—Todo arreglado —dijo.
Volvieron a trasladarse en coche a Arad. Mientras ella hacía unas compras, él llevó el coche alquilado a una estación de servicio donde hizo revisar el aceite y el agua, y cargó gasolina. Como si fuera una idea tardía, compró una botella de coñac israelí. Luego fue a recoger a Tamar, que iba cargada con las provisiones.
No muy lejos de Arad abandonaron la carretera asfaltada y el suelo pasó a ser de arena y piedras sueltas que se movían bajo las ruedas. Circularon junto a dos camellos inmóviles y Harry le preguntó a Tamar si el desierto albergaba otros seres vivos. Muchísimos, respondió ella: gacelas y víboras, hienas y manadas de chacales. Últimamente se había visto un leopardo negro no muy lejos de donde ellos se encontraban.
—Pare en lo alto de la próxima cuesta —le indicó ella. Subieron una pequeña colina y él frenó. A unos ocho o nueve kilómetros de distancia, Masada se alzaba nítidamente en una nada azotada por el viento.
—¿Ve las terrazas que se extienden en la parte superior? Allí, a la izquierda. Allí es donde el rey Herodes se sentaba en las noches cálidas con una gorda
chatichah
en cada rodilla.
—¿Una gorda qué?
—
Chatichah
. —Sonrió burlonamente—. Lo que los norteamericanos llaman una preciosidad.
Él le devolvió la sonrisa y arrancó. El coche avanzó bamboleándose por el camino zigzagueante y en mal estado. Masada empezó a crecer. Harry pudo ver con gran expectación que estaba salpicada de cuevas de oscuras bocas. ¿Quién podía saber lo profundas que eran? Por primera vez pensó que no había sido una estupidez haber ido hasta allí.
En la cabaña había una nevera vieja pero que funcionaba, una cocina económica de dos quemadores, un retrete por el que caía débilmente el agua, y una ducha con la alcachofa oxidada. Los muebles tenían un aspecto lamentable, o estaban rotos. La cama era un catre individual del ejército.
—Es encantadora —dijo Harry—. Nos la quedamos.
Estaba sacando las provisiones del coche cuando levantó la vista y vio una hilera de soldados armados. Arrastró la caja de la compra hasta la cabaña y la dejó en el suelo.
—Supongo que son israelíes.
Ella miró por la ventana y se acercó a la puerta. Había unos veinte soldados, incluidas dos mujeres. Harry había hecho el servicio militar en la infantería norteamericana, y los miro con simpatía mientras se acomodaban a la sombra de la cabaña. Volvió a sentir las piernas doloridas, los pulmones ardientes, la pesada mochila pegada a la espalda de la camisa húmeda. Las dos Chen eran atractivas a pesar de las manchas de sudor y de las cantimploras cubiertas de calcetines que les ensanchaban la cintura. Harry fue hasta el coche y cogió la cámara.
El oficial se apartó de Tamar y gritó en hebreo, y luego en inglés:
—¡Nada de fotos! ¡Nada de fotos!
Harry guardó la cámara, pero el hombre siguió despotricando contra él.
Le devolvió la mirada y le dijo:
—Tranquilícese.
Tamar dijo algo en tono brusco.
El oficial dio una orden que provocó gruñidos. Pocos minutos más tarde, los soldados se marcharon.
Tamar y Harry regresaron a la cabaña en silencio y se dedicaron a guardar las provisiones.
—No fue precisamente una lección de democracia, ¿verdad? —comentó él por fin.
—Le prometí que le reclamaría a usted la película —señaló Tamar.
—Ni siquiera toqué el disparador.
—Necesito la película.
Salió y cogió la cámara. Ella observó cómo rebobinaba la película y quitaba el carrete.
—Lamento que tenga que desperdiciarlo —se disculpó ella.
Él buscó otro carrete en su bolsa. Finalmente puso todo en el suelo: ropa interior, camisas, pastillas salvavidas, calcetines, libros de bolsillo, carretes de fotos y varias bolsas de ropa sucia dirigidas a Della.
Tamar leyó los rótulos y lo miró fijamente.
—¿Envía la ropa sucia a Estados Unidos?
No se le ocurrió ninguna respuesta satisfactoria.
—¡Dios mío!
—No lo hace ella. La envía a la lavandería.
Tamar puso la sartén y el hervidor en el fregadero y empezó a lavarlos.
—El suelo está mugriento. Ahí hay una escoba.
—Estoy acostumbrado a que haya un poco de desorden. Mi esposa y yo no vivimos juntos.
—¿A quien narices le importa cómo vive usted, señor Hopeman? —repuso ella mientras restregaba enérgicamente.
—¿Qué es lo que a usted le importa? —respondió él. Cogió una de las mantas de ejército que estaba doblada sobre el catre. Guardó dos trozos de maguey y algunos plátanos en su bolsa y se sintió más que nunca como un marido que abandona el hogar; salió y cogió el coñac del coche. Luego subió por el sendero que conduce a la parte más alta de Masada.
