Peter vaciló.
—Que Dios te bendiga, Harry.
Era lo más parecido a un apretón de manos por teléfono, y Harry lo aceptó agradecido.
—
Ciao
, mi buen camarada sacerdote.
Colgó el auricular. Cogió la Biblia del hotel, empezó a hojearla, y tomó nota del número de versículos que contenía cada capítulo del Génesis.
El versículo 640 estaba en el capitulo 24, versículo 48. Fue absolutamente decepcionante: «E incliné la cabeza y me postré ante el Señor, y bendije al Señor, Dios de mi maestro Abraham, que me había guiado por camino de verdad para tomar la hija del hermano de mi maestro para su hijo».
¿Qué podía eso tener que ver con Tamar? Demasiado para la
gematría
.
El versículo número 650 habría sido mejor: «Y llamaron a Rebekah, y le dijeron: “¿Irás tú con este varón?” Y ella respondió: “Si, iré.”».
Pero el versículo 650 no era el versículo 640, y él se sintió defraudado y dejó la Biblia.
Ella salió del cuarto de baño secándose con una toalla. Aún tenía la piel húmeda y resbaladiza, y su boca sabía a agua fresca y a dentífrico norteamericano.
—¿Funcionaría? —preguntó ella. Sus oscuros ojos yemenitas estaban resplandecientes.
Él tenía que ser tan honesto como ella.
—No lo sé. —Cogió la toalla y empezó a hacerle fricciones.
—De una cosa estoy segura. —Ella lo rodeó con sus brazos—. Harry nunca hará nada que pueda hacerme daño —afirmó.
Fue como despertarse cuando era niño, cuando se quedaba en la cama sintiéndose maravillosamente bien sin saber por qué, y luego recordaba que las clases habían terminado el día anterior.
Se mostraron despreocupados. Aparentemente, ésta era como todas las mañanas que habían pasado juntos.
Mientras leía el
Jerusalem Post
con el café del desayuno, vio un artículo en el que se citaba a un ministro del gabinete llamado Kagan, que criticaba la corrupción de
Mifleget Ha’avoda
, el partido laborista.
—Este político tiene el mismo nombre que tu amigo Ze’ev.
Tamar echó un vistazo al periódico.
—Es su padre.
—¿Es miembro del gabinete? ¿Podría llegar a ser primer ministro algún día?
—No tiene ninguna posibilidad. Se ha ganado demasiados enemigos políticos. Es uno de los viejos líderes Irgun en el
Likud
, el partido de la unidad. —Untó una tostada con mantequilla—. Creo que algún día Ze’ev podría llegar a ser primer ministro.
Harry sonrío.
—Ze’ev sólo es un oficial superior del ejército.
—Ya está en el peldaño más bajo de la escala. Su predecesor pasó a ser ministro de la policía. Una vez que se convierte en miembro del gabinete, depende de cada uno. Y su padre tiene muchos amigos, además de enemigos. Aún existe la posibilidad —argumentó ella.
Ninguno de los dos mencionó el tema del que habían hablado la noche anterior.
Viajaron en el Ford inglés alquilado por la antigua carretera de Tel Aviv hasta Beit Jimal, donde ella conocía un monasterio de salesianos que elaboraban y vendían vino. Mientras recorría los viñedos en los que los monjes trabajaban bajo el sol, se preguntó qué había en su alma sensual y judía que tanto disfrutaba del rígido ambiente de la vida monástica.
Un joven fraile norteamericano les hizo probar los dos tipos de vino, el tinto y el blanco, ambos secos y de buena calidad.
Era un hombre tranquilo y divertido, natural de Spokane, y él y Harry conversaron de política norteamericana.
Los monjes elaboraban un queso parecido al muenster, pero más amarillo. Harry compró cuatro botellas de vino y un trozo de queso tan grande que Tamar se quejó.
—¿Y qué hace un fantástico joven demócrata en un sitio como éste?
—Vine en busca de algo.
—¿Lo ha encontrado?
—Creo que sí —respondió el fraile.
—Qué suerte. ¿Le gusta esto?
—Me encanta, salvo en invierno. Todo el mundo tiene la garganta irritada y la nariz roja. Estuve a punto de colgar un letrero que dijera: «Si ama a Jesús, toque la bocina».
—¿Por qué no lo hizo?
—Usted no conoce a nuestro prior. No soy loco, sólo un fanático religioso.
No paró de reír hasta que llegaron al coche.
—¿Adónde vamos? ¿Quieres internarte en las montañas de Galilea?
—Harry, no creo que exista la menor posibilidad —dijo ella serenamente.
Él comprendió.
—Anoche te permitiste pensar que era posible.
—Creo que te llevaré a Rosh Ha’ayin.
—¿Qué es eso?
—Es donde vive mi familia —aclaró ella.
—Podemos llevarles vino y queso —dijo él mientras viajaban.
—No, mis padres son
kosher
Si quieres, podemos parar y comer en Petah Tikva y comprarles un poco de queso
kosher
.
—Yo podría coger una botella de alguna bebida buena para tu padre. ¿Qué le gusta beber?
