El gran espectáculo secreto (37 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Fletcher sentía con tremenda precisión el terror y la repulsión del muchacho, pero hizo cuanto pudo por apartarla de sí. Howie había rechazado a su padre para salir en busca de la miserable progenie del Jaff, cegado sin duda por las apariencias. Si sufría ahora como consecuencia de tanta terquedad, bueno, allá él, que se las arreglara como pudiese. Si sobrevivía, tal vez se comportase con más prudencia en adelante, y, si no, muy bien, su vida, cuyo objeto él mismo había rechazado en el momento en que volvió la espalda a su creador, terminaría tan lamentablemente como la de Fletcher, y en ello habría una cierta justicia.

Pensamientos duros, pero Fletcher hizo lo posible por mantenerlos dentro de la lógica, evocando la imagen de su hijo cada vez que él sentía su dolor. Pero no bastaba con eso. Por mucho que intentase apartar de sí los terrores de Howie, éstos insistían en ser oídos, y acabó no teniendo más remedio que dejarles entrar y aposentarse en su mente. Así, en cierto modo, remataba su noche de desesperación, y era inevitable. Él y su hijo eran piezas interdependientes, dentro de un marco de derrota y fracaso.

Fletcher llamó al muchacho:

Howardhowardhowardhow…

La misma llamada que la primera vez, cuando salió de debajo de la tierra:

Howardhowardhowardhow…

Lanzó este mensaje rítmicamente, como un faro situado en lo alto de un arrecife. Esperaba que su hijo no estuviese demasiado débil para oírle. Fletcher concentró toda su atención en la jugada final. Ante la inminencia de la victoria del Jaff, no le quedaba más que un gambito por el que no quería dejarse tentar, sabiendo lo fuerte que era su gusto por la metamorfosis. Llevaba años atormentándole, porque sentía la obligación moral de mantenerse fijo en un solo nivel de existencia, esperando que así podría derrotar a] mal que él mismo había ayudado a crear, mientras sus pensamientos le pedían sin cesar que escapase. Deseaba con verdadera ansia verse libre de una vez por todas de ese mundo y sus locuras, desvincularse de su propia anatomía y aspirar, como Schiller había dicho al referirse a todas las artes, a transformarse en pura música. ¿Habría llegado, por fin, el momento de ceder a este instinto, y. en los últimos momentos de su vida como encarnación de Fletcher, abrigar la esperanza de arrancar un fragmento de victoria a su inevitable derrota? Si era así, tendría que hacer bien sus planes, tanto el método de autodestrucción como en el ruedo en que ésta tendría lugar. No podía permitirse el lujo de ofrecer un nuevo espectáculo al ejército que ocupaba Palomo Grove en esos momentos, porque si él, el brujo rechazado por ellos, moría sin pena ni gloria, se perderían bastante más que unos pocos cientos de almas.

Había intentado no pensar demasiado en las consecuencias de la victoria del Jaff porque sabía que el sentido de la responsabilidad podría invadirlo. Pero, ahora que se acercaba el final del enfrentamiento, acabó por forzarse a sí mismo a no eludirlo. Si el Jaff se hacía dueño del Arte, y, gracias a su posesión conseguía el acceso a la Esencia, ¿qué podría ocurrir?

En primer lugar, un ser que no había sido purificado por los rigores de la negación de sí mismo tendría poder sobre un lugar apartado de todo cuanto no fuese perfecto y no estuviera purificado. Fletcher no comprendía por entero lo que era la Esencia (era posible que no hubiera ser humano capaz de entenderlo), pero estaba seguro de que el Jaff, que se había servido del Nuncio para salirse de sus propias limitaciones con ayuda del engaño y la astucia, crearía allí un verdadero caos. El mar de los sueños y su isla (
islas
, quizás; él había oído decir una vez al Jaff que se trataba de archipiélagos) recibían la visita de los seres humanos en tres momentos vitales: en su inocencia,
in extremis
y en el amor. En las orillas de Efemérides se mezclaban por un corto espacio de tiempo con absolutos; veían visiones y oían historias que les liberarían de la locura ante el terror de estar vivos. Allí, por breve que fuese el tiempo, había lógica y motivo y un vislumbre de continuidad; era el Espectáculo, el Gran Espectáculo Secreto sobre cuyo recuerdo el ritual y la rima descansaban. Si esa isla iba a convertirse en el campo de recreo del Jaff, el daño resultaría incalculable. Lo que era secreto se convertiría en algo público; lo que era santo sería profanado; y una especie, que había sido defendida de la locura por sus oníricos viajes, quedaría enferma sin remedio.

