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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

El diamante de Jerusalén (14 page)

BOOK: El diamante de Jerusalén
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El museo había estado a punto de comprar el cuenco por un precio varias veces superior al sueldo anual de ella. Mucha gente empezó a saludarla por la mañana, cuando llegaba al trabajo.

Resultaba gratificante, pero ella también disfrutaba en su papel de esposa. Aprendió que su marido no podía comer especias yemenitas, y que detestaba el cordero. Le chiflaban los
mishmish
, los pequeños albaricoques nativos, tan deliciosos que los árabes los mencionaban en una frase que describía la promesa de una felicidad lejana: «Cuando lleguen los
mishmish
». Yoel tenía la frase escrita en tarjetas que mostraba a la menor señal de impaciencia.

Yoel se llevaba bien con sus compañeros de trabajo, en parte —pensaba Tamar con un sentimiento de culpabilidad— porque su trabajo estaba al margen de la corriente principal de promoción de la carrera. Pero estaba obteniendo resultados. La mortalidad infantil y materna entre los beduinos siempre había sido trágicamente elevada; en su difícil vida nómada, los cuidados prenatales no existían. Yoel pasó los primeros meses discutiendo con la estructura del poder, vendiendo sus ideas. Se presentó en repetidas ocasiones ante la Comisión del Agua con las autorizaciones necesarias expedidas por su departamento, hasta que ellos aceptaron tender una línea por encima del nivel del suelo hasta los campos de pastoreo Beersheva de una de las tribus beduinas: una tubería de plástico negro, tan fea como una maldición pero capaz de arrojar bendiciones. Por primera vez, la tribu no tuvo necesidad de marcharse en busca de nuevos pastos. Yoel y un agrónomo del gobierno convencieron al anciano jeque de que se quedaran mientras el gobierno proporcionara pastos a su ganado. A cambio, el jeque hacia que todas las mujeres embarazadas se presentaran regularmente al servicio materno–infantil. Ingresar a las mujeres en el hospital fue la tarea más dura, ya que siempre les habían enseñado que un niño debe nacer en la tienda de su padre. Pero después de que las doce primeras mujeres y sus bebés sobrevivieran, el mensaje fue claro.

Yoel no dejaba de ir en coche hasta el campamento Beersheva si una mujer llevaba tiempo sin someterse a una revisión. Cuando Tamar estaba libre, a veces lo acompañaba para servirle de intérprete. En una de esas ocasiones, después de que él hubiera examinado y regañado a su paciente y de recibir la tímida promesa de que el mes siguiente iría a verlo, se sentaron en la tienda del jeque para tomar el inevitable café con dátiles.

El anciano beduino lo miró con expresión burlona y dijo algo.

—Dice que por qué haces esto —tradujo ella.

Yoel le dijo que le preguntara si acaso no eran hermanos.

—Dice que no.

—Pregúntale si algún día podríamos llegar a ser como hermanos.

—Dice que no es probable.

—Dile que no me importa lo que somos o dejemos de ser, siempre que nos ayudemos mutuamente y vivamos en paz.

El jeque miró a Yoel a los ojos, buscando peligros ocultos.

—Dice: ¿y si no podemos vivir en paz?

—Entonces no llegarán los
mishmish
—respondió Yoel.

Aquel mes de julio se separó de ella por primera vez para presentarse a cumplir sus treinta y un días anuales en la Reserva. Era médico castrense con rango de
seren
, capitán. Antes de que él se marchara, ella vio que las pesadillas alteraban su sueño. Él reconoció enseguida que estaba preocupado. Se había alistado como voluntario para el entrenamiento como paracaidista.

De modo que todas las noches, entre las dos y las cuatro, que era cuando los soldados israelíes estaban autorizados a hacer llamadas gratuitas a su casa, ella esperaba con los ojos nublados junto al teléfono. La décima noche, sonó por fin.

—Es facilísimo.

Ella no le preguntó a qué se refería; sólo una cosa habría reflejado tanto alivio en su voz. Después de cinco saltos más, él quedó capacitado y terminó la preparación en veintiún días. Cuando regresó a casa, ella le cosió el dragón rojo y blanco en los uniformes y admiró la boina roja y las botas rojas de paracaidista, que ellos llamaban zapatillas de ballet.

Su jefe era un comandante llamado Michaelman, cirujano del Hospital Eliezar Kaplan de Rehovot. En septiembre, el doctor Michaelman llegó a Jerusalén con su esposa para asistir a una reunión, y Tamar y Yoel los invitaron a comer. Dov Michaelman era un hombre delgado de pelo entrecano y ojos serenos, un oficial del cuartel general que mandaba a otros médicos en las unidades de combate. Eva Michaelman era una regordeta pelirroja de labios llenos absurdamente colocados en un rostro que, por otra parte, había llegado a la mediana edad. Después de comer, Yoel encendió la radio para escuchar las noticias, lo cual resultó ser un error. Informaron que las fuerzas blindadas egipcias empezaban a concentrarse en la orilla occidental del canal de Suez.