—Arak. Pero mi padre es alcohólico —apuntó ella.
Cuando llegaron a Rosh Ha’ayin, ella lo guió por calles sin pavimentar y pasaron junto a casas desvencijadas.
—Durante la Segunda Guerra Mundial, esto fue un campamento del ejército británico —le explicó ella—. Luego se convirtió en un
ma’barah
, un campamento transitorio para inmigrantes yemenitas. Pocos años antes de que nosotros llegáramos aquí, el gobierno hizo del campamento transitorio una ciudad permanente.
Harry aminoró la marcha. Una niñita de unos cuatro años estaba sentada en la calle, metiendo los dedos en el polvo.
—Para aquí —le pidió Tamar. Bajó del coche—. Habiba, ¿cómo estás, cariño? —dijo en hebreo—. ¿Has sido una niña buena?
A la niña le colgaban los mocos. A Harry eso no le molestó, pero sí la mosca que le caminaba por la mejilla, en dirección al ojo izquierdo. Tamar cogió un pañuelo de su bolso y le limpió la nariz a su sobrina, y con la mano apartó la mosca.
—Yo solía sentarme exactamente aquí. Me imagino que me parecía mucho a ella.
—Entonces, Habiba, vas a ser una mujer fantástica, una mujer muy hermosa —dijo él.
La pequeña le sonrió insegura, consciente de que le hablaba a ella, pero incapaz de comprender el inglés. La mosca regresó, o tal vez era otra, que salía del cubo de la basura de la casa vecina.
Tamar cogió a la niña de la mano. Ambas lo condujeron calle abajo hasta una casa de piedra con techo de hojalata y un huerto de pimientos y hierbas. Una mujer gorda que ponía a secar la colada dejó caer la prenda húmeda que estaba a punto de colgar y los saludó con alegría.
Tamar la presentó como
ya umma
, que en árabe significaba «la madre». A él le gustó la expresión, y la mujer. Ella los condujo al interior de la casa y los agasajó con pasteles de mijo endulzado y con un café dulce, llamado
quishr
, preparados con la cáscara en lugar de la semilla. Habló a toda velocidad con Tamar en hebreo mientras tenía a la inquieta Habiba sentada en sus rodillas y le limpiaba la cara con un trapo húmedo. No miraba a Harry al hablar, pero él la sorprendió lanzándole rápidas y atentas miradas de inspección cuando creía que él no se daba cuenta.
—Tiene una nieta encantadora.
Ella le dio las gracias tímidamente.
—Es la hija de Yaffa, mi hija más pequeña. La cuido mientras Yaffa trabaja en Petah Tikva. —Miró a su hija—. ¿Te quedarás a cenar y verás a tu padre?
Tamar asintió.
—Y llevaremos a Habiba a dar un paseo, así podrás trabajar tranquila.
Su madre estaba radiante.
—Que tus labios se cubran de besos.
Tamar llevó a Harry hasta el río Yarkon, que estaba cerca de allí.
Se sentaron en la orilla y miraron a Habiba, que arrojaba piedras al agua de color verde. A él no le pareció un río excepcional, pero ella le tenía mucho cariño.
—Es el segundo río más grande de Israel —le informó en tono solemne—. Ahora está totalmente contaminado por las aguas residuales de Tel Aviv. Conducen por tubería una parte tan grande de su caudal que al pobrecillo no le queda lo suficiente para desaguar en el mar. Pero yo solía sentarme aquí y mirar como jugaban mi hermano y mi hermana. Imaginaba los sitios por los que pasaría el río, la gente que bebería sus aguas, los campos que regaría.
—¿Fuiste una niña feliz?
Ella observó a Habiba.
—Sí. No sabía que en otros lugares las mujeres llevaban una vida distinta.
—Tu madre parece feliz.
—No, sólo es su manera de ser. Cuando nació mi hermana le extirparon la matriz, y se la considera desgraciada por tener sólo tres hijos.
Habiba se acercaba demasiado al agua para tirar las piedras. Su tía le hizo una llamada de advertencia.
—Cuando llegamos aquí —continuó Tamar— no había ni seis mil personas. Hasta entonces casi no había existido inmigración yemenita. Todos los años hay hombres y mujeres que abandonan este lugar, como yo misma hice. Sin embargo ahora hay una población de casi trece mil habitantes, porque cada familia tiene muchos hijos.
—¿Tu hermana vive aquí?
Tamar asintió.
—Ella y su esposo,
Shalom
, viven a una calle de distancia de casa de mis padres. Trabajan en la misma fábrica de jerséis.
—¿Y tu hermano?
—Ibrahim vive en Dimona. Conduce un camión de las minas de fosfato Oron. —Vaciló—. ¿Has oído hablar del movimiento de los Panteras Negras?
Harry asintió.
—Ibrahim es un Pantera Negra. Probablemente es menos feliz que todos nosotros.
—¿Y tu padre?
—
Ya abba
? —Tamar sonrió y apoyó la palma de su mano cálida en la mejilla de él—. Ya lo verás.
El padre era un Gunga Din yemenita. Su cuerpo, menudo y flaco, revelaba unos músculos duros como pequeñas cuerdas bajo una piel oscura que el sol aún había oscurecido más.