Sabía que a ese camino le llamaban Rampa Romana porque había sido abierto por la Décima Legión para poder llegar al reducido grupo de judíos que fueron la última resistencia armada contra Roma.
Se suponía que las vigas utilizadas por los romanos para apuntalar el sendero aún eran visibles. Cuando llevaba recorridos dos tercios del camino, vio algunas de esas vigas sin ninguna dificultad.
Se detuvo y las examinó. Estaban desteñidas, pero por lo demás parecían encontrarse en buenas condiciones. Conservadas por la sal y el aire seco durante dos mil años.
Quedó azorado. Madera de verdad, colocada por unas manos como las suyas, que lo ponía en contacto con lo que había ocurrido hacía veinte siglos.
Cerca de allí había acantilados rojo grisáceos, montañas truncadas cuyas cimas parecían cortadas por alguna cimitarra natural. Y cada una estaba llena de cuevas.
Subió penosamente hasta la meseta de la cima y encontró un paisaje similar: cielo y piedras. Semiconstrucciones agazapadas como los sótanos de edificios bombardeados, y algún que otro tejado de piedra intacto. Soplaba un viento caliente y seco y le resultaba difícil respirar, ya fuera por el viento o por el esfuerzo de subir. Metió sus cosas dentro de una de las pequeñas construcciones de piedra; el interior estaba oscuro y frío.
Algo pequeño paso arrastrándose a su lado y él lo miró.
—Lo siento.
Shalom
,
Shalom
, seas lo que seas.
Se sentó para recuperar el aliento, y mientras su vista se acostumbraba a la oscuridad vio que las paredes y el techo estaban toscamente enyesadas, con un yeso tan gastado que resultaba agradable al tacto; evidentemente era antiguo. El suelo era de tierra compacta, frío pero seco. Extendió la manta.
Cuando salió a explorar el lugar, tuvo una extraña sensación. Sentía que lo estaban observando.
Ridículo, se dijo.
Pero unos minutos después levantó la mirada y comprobó que no era ridículo: sobre unas ruinas vio el perfil de una cabra negra contra el cielo; el animal lo observaba con la cabeza inclinada.
Dio varias palmadas, pensando que la ahuyentaría, pero la cabra no se movió ni emitió un solo balido. ¿O era el balido lo que las ahuyentaba? Siguió caminando. Cuando volvió a mirar, la cabra ya no estaba.
La choza de la que se había apoderado formaba parte de varias construcciones parecidas de piedra que se alzaban en el borde de un acantilado. Mucho más abajo, un desfiladero salpicado de cantos rodados se extendía en dirección al albergue juvenil, un edificio semejante a una barraca, aproximadamente a ochocientos metros de distancia.
Más allá brillaba el plomo fundido del mar Muerto.
No vio señales de vida en el hostal. Cerca del mismo, el cable de un funicular se elevaba hasta la cima de Masada, y al pie se veía el vagón abandonado. El operador del funicular se había ido a su casa, seguramente a Dimona o Arad.
Harry se encontraba en medio de un ardiente y solitario silencio alterado sólo por el sonido del viento. A solas con Masada.
Caminó de un lado a otro. Las que al principio parecían construcciones parecidas en realidad eran muy diferentes. Algunos de los edificios de piedra eran largos y bajos, probablemente los que se utilizaban como depósitos. Otros eran como la choza en la que había dejado sus cosas. Cada uno tenía un pequeño hogar instalado en una esquina o contra una pared. Otros contaban con una escalera que descendía hasta lo que evidentemente habían sido los baños rituales, ahora secos. No habría necesitado los
mikves
para lavarse. Había dos construcciones modernas de piedra, una para mujeres y otra para hombres, identificadas con el ridículo signo 00 de los lavabos. Entró y abrió uno de los grifos; dejó correr el agua fría por sus manos y su cara y se mojó la cabeza para combatir el calor.
En el extremo norte de la pequeña meseta se alzaban las ruinas del palacio. Algunos de los suelos eran de mosaicos de sencillos dibujos geométricos. Bajó una escalera hasta la terraza del medio y enseguida comprendió por qué Herodes la había hecho construir. Era el único sitio de Masada protegido del sol y al mismo tiempo del viento abrasador.
Se quedó de pie en el fresco silencio que un rey muerto le había proporcionado y vio kilómetros de costa y de campo. Seguramente se podía divisar al enemigo varias horas antes de que llegara.
Desde allí logró ver cuatro ruinas de los campamentos romanos. Había ocho campamentos en total, construidos alrededor de Masada y conectados por varios kilómetros de pared de piedra que también pudo distinguir fácilmente.
Setenta años después de la muerte del rey Herodes, una guarnición romana de las cercanías de Masada había sido aniquilada en un golpe de estilo comando por un reducido grupo judío. Cuatro años después de tomar la fortaleza, los judíos de Masada eran los últimos que resistían contra el poder de Roma. Flavius Silva, el gobernador romano, había marchado sobre Masada a la cabeza de la Décima Legión y de tropas auxiliares y campesinos. Había rodeado la montaña con los campamentos y los muros, bloqueando todas las vías de salida.
