veas ante tus ojos, te sentirás distinto.

—Y Mildred no es más que una de tantas —intervino Tommy-Ray—. Mi padre visitó anoche mucha gente.

—Y tanto que sí.

—Yo le señalaba las casas, y él entraba.

—Capto el olor de la gente, ¿sabes? Y a veces lo capto muy fuerte.

—Louise Doyle…, Chris Seapara…, Harry O'Connor…

William los conocía a todos.

—… Gunther Rothbery…, Martine Nesbitt…

—Y Martine tenía vistas realmente estupendas —dijo el Jaff—. Una de ellas está ahí fuera, refrescándose.

—¿En la piscina? —murmuró William.

—¡Ah!, ¿lo has visto?

William movió la cabeza.

—Pues tienes que verlo. Es importante saber lo que la gente lleva ocultando a sus vecinos tantos años. —Eso causó gran impresión a William, que se sintió aludido, aunque se decía que el otro no se había dado cuenta—. Tú crees que conoces a toda esa gente —prosiguió el Jaff—, pero luego resulta que todos tienen miedos que no confiesan: lugares oscuros que cubren con sonrisas. Éstos… —levantó el brazo— son los que viven en esos lugares oscuros; lo único que hago es sacarlos de allí.

—¿También Martine? —preguntó William, revelando en su voz un levísimo matiz de ansiedad.

—Y tanto —dijo Tommy-Ray—, el suyo era uno de los mejores.

—Yo los llamo
terata
—dijo el Jaff—. Significa nacimiento monstruoso, prodigio. ¿Qué te parece?

—Me gustaría… ver lo que sacasteis a Martine —replicó William.

—Bonita chica —dijo el Jaff—, pero con un feo polvo en la cabeza. Hale, Tommy-Ray, enséñaselo,
y
luego tráemelo aquí.

—En seguida.

Tommy-Ray asió el picaporte, pero vaciló antes de abrir la puerta, como si hubiera leído los pensamientos que burbujeaban en la mente de William.

—¿De veras quieres verlos? —preguntó el muchacho.

—Sí —aseguró Witt—. Martine y yo…

Dejó la frase sin terminar, y el Jaff picó el anzuelo:

—¿Tú y esa mujer, William? ¿Juntos?

—Una o dos veces —mintió William.

Apenas si había tocado a Martine, ni nunca tuvo ganas de hacerlo, pero quería despertar la curiosidad de su interlocutor.

El Jaff pareció convencido.

—Pues tanta más razón para que veas lo que te estaba ocultando —dijo—. Venga, Tommy-Ray, ¡llévale a verlo!

Tommy-Ray McGuire obedeció. Salió para acompañar a William escaleras abajo. Silbaba sin melodía al andar; lo alegre de su paso y lo indiferente de sus movimientos camuflaban la infernal compañía que le rodeaba. Más de una vez, William se sintió tentado de preguntar al chico
por qué,
para ver si así conseguía comprender mejor lo que estaba ocurriendo en Grove. ¿Cómo podía llegar a ser el mal tan alegre y bullanguero? ¿Cómo era posible que un personaje tan corrompido como tenía que ser Tommy-Ray anduviese alegre y cantase y dijese chistes y ocurrencias como la gente normal?

—Siniestro, ¿eh? —dijo Tommy-Ray, cogiendo la llave de la puerta de atrás de manos de William.

«Ha leído mis pensamientos», pensó Witt. Pero la observación siguiente de Tommy-Ray desmintió esa idea.

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