Fletcher sentía otro miedo, menos fácil de sistematizar con el pensamiento por ser menos coherente. Se centraba en el cuento que el mismo Jaff le había contado al principio, cuando le visitó en Washington con su ofrecimiento de fondos con los que tratar de resolver el enigma del Nuncio. Había un hombre llamado Kissoon, le dijo el Jaff; un brujo que conocía la existencia del Arte y sus poderes y al que el Jaff había acabado por encontrar en un lugar que, según él, era Curva temporal. Fletcher escuchó este relato, pero sin creerlo del todo, aunque los acontecimientos subsiguientes habían llegado a tan fantásticas alturas que la idea de la Curva temporal de Kissoon parecía ya algo de poca monta. El papel que el brujo hubiera tenido en el gran proyecto, con su intento de hacer que el Jaff lo matase, era cosa que Fletcher no podía saber, pero su instinto le decía que el asunto no había terminado todavía, ni mucho menos. Kissoon era el último miembro superviviente del Enjambre, una orden de seres humanos de gran elevación que habían preservado el Arte contra el Jaff y sus semejantes desde que el
homo sapiens
empezó a soñar. ¿Por qué había permitido Kissoon que un hombre como Jaffe, que, sin el menor género de dudas, apestaba a ambición desde el principio, tuviera acceso a su Curva temporal? ¿Por qué se le había permitido esconderse en ella? ¿Y qué les había ocurrido a los demás miembros del Enjambre?

Ya era demasiado tarde para buscar respuestas a tales preguntas, pero Fletcher deseaba realizárselas a alguna otra mente además de a la suya propia. Quería hacer un último esfuerzo por salvar el abismo que mediaba entre él mismo y su propio cerebro. Si Howard no fuera el receptor de esas observaciones, acabarían en un momento cuando él, Fletcher, desapareciera.

Y esa idea le devolvió al acuciante problema que tenía entre manos, a su método y al ambiente en el que lo llevaría a cabo. Tendría que ser un golpe teatral, un espectacular último acto que apartara a la gente de Palomo Grove de sus televisores y les indujera a lanzarse a la calle, con los ojos abiertos como platos. Después de sopesar varias alternativas, Fletcher eligió una, y, sin dejar de llamar a su hijo, se lanzó en dirección al lugar de su liberación final.

Howie oyó la llamada de Fletcher en el momento en que huía ante el ejército del Jaff, pero las oleadas de pánico que no cesaban de invadirle también le impedían localizar su origen. Howie no hacía más que huir a ciegas, con los
terata
pisándole los talones. Hasta que se dio cuenta de que les había sacado la ventaja necesaria como para disfrutar de un respiro, sus confusos sentidos no oyeron su nombre pronunciado con suficiente claridad para inducirle a cambiar de dirección y seguir a la llamada. Cuando se lanzó en pos de ella lo hizo con una velocidad de la que él mismo nunca se hubiera creído capaz. A pesar de lo agotados que estaban sus pulmones, consiguió sacarles suficiente aliento para responder con unas pocas palabras a la llamada de Fletcher:

—Te oigo —le dijo, sin dejar de correr—, te oigo.
Padre…
te oigo.

XI
1

Tesla pasó bien el encargo. Era una pésima enfermera, pero buena matona. En el momento en que Grillo despertó y la encontró de regreso en su habitación, Tesla le dijo claramente que sufrir en cama extraña era la actitud de un mártir y que le sentaba muy bien. Si quería evitar el lugar común, lo que tenía que hacer era permitirle a ella que le llevase a Los Ángeles y depositase su doliente cuerpo donde pudiera sentirse tranquilo al olor de su propia ropa interior sin lavar.

—No quiero ir —protestó él.

—¿Pero de qué te sirve seguir aquí, aparte de que le estás costando un dineral a Abernethy?

—Pues esto sólo es el comienzo.

—No seas ruin, Grillo.

—Estoy enfermo. Tengo derecho a mostrarme ruin. Además aquí es donde está el artículo.

—Puedes escribirlo mejor en casa que aquí echado, en medio de un charco de sudor compadeciéndote de ti mismo.

—A lo mejor no te falta razón.

—Vaya, ¿acaso el gran hombre reconoce no tenerla?

—Volveré, pero por veinticuatro horas nada más. Venga, recoge mis cosas.

—Te diré que da la sensación de que tienes trece años —dijo Tesla, suavizando el tono de su voz—. Nunca te había visto así hasta ahora. Es como muy cachondo. Me gustas vulnerable.

—Buen momento para decírmelo.

—Son noticias viejas, hombre. Hubo un tiempo en el que me habría dejado cortar el brazo derecho por ti…

—¿Y ahora?

—Lo más que haré será llevarte a casa.

Grove serviría para rodar en él una película sobre el holocausto judío, se dijo Tesla, llevando a Grillo en coche hacia la autopista: las calles estaban desiertas desde cualquier lugar que se las mirase.

A pesar de todo lo que Grillo le había dicho sobre lo que había visto y lo que sospechaba que estaba ocurriendo allí, Tesla abandonaba aquel lugar sin haber tenido el menor atisbo de nada.

«Pero…, un momento, ¿qué es eso?» A cuarenta metros del coche Tesla vio que un muchacho tropezaba al dar la vuelta a la curva y cruzar la carretera a todo correr. Cuando llegó a la acera opuesta, las piernas le fallaron y cayó al suelo, dando la impresión de que encontraba difícil levantarse de nuevo. La distancia era muy grande y la luz demasiado escasa para que Tesla captase la condición real en la que se encontraba, pero era evidente que estaba herido. Había algo deforme en aquel cuerpo; estaba encorvado, o hinchado. Tesla dirigió el coche hacia él. Y Grillo, a su lado, aunque tenía órdenes suyas de dormitar hasta que llegasen a Los Ángeles, abrió los ojos.