Aun así habían sido necesarios quince mil sitiadores durante tres sangrientos años para derrotar a los defensores, que sumaban novecientos sesenta incluidas las mujeres y los niños. Cuando por fin la Rampa Romana quedó terminada y se acercaba el final, los judíos habían preferido morir por sus propias manos antes que convertirse en esclavos de los romanos.
Harry contempló los campamentos. No había en ellos ningún signo de vida. Si algo quedaba, eran animales pequeños e insectos. Pero se sintió incomodo mientras abandonaba la fresca terraza de Herodes y desandaba el camino hasta la superficie caliente de Masada.
Cuando llegó a la choza que ahora consideraba suya, el sol ya se había puesto. El crepúsculo arrastró una brisa más fresca. Los pequeños plátanos que Tamar había comprado verdes esa tarde ya empezaban a llenarse de manchas; peló uno y lo encontró dulce.
Apareció la cabra negra.
Se acercó lentamente, y él le tiró la piel del plátano; para deleite de Harry, el animal se la tragó. Precisamente mientras él daba otro mordisco al plátano, el animal se tiró un pedo.
—¡Cerda, fuera de aquí! —gritó.
Pero la cabra se echó sobre su propia panza. La sensibilidad de Harry quedó dominada por su sentido del ridículo y se echó a reír. La digestión del animal seguía siendo lamentable; él se dio cuenta de que era eso lo que hacían las cabras. El hambre pudo más que su excesiva delicadeza, y él y el bilioso animal compartieron un maguey mientras oscurecía.
La brisa levantaba una leve tormenta de polvo.
Las piedras que rodeaban a Harry se convirtieron poco a poco en hierro negro.
Pero no por mucho tiempo. Una luna increíble flotaba perezosamente sobre el horizonte, y él se sintió como un pastor. La luz de la Luna era tan intensa que pronto pudo ver casi tan bien como si fuera de día. La iluminación suavizaba la superficie de la piedra. Abrió la botella de coñac israelí y tomó un buen trago; le pareció tan bueno que cuando recuperó el aliento tomo otro. El brillo del mar Muerto parecía sólido como para caminar por encima. En el otro extremo, en Jordania, vio el destello de unos faros. Se preguntó qué clase de hombre sería el distante conductor árabe. Se llevó la botella al interior de la choza, se tendió sobre la manta y bebió un poco más hasta que el suelo frío y duro se fue volviendo poco a poco más blando pero también más caliente. Se incorporó y se quitó la camiseta de un tirón; hizo lo mismo con las zapatillas y por fin con las bermudas y los calzoncillos Jockey, y fue relajándose hasta quedarse dormido.
Lo despertó su propia tos. Tenía la garganta seca y sentía más calor que nunca. Cuando salió, la Luna estaba oscurecida por una delgada nube de polvo que parecía llegar desde el este arrastrada por un débil viento. Era penetrante. Llevó su camisa hasta el grifo y la mojó para envolverse con ella la cabeza. Cuando regresó a la choza, la camisa ya había empezado a secarse.
—¡Harry!
—¡Aquí estoy! —respondió mientras se ponía los calzoncillos.
Tamar estaba tosiendo. Él la hizo entrar en la choza y le dio a beber coñac, que la hizo estremecerse pero le alivió la tos.
—¿Qué es esto?
—Se llama
sharav
. Es la línea de alta presión que llega desde Egipto.
—¿Por qué demonios no te quedaste abajo?
—Tenía miedo de que bajaras la montaña sin rumbo fijo. No muy lejos de aquí se extravió un sacerdote norteamericano y murió.
Él cogió el rostro de la joven entre sus manos y la besó. Sus lenguas se tocaron. En una ocasión había leído un periódico en el que un joven lector preguntaba: «¿Es pecado mortal besarse dándose la lengua?» El columnista, un hombre de mediana edad, había respondido: «No, no es pecado mortal. Pero sí una clara invitación al acto sexual». Cuando volvieron a besarse, la lengua de él transmitió la pregunta y la respuesta. Ella no puso ninguna objeción mientras él la ayudaba a quitarse toda la ropa menos la blusa.
—¿Cómo se llamaba ese sacerdote norteamericano? —le preguntó en tono soñoliento—. ¿Era un obispo?
¿Acaso le importaba?, pensó mientras sus calzoncillos caían sobre la manta. Desabotonó la blusa de Tamar y le acarició los pechos, primero con una mejilla y luego con la otra. Sus pezones estaban blandos, hasta que él los lamió. Entonces se volvieron más grandes de lo que había imaginado.
Jadeaban, a causa del
sharav
y de la pasión. Había polvo dentro de la choza y todo estaba seco. La única humedad era la del centro de la mata de pelo de la joven, y cuando Harry la tocó, ella dio un salto. La tomó entre sus brazos y la hizo recostarse mientras le acariciaba los costados y descubría un lunar increíble.