—Yo soy Yussef Hazani. Bienvenido a mi casa, en el nombre de Dios —dijo mientras lo observaba y aceptaba la mano extendida de Harry como si hubiera estado sumergida en un exótico veneno occidental. Le preguntó algo a Tamar en un rápido árabe. La única palabra que Harry reconoció fue
Nasrani
, que sabía que significaba «cristiano».
—No; es judío —dijo ella en hebreo, irritada—. De Estados Unidos.
Él se volvió hacia Harry.
—O sea que tú también eres judío.
—Sí.
—¿Entonces por que no vives aquí?
—Porque vivo allí.
Ya abba
asintió con expresión de disgusto y entró en la habitación contigua. Todos se sentaron y esperaron mientras él se lavaba ruidosamente, salpicando y resoplando.
La llegada de Yaffa y
Shalom
fue una distracción bien recibida. El grito de alegría de Yaffa fue el eco del saludo de su madre. Mientras ella abrazaba a Tamar, Harry vio que su embarazo debía de estar en el cuarto o quinto mes y que su cuerpo era agradable aunque amplio; las mujeres Hazani mostraban tendencia a la suntuosidad. Tenía las uñas pintadas de dos colores, rojo y plateado, y un esposo de sonrisa nerviosa.
Hazani volvió y bendijo la mesa, dando por comenzada la comida; y fue un buen comienzo. Harry supuso que estaban comiendo el pollo del
Sabbath
con unos días de anticipación; estaba guisado con una salsa que le pareció muy buena pero demasiado condimentada, como era de esperar. También había maguey fresco y ensalada de tomates maduros, lechuga y una de sus debilidades: aguacate cortado en trozos grandes. Cuando hizo un comentario sobre la ensalada, Hazani asintió.
—Es del kibbutz Einat, donde yo trabajo. Cojo lo que podemos comer. Lo único que necesitamos cultivar aquí en Rosh Ha’ayin son pimientos picantes y hierbas, las cosas que no crecen en el kibbutz.
—¿Qué hace en el kibbutz Einat?
—Lo que haga falta.
—Los demás hombres dicen que
ya abba
es el mejor agricultor de Israel —intervino Yaffa.
—No sabía que los
kibbutzim
contrataran gente.
—Antes no lo hacían —aclaró Hazani—. Actualmente no cuentan con suficiente gente joven, por eso tienen que pagarle un salario a algunos como yo. —Levantó los puños—. ¡Yo trabajo la tierra del
Eretz
!
Harry asintió.
—Eso debe de proporcionarle placer.
Hazani sonrío con desdén.
—Aquí todos somos judíos. A los árabes les gustaría matarnos; pero si vienen, los judíos lucharemos codo con codo. En Teman, cuando corrían por las calles matando judíos, nosotros nos quedábamos en nuestro apartamento, sin nada que comer y temblando detrás de la puerta atrancada. Eso es lo que recordamos.
—Mi padre tenía recuerdos parecidos.
Hazani hizo una pausa.
—¿De qué país?
—De Alemania.
—Vaya. Otro
yecheh
. —Él y su hija mayor intercambiaron una fría mirada. Luego el hombre se volvió hacia Harry—. ¿Y cogió un avión a Estados Unidos?
—Se fue en barco.
—Ah. Nosotros cogimos un barco de Hodeida a Adén. ¿Te acuerdas? —preguntó, dirigiéndose a su esposa.
Ya umma
asintió con una sonrisa.
—Salimos de Sana’a con una caravana de camellos que transportaba café a Hodeida. Mi esposa y yo caminábamos llevando en brazos a nuestro hijo Ibrahim, que entonces era un bebé. Ésta —dijo señalando a Yaffa— aún no había nacido, ella es nuestra israelí. Sentamos a Tamar en el lomo de un camello y viajó encima de una bolsa de granos de café que dejaron marcas en su pequeño
takhat
.
Se miraron sonrientes; evidentemente se trataba de un relato que habían escuchado muchas veces. Harry estaba fascinado.
—¿Durante cuánto tiempo caminaron?
—Sólo durante un día. Tuvimos problemas. La primera vez que se detuvieron a rezar en dirección a la Meca, se dieron cuenta de que nosotros no nos arrodillábamos. Hubo cuchicheos y yo estaba seguro de que nos iban a robar y a matar. Cuando llegamos a una ciudad, compré una buena cantidad de
kat
, y los guías se lanzaron sobre la hierba y masticaron hasta quedar atontados. Luego pasó un camión y le pagué al conductor un
riyal
para que nos llevara a Hodeida.
—¿Y se libraron de los problemas?
Hazani sonrió.
—No, no. Pero al menos ya no estábamos solos, parecía como si todos los
Yehudi
de Teman estuvieran en Hodeida. La Agencia Judía había dicho que si lográbamos llegar a Adén por nuestros propios medios, ellos nos llevarían a
ha
–
aretz
. Así que entre unas cuantas familias reunimos algo de dinero y contratamos un hombre que tenía una barca para que nos llevara por la costa del mar Rojo.