—¿Hemos llegado ya?

—Mira a ese sujeto —dijo ella, señalando con la cabeza hacia el jorobado—. Mírale. Parece que está peor que tú.

Por el rabillo del ojo, Tesla vio a Grillo erguirse de golpe y mirar por el parabrisas.

—Lleva algo a cuestas, en la espalda —murmuró.

—No veo.

Tesla frenó el coche a poca distancia de donde el muchacho seguía esforzándose por levantarse, aunque sin éxito, porque, cada vez que lo intentaba, volvía a caer. Grillo tenía razón, era evidente que llevaba algo a la espalda.

—Es una mochila —dijo.

—No, nada de eso, Tesla —repuso Grillo, mientras alargaba la mano para abrir la portezuela—. Lo que lleva a la espalda, sea lo que sea, está vivo.

—Quédate aquí —dijo Tesla.

—¿Bromeas?

Al abrir la puerta —y sólo ese esfuerzo le produjo un tremendo mareo— vio que Tesla buscaba algo a toda prisa en la guantera.

—¿Qué se te ha perdido?

—Cuando mataron a Yvonne —dijo ella, gruñendo mientras sus dedos se hundían entre el batiburrillo de diversos objetos—, juré que nunca más saldría de casa sin un arma.

—¿Pero qué me dices?

Tesla sacó, por fin, una pistola de donde la llevaba escondida.

—Y he cumplido mi promesa.

—¿Sabes manejar eso?

—Preferiría no saberlo —respondió Tesla, apeándose del coche.

Grillo fue detrás de ella, y en aquel momento el coche empezó a retroceder por la suave cuesta que la calle hacía allí. Grillo volvió a sentarse para subir el freno de mano, y esa mínima acción fue lo bastante violenta para él como para acentuar su mareo. Cuando empezó a levantarse de nuevo, fue casi como si resbalase: desorientación total.

A pocos metros de donde Grillo estaba agarrado a la portezuela, esperando a que se le pasase el mareo, Tesla había llegado casi al lado del muchacho. Éste seguía con sus intentos de levantarse. Ella le dijo que esperase, que le ayudaría, pero lo único que recibió a modo de respuesta fue una mirada llena de pánico. Y sus motivos tenía. Era cierto lo que Grillo había dicho. Lo que a Tesla le había parecido una mochila estaba, indudablemente,
vivo.
Era un animal de alguna especie (o de muchas especies), y su cuerpo relucía mientras se cebaba en su víctima.

—¿Pero qué cojones es eso? —preguntó Tesla.

Esta vez el muchacho respondió con una advertencia envuelta en gemidos.

—Aléjate de… aquí… —le oyó decir—. Vienen… a por mí…

Tesla volvió la mirada hacia donde estaba Grillo, que seguía aferrado a la portezuela, castañeteándole los dientes. De allí no podía esperar ayuda alguna, y la situación del muchacho parecía empeorar. Su rostro se encogía cada vez que el parásito que llevaba encima movía uno de sus miembros, y eran muchos los que tenía.

—Aléjate de aquí… —gruñó el muchacho—. Por favor, vete…, por Dios te lo pido…, vienen a por mí.

Volvió la cabeza, medio mareado, para mirar a sus espaldas. Ella siguió la dirección de sus ojos, hacia el extremo de la calle por donde había llegado. Y vio a sus perseguidores. Entonces se arrepintió de no haber seguido su consejo antes incluso de mirar al muchacho al rostro, porque ya no tenía la menor esperanza de hacer el papel de fariseo: ahora, la tragedia del muchacho era también la suya, y no podía volverle la espalda. Sus ojos, avezados a la realidad, trataron de rechazar la lección que veían llegar calle abajo, pero no les fue posible. Era inútil negar el horror que sentían. El horror estaba allí, patente en todo su absurdo: una marea pálida, gruñona, que se deslizaba implacable hacia ellos dos.

—¡Grillo! —gritó—. ¡Métete en el coche!

El pálido ejército la oyó y aumentó su velocidad.

—¡El coche, Grillo, métete en ese jodido coche!

Tesla le vio tantear en busca de la manija, incapaz casi de controlar sus movimientos. Algunas de las bestezuelas menores que iban a la cabeza de la marca se acercaban ya al vehículo a toda velocidad, dejando a sus hermanos más grandes centrar su atención en el muchacho. Había bastantes, y más que bastantes, para encargarse de los tres, para despedazarles enteros, y también al coche. A pesar de su heterogeneidad (se diría que no había dos que fuesen iguales) todos ellos tenían la misma implacable decisión en sus inexpresivos ojos. Eran seres destructores.

Tesla se inclinó y agarró al muchacho por el brazo, evitando como pudo el contacto con los repulsivos miembros del parásito, demasiado pegado a él para poder arrancarlo. Era evidente que cualquier intento de separarles serviría sólo para provocar represalias.

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