El gran espectáculo secreto (35 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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¡El dormitorio de Jo-Beth! Nunca había esperado verse allí dentro, entre los colores suaves, mirando la cama donde ella dormía y la toalla que usaba para secarse, y la ropa interior. Cuando Jo-Beth, por fin, subió y entró en el cuarto, a espaldas suyas, Howie se sintió como un ladrón interrumpido en pleno robo. Ella se contagió del apuro que Howie sentía, y una sensación de vacío interior que les forzó a evitar mirarse.

—El cuarto está muy desordenado —dijo Jo-Beth, bajo.

—No me extraña, no me esperabas.

—No. —Jo-Beth no se le acercó, ni siquiera le sonrió—. Mamá se volvería loca si supiera que estás aquí. Todo lo que ella dijo que había cosas terribles en Grove era cierto. Una de esas cosas estuvo aquí mismo anoche, Howie, vino a por mí y a por Tommy-Ray.

—¿El Jaff?

—¿Lo conoces?

—Algo vino también a por mí. Bueno, lo que se dice venir, no vino, lo que hizo fue
llamarme.
Su nombre es Fletcher y asegura ser mi padre.

—¿Y le crees?

—Sí —dijo Howie—, le creo.

Los ojos de Jo-Beth se llenaron de lágrimas.

—No llores. ¿No te das cuenta de lo que quiere decir eso? Que no somos hermanos, y, por tanto, lo nuestro no está mal.

—Lo nuestro ha sido la
causa
de todo esto —dijo ella—, ¿no lo comprendes? Si no nos hubiéramos conocido…

—Pero el caso es que nos conocimos.

—Si
no nos
hubiésemos conocido, todas esas cosas no habrían llegado.

—¿No es mejor conocerlas, conocernos a
nosotros mismos?
Me tiene sin cuidado su condenada guerra, y no tengo la menor intención de permitir que nos separen.

Alargó la mano izquierda, que no estaba herida, y con ella cogió la mano derecha de Jo-Beth, que no se resistió; por el contrario, se dejó agarrar, obediente.

—Tenemos que irnos de Palomo Grove —dijo Howie—. Vámonos juntos a cualquier sitio, donde no puedan encontrarnos.

—Y mamá, ¿qué? A Tommy-Ray le hemos perdido, Howie.

Mamá misma lo dijo. De modo que sólo quedo yo para cuidar de ella.

—¿Y de qué te sirve si el Jaff se apodera de ti? —preguntó Howie—. En cambio, si nos vamos ahora, nuestros padres no tendrán nada por lo que reñir.

—No se trata de nosotros sólo —le recordó Jo-Beth—. Hay otros asuntos entre ellos.

—De acuerdo, tienes razón —concedió él, recordando lo que Fletcher le había dicho—. También riñen por ese lugar que llaman Esencia. —La mano de Howie apretó la de Jo-Beth—. Tú y yo fuimos allí; es decir, casi fuimos. Quiero terminar ese viaje…

—No entiendo.

—Me entenderás. Cuando vayamos, lo haremos a sabiendas de en qué consiste ese viaje. Será como soñar despiertos. —Howie cayó en la cuenta de que había dicho todo aquello sin vacilaciones ni tartamudeos—. ¿No sabías que nuestro papel es odiarnos? Ése era su plan, el de Fletcher y de Jaff, que nosotros fuéramos una prolongación de su guerra, pero les ha salido mal, porque no vamos a odiarnos entre nosotros.

Ella sonrió por primera vez.

—No —dijo—, por supuesto que no.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Te quiero, Jo-Beth.

—Howie…

—Ya no me puedes cerrar la boca, porque lo he dicho.

Ella le besó de pronto, fue como una pequeña y dulce estocada, y Howie la sorbió contra su boca antes de que Jo-Beth pudiera negársela. Con su lengua, que en aquel momento hubiera sido capaz de abrir una caja fuerte si el sabor de la boca femenina estuviera encerrado en su interior, entreabrió los labios de ella. Jo-Beth se apretó contra él con una fuerza parecida a la suya, y sus dientes se tocaron, y sus lenguas se entrelazaron.