—Maniobras —comentó el doctor Michaelman—. Las hacen todos los otoños.

Curiosamente, lo que asustó a Tamar no fue la información facilitada por la radio sino el hecho de que mientras ella miraba, la dulce boca de Eva Michaelman se volvió tan vieja como el resto de la cara.

Tamar y Yoel fueron a visitar a la madre de ella para celebrar un Rosh Hashana yemenita y luego, para ser justos, decidieron pasar el
Yom Kippur
con los padres de él en la pequeña sinagoga askenazí.

Poco después del mediodía, tres oficiales del ejército entraron en la
shul
. Se abrieron paso entre los fieles cubiertos con el taled y se acercaron al
bema
para entregar una lista al rabino.

El sacristán pidió que guardaran silencio.

—Se ordena a los siguientes hombres que se presenten a sus unidades militares —anuncio el rabino.

El nombre de Yoel no estaba entre los mencionados. Desde el lugar donde estaban las mujeres, Tamar vio que su esposo se inclinaba hacia delante para hacer preguntas. Le resultó difícil respirar. Salió en el momento en que empezaban a sonar las sirenas.

Su suegro se reunió con ella.

—¿Qué es eso? —le preguntó Tamar.

El señor Strauss se rascó la barba gris que empezaba a asomar y miró el cielo por encima de la montura metálica de sus gafas.

—Quizás ha comenzado —dijo.

Regresaron a casa a toda prisa, pero la radio y la televisión estaban cortadas. No había emisiones mientras se celebraba el
Yom Kippur
.

—Al coche le falta gasolina —señaló Yoel.

—Las estaciones de servicio están cerradas.

—Las estaciones árabes de la Ciudad Vieja están abiertas.

Ella asintió; sabía que él iría a buscar noticias, además de combustible. Yoel se alejó a todo correr.

A las dos y cuarenta de la tarde, la radio abrió la emisión con un anuncio de las Fuerzas de Defensa Israelíes. A las catorce horas, los ejércitos egipcio y sirio habían lanzado ataques al otro lado del canal de Suez, y sobre los Altos del Golán.

«Debido a la actividad de los aviones sirios, las sirenas pueden oírse en todo el territorio. Son auténticas sirenas… Se han impartido órdenes para la movilización de reservistas. A la vista de la emergencia, aquellos que no tengan necesidad de transitar por las carreteras deben abstenerse de hacerlo…

Cuando Yoel regresó a casa encontró a Tamar escuchando extraños mensajes que a cada instante interrumpían la música y las noticias.

«Jacinto Púrpura, Jacinto Púrpura, por favor preséntese a las cuatro de la tarde en el punto de concentración».

—¿Cuál es el nombre en clave de tu brigada?

—Biblia. ¿No es una tontería?

—No —respondió ella con voz temblorosa.

Mientras se estaban mirando, la radio la nombró.

—Bueno —dijo él.

—¿Puedo ayudarte a preparar tus cosas?

—Sólo tengo que ponerme el uniforme y coger las cosas de aseo. No hay que hacer nada más.

—Sí, hay que hacer algo.

En el cuarto de baño, ella se quedó un momento de pie con el diafragma en la mano; luego volvió a guardarlo en su pequeño estuche y lo colocó en el armario. Hicieron el amor demasiado deprisa y sin verdadero placer. Mientras él la penetraba, ella le susurró al oído lo que no había hecho.

—Tonta…

Ella vio la expresión de fastidio de él.

—¿Por qué me dices tonta?

—Esto terminará dentro de unos días. Luego ya veremos como vamos a mantener a una embarazada y a un bebé. —Pero la besó.

—¿Crees que hemos hecho un bebé? —le preguntó ella mientras observaba cómo se ponía el uniforme.

Él se encogió de hombros, absorto en sus pensamientos. Ella se dio cuenta de que al menos una parte de él estaba impaciente por marcharse, que disfrutaba de los peligros tanto como ella los odiaba.

—Yoel.

Él la besó de una forma que significaba más que el apresurado encuentro en la cama.


Shalom
, Tamar.

—Eso espero —repuso ella.

La ciudad se convirtió en una persona diferente. Todas las mañanas, cuando abandonaba el edificio para ir al trabajo, veía a unos viejos metiendo arena en sacos de arpillera con una pala. El tránsito civil era ligero. Muchos coches, como el Volkswagen rojo, habían sido embadurnados de barro y sumados al ejército con sus propietarios. En el sótano del edificio de apartamentos había un refugio; las mujeres llevaron los colchones hasta allí, y Tamar ayudó a cerrar con cinta adhesiva las ventanas y cosió unas cortinas para los apagones. Las empleadas del museo preparaban vendas con las sábanas.

La actividad facilitaba las cosas. Basados en las experiencias anteriores, todos esperaban una guerra breve, una defensa relámpago contra el invasor, seguida por una victoria rápida y arrolladora.