La mano izquierda de Jo-Beth, que estaba en torno a él, encontró ahora su mano derecha y la atrajo hacia su seno, cuya suavidad Howie sintió de pronto a través del vestido y a pesar de sus dedos entumecidos. Él comenzó a desabrochar los suficientes botones de Jo-Beth para poder deslizar la mano y tocar la carne de la joven. Jo-Beth sonrió contra los labios de Howie, y su mano, después de haberle guiado a donde ella quería, le buscó la bragueta de los pantalones vaqueros. El endurecimiento que Howie había empezado a sentir sólo de ver la cama de Jo-Beth le había desaparecido vencido por sus nervios. Pero, el contacto de ella, sus besos que se confundían indistinguiblemente con los de él, ambas bocas confundidas en una sola, volvieron a endurecerle su pene.

—Quiero desnudarme —dijo Howie.

Jo-Beth apartó su boca de la de él.

—¿Con ésos abajo? —preguntó.

—Están ocupados, ¿no?

—Se pasarán las horas hablando.

—Nos harán falta horas —susurró él.

—¿Tienes algún… alguna protección?

—No tenemos que llegar hasta el final. Lo único que quiero es que nos toquemos el uno al otro, piel contra piel.

Jo-Beth no pareció muy convencida cuando se apartó de él, aunque sus acciones contradijeron su expresión, pues comenzó a desabrocharse el vestido. Howie empezó por quitarse la chaqueta, a la que siguió la camiseta. Después se dedicó a la difícil tarea de desabrocharse el cinturón con una sola mano, porque tenía la otra casi inutilizada. Ella se le acercó y lo hizo por él.

—Este cuarto es sofocante —dijo Howie—. ¿Puedo abrir una ventana?

—Mamá las cerró todas, por si entraba el demonio.

—Y ha entrado —bromeó Howie.

Ella le miró, el vestido abierto, los senos al aire.

—No digas eso —repuso, y sus manos, en un gesto instintivo, cubrieron su desnudez.

—¡No pensarás que soy el demonio! —exclamó él; y añadió—: Dime, ¿acaso lo piensas?

—No sé, la verdad, si una cosa que se siente tan… tan…

—Dilo.

—Tan
prohibida,
puede ser buena para mi alma —replicó ella con gran seriedad.

—Ya lo verás. —Howie, diciendo esto, se acercó a ella—. Te prometo que lo verás.

—Pienso que yo debería hablar con Jo-Beth —dijo el pastor John.

Ya estaba harto de tranquilizar a Mrs McGuire, que se había puesto a hablar de la bestia que la violó hacía ya tantos años y que había vuelto, a reclamar a su hijo. Pontificar sobre abstracciones era algo que atraía a las devotas a su público a manadas pero cuando la conversación empezaba a desbordar los cauces normales era mucho mejor batirse en retirada. Estaba claro que Mrs. McGuire se encontraba al borde mismo de un ataque de nervios. Él necesitaba a alguien que la tranquilizara, o ella acabaría por inventar toda suerte de tonterías. No era la primera vez que le ocurría algo así. El pastor John no sería el primer siervo de Dios que cayese víctima de una mujer entrada en años.

—No quiero que Jo-Beth siga pensando en estas cosas más de lo que debes —respondió Mrs. McGuire—. La criatura esa que la creó en mi vientre…

—Su padre fue un hombre, Mrs. McGuire

—Eso ya lo sé —dijo ella, que se dio cuenta de la condescendencia que hubo en su voz—. Pero la gente se compone de carne y espíritu.

—Por supuesto.

—El hombre hizo la carne de Jo-Beth ¿Quién hizo su espíritu?

—Dios, que está en el cielo —replicó el pastor, contento de volver a terreno seguro—. También Él hizo su carne, a través del hombre que usted eligió, Mrs. McGuire. Sed,
por lo tanto, perfectos, como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto.

—No fue Dios —replicó Joyce—. De sobra sé que no fue Dios. El Jaff no tiene nada de Dios. Ojalá usted pudiera verle, entonces se daría cuenta de que tengo razón.

—Si existe, tiene que ser humano, Mrs. McGuire. Y pienso que yo debería de hablar con Jo-Beth sobre su visita. Si es que realmente estuvo aquí.

—¡Estuvo aquí! —exclamó ella, cuya agitación creció.

El pastor se levantó, para apartar la mano de aquella loca de su manga.

—Estoy seguro de que Jo-Beth tendrá ideas valiosas… —dijo al tiempo que retrocedía un paso; y añadió—: ¿Le importa que vaya a buscarla?

—Usted no me cree —aseguró Joyce. Estaba a punto de comenzar a gritar, de estallar en llanto.

—¡La creo! Pero, en realidad… Permítame que hable un momento con Jo-Beth. Está arriba, ¿verdad? Creo que sí.
¡Jo-Beth!,
¿estás ahí?
¡Jo-Beth!

—¿Qué querrá ahora? —se preguntó ella en voz alta, interrumpiendo el beso.

—No le hagas caso —dijo Howie.

—¿Y si sube a buscarme? —Se incorporó y pasó los pies sobro el borde de la cama, escuchando a ver si oía el ruido de los pasos del pastor en la escaleta.

Howie pegó el rostro a su espalda, la rodeó con el brazo —frenando con la mano un goteo de sudor—, le rozó ligeramente un seno. Ella lanzó un leve y casi agonizante suspiro.

—No debemos… —murmuró Jo-Beth.

—Él nunca entraría aquí.

—Le oigo subir.

—No.

—Sí, le oigo —susurró ella.

Y de nuevo, la voz, desde abajo:

—¡Jo-Beth! Me gustaría hablar contigo. Y también a tu madre.

—Tengo que vestirme —dijo Jo-Beth.

Se inclinó para recoger su ropa.

Un pensamiento agradablemente perverso cruzó la mente de Howie al observarla: le gustaría que Jo-Beth, con la prisa, se equivocara y se pusiese su ropa interior en vez de la de ella, y a la inversa. Meter la polla en un espacio santificado por su cono, perfumado por él, humedecido por él, le mantendría la erección —como en ese momento— hasta el día del juicio final.

Y además, ¿no estaría Jo-Beth cachonda con su raja cubierta por sus calzoncillos? La próxima vez, se prometió. Nunca volvería a sentir la menor vacilación. Ella le había abierto la entrada de su cama. Aunque no habían hecho otra cosa que frotar sus cuerpos el uno contra el otro, esa invitación lo había cambiado todo entre ellos. Por frustrante que fuese ver cómo se vestía de nuevo, tan poco tiempo después de haberse desnudado, el hecho de haber estado desnudos juntos sería suficiente recuerdo.

Recogió sus vaqueros y su camiseta y comenzó a ponérselos, sin dejar de observar a Jo-Beth, que le miraba cómo se cubría la «máquina».

Él captó esta idea y la modificó: el hueso y el músculo de que estaba compuesto no formaban una máquina, sino un cuerpo, y era frágil. La mano, por ejemplo, le dolía; la erección le dolía; el corazón le dolía, o al menos, la opresión que sentía en el pecho le daba la impresión de un dolor de corazón. Era demasiado tierno para merecer el nombre de «máquina»; y demasiado amado.

Jo-Beth, por un momento, se detuvo en lo que estaba haciendo y miró por la ventana.

—¿Has oído? —preguntó.

—No. ¿Qué era?

—Alguien que llamaba.

—¿El pastor?

Ella negó con la cabeza, dándose cuenta de que había oído aquella voz (y seguía oyéndola) no como si le llegase de fuera de la casa, o de la habitación, sino en el interior de su propio cráneo.

—El Jaff —dijo.