Pero durante tres días, las noticias difundidas fueron vagas y desconcertantes. Para entonces, los heridos habían empezado a llenar el Hospital Hadassah, y las informaciones empezaban a hablar abiertamente de la catástrofe producida por sorpresa y de las novísimas armas rusas. Los egipcios estaban sólidamente atrincherados en el lado este del canal, y los sirios ocasionaban numerosas víctimas en el Golán. Todo el mundo intentaba seguir el ritmo habitual. Con ridícula coordinación, Tamar descubrió otra falsificación, esta vez una pintura. Al mirarla con rayos X, descubrió que el retrato que supuestamente tenía más de un siglo de antigüedad estaba pintado encima de un paisaje. Raspó para coger una muestra diminuta de la pintura utilizada en el cuadro original, y el análisis químico reveló la presencia de titanio, ingrediente de las pinturas sólo desde 1920. La pintura original apenas tenía unas décadas de antigüedad.

El director la llamó a su despacho.

—¿Qué le hizo sospechar? —le preguntó.

Tamar se encogió de hombros.

—Noté rastros de un pigmento punteado. De vez en cuando una pincelada diferente. En un fragmento había un pasaje confuso de un matiz a otro.

El director asintió.

—Tiene usted un don, señora Strauss. Puede encontrar una aguja en un pajar. Ésa es una habilidad que no todo el mundo posee —le dijo con aire pensativo.

Esta vez recibió un aumento de salario y dejó de ser asistente técnica para convertirse en conservadora. Se adoptó la medida de que cada nueva adquisición pasara primero por el escritorio de ella. Normalmente, esto le habría resultado estimulante. Pero apenas reparó en ello. Todas las noches su alarma se disparaba a las dos de la madrugada y la mantenía despierta hasta las cuatro. Pero el teléfono no sonaba.

Recibió dos cartas: dos notas informativas y prosaicas. Yoel le decía que se encontraba bien y que no esperara ninguna llamada telefónica. Las líneas se reservaban «para los soldados con problemas personales, como algún familiar enfermo, cosa que, gracias a Dios, no tenemos». No le decía dónde estaba, ni mencionaba la guerra en ningún otro sentido.

Durante el fin de semana, las cosas empezaron a cambiar en ambos frentes. Kissinger había estado intentando negociar un alto el fuego, que había sido rechazado por Sadat. De repente, los egipcios se mostraron bastante dispuestos. Las fuerzas de defensa israelíes se habían internado en Siria y recorrían la carretera que conducía a Damasco, y una mañana Tamar se despertó con la noticia de que Israel había cruzado el canal y trasladaba la guerra al interior de Egipto. Se esperaba que el alto el fuego se produjera en cuestión de horas.

Tamar quiso darle las gracias a Dios en el Muro Occidental. Cuando llegó, descubrió que cientos de personas habían tenido la misma idea. La multitud se arremolinaba, la gente esperaba con impaciencia a los lados, empequeñecida por la piedra de Herodes. Sintió muchas cosas, aunque tal vez surgían de su interior pues se encontraba aprisionada entre un anciano sollozante y un joven de expresión perpleja.

Se deslizó en un hueco entre la multitud. La gente que se encontraba junto al muro era considerada. Se quedaban sólo unos instantes y luego se apartaban, dejando paso a los demás. Apretujada y empujada, quedó por fin junto a los bloques calentados por el sol.

La gente se acercaba con respeto a tocar las piedras, sollozando de gratitud, muchos escribiendo plegarias y metiendo el papel entre las grietas, siguiendo la leyenda de que esas peticiones eran concedidas por el Señor. El único papel que ella llevaba encima era una vieja lista de la compra. En el dorso garabateó su petición: que con el tiempo pudiera tener el hijo que esta vez le había sido negado. Introdujo el papel en una grieta, esperando con cierta frivolidad que no se confundiera el lado de la nota y tuviera que parir huevos, pan, queso, manzanas y un arenque.

Se apartó, dejando sitio a otra mujer. La multitud formaba una red de la que tuvo que deshacerse hasta que se abrió y le permitió avanzar por una corriente de sonidos tan fuertes como el dolor, como un
shofar
que sonara junto a su oreja. Un circulo de hasidim polacos danzaban cogidos de la mano, entonando en tono triunfal el fragmento de un salmo: «¡En Tu misericordia confío!» Algunos llevaban barba y eran canosos. Los niños, vestidos exactamente como sus mayores, con
streimels
adornados con piel y largos caftanes negros, compartían la capa de éxtasis tejida por las voces y los cuerpos. Mientras ella observaba, un oficial paracaidista se sumó a la cadena, girando y golpeando con sus botas rojas, con la cabeza echada hacia atrás y, como los demás, con los ojos vueltos al cielo. Finalmente el hombre se apartó y se quedó de pie, riendo y sin aliento, y ella vio que lo conocía.

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