Sintiéndose reseco de tanto hablar, el pastor John se dirigió hacia la pila de la cocina, dejó correr el agua hasta que salió más fría, llenó un vaso y bebió. Eran casi las diez. Buena hora para terminar aquella visita viendo a la hija o sin verla. Estaba más que harto de hablar de la oscuridad del alma humana; con lo que había charlado tenía para una semana. Vertiendo lo que quedaba del agua levantó la cabeza y miró su reflejo en el cristal del vaso. Mientras se fijaba en él con aprobación, notó que algo se movía fuera de la casa, en la noche. Dejó el vaso en la pila, que rodó durante unos segundos.

—Pastor.

Joyce McGuire apareció a sus espaldas.

—No es nada —dijo él, inseguro de a quién tenía que tranquilizar.

Aquella mujer le había puesto nervioso con sus estúpidas fantasías. Miró de nuevo por la ventana.

—Me ha parecido ver a alguien en el patio —dijo—, pero no hay nadie.

¡Allí, allí!
Un bulto pálido, confuso, que se movía en dirección a la casa.

—No, qué va a ser —añadió.

—¿Cómo dice?

—Que sí es algo —replicó él, mientras retrocedía hacia la pila—. Es algo malo.

—¡Él ha vuelto! —exclamó Joyce.

Como no sentía deseo alguno de decir que sí, el pastor prefirió callarse, y se alejó un poco más de la ventana: un paso, dos… y movió la cabeza negativamente. Pero justo en ese instante vio al intruso y se dio cuenta de que el intruso sabía que le había visto. Ansioso por despedazar las esperanzas del pastor, el intruso salió de pronto de las sombras y se mostró abiertamente.

—¡Dios santo! —exclamó el pastor—.
¿Qué es esto?

A sus espaldas, Mrs. McGuire prorrumpió en oraciones y no eran oraciones ya hechas (¿a quién se le hubiera podido ocurrir preparar una oración especial para un caso como
ése?),
sino una simple explosión de súplicas.

—¡Jesús, ayúdanos! ¡Señor, ayúdanos! ¡Defiéndenos de Satanás! ¡Defiéndenos de los malvados!


¡Escucha!
—dijo Jo-Beth—; es mamá.

—Ya lo oigo.

—¡Algo ocurre!

Howie se adelantó a ella, cruzó la habitación y apoyó la espalda contra la puerta.

—Está rezando, no es más que eso.

—Nunca ha rezado así.

—Bésame.


¡Howie!

—Reza y eso significa que está ocupada. O sea, que puede esperar. Yo, sin embargo, no puedo esperar. No tengo oraciones, Jo-Beth. Lo único que tengo eres tú. —Ese discurso le dejó desconcertado antes incluso de terminarlo—. Bésame, Jo-Beth.

—¡Mamá! —chilló ella—. ¡Mamá!

A veces, un hombre se equivocaba. Al nacer en la ignorancia, era inevitable. Pero morir por causa de esa ignorancia, y además de manera brutal, resultaba, además, muy injusto. Acariciándose el ensangrentado rostro, y con otra media docena de quejas de parecido tipo, el pastor John se arrastró por la cocina para refugiarse lo más lejos posible de la ventana rota, y del ser que la había roto, todo lo lejos que sus temblorosos miembros pudieran llevarle. ¿Cómo era posible que hubiese llegado a verse en una situación tan extrema como ésa? Su vida no era inocente del todo, pero sus pecados distaban mucho de ser grandes, y ya había pagado con creces sus deudas al Señor. Había visitado a los huérfanos y a las viudas en los momentos de aflicción, como los Evangelios ordenaban; había hecho todo cuanto estaba en su mano por mantenerse limpio a ojos del mundo. Y, a pesar de todo, los demonios lo visitaban. Los oía, a pesar de que mantenía los ojos cerrados. Sus miles de patas hacían ruido al subirse a la pila y a las pilas de platos que había junto a ella. Oía sus cuerpos húmedos cayendo sóbrelos baldosines, pues, de tan numerosos como eran, se desbordaban, corrían por la cocina, impulsados por aquella figura que él había entrevisto al otro lado del cristal (¡el Jaff!, ¡el Jaff!), y que estaba cubierta de ellos de pies a cabeza, como un apicultor demasiado enamorado de su enjambre.

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