—No lo creo.
—Esto valdrá mucho menos dentro de un tiempo —le advirtió Deitrich en tono cortés.
Alfred le dio las gracias por la oferta.
Hauptmann era un apellido alemán, él era alemán. Pero ahora, en los restaurantes o mientras esperaba para comprar una entrada del teatro, sentía que la gente observaba su aspecto judío y lo rechazaba con la mirada.
El piso de los Silberstein seguía vacío. Él echaba de menos las partidas de ajedrez de los miércoles, y de pronto descubrió que Lilo estaba ocupada cada vez que la llamaba. Una noche, el camarero del Tingeltangel le dijo que ella había ido un montón de veces con un camisa parda.
Él le preguntó por teléfono si podían hablar. Cuando llegó, ella estaba vestida con bata, poniéndose en el pelo un rizador químico que olía a huevos podridos.
—Sí, es verdad —reconoció—. Tengo un nuevo amigo.
Él esperaba sentir furia, o una gran tristeza, pero no experimentó una cosa ni la otra.
—Él me ha dicho que van a aprobar una ley. Será dura con las mujeres alemanas que se relacionen con judíos. —Dio una calada al cigarrillo que colgaba tembloroso de sus labios—. No queremos que eso ocurra… —Ella lo observó a través del humo.
—Buena suerte, Lib.
—Que la tengas tú —puntualizó ella.
Durante la noche recordó que había enseñado a Lilo el contenido de la bolsa azul. Intentó apartar la idea de su mente. Si no otra cosa, sí habían sido honestos. Confiaba en ella.
Pero dio vueltas toda la noche.
Se levantó antes del amanecer Se sentó ante la mesa y trabajó concentradamente. Cuando concluyó, el oro relucía, el diamante brillaba, la mitra había quedado perfecta. La guardó cuidadosamente, con una buena cantidad de acolchado, en una caja que puso dentro de otra más grande, y la envolvió. Luego escribió en el paquete la dirección de Paolo Luzzatti. Cuando abrieron la oficina de correos, él ya esperaba en la puerta.
Ese viernes por la mañana lo despertó el sonido del teléfono.
—¿Herr Hauptmann?
Era el portero de Leipziger Strasse.
—Tengo malas noticias, señor —anunció el hombre. Alfred se aclaró la garganta—. Ha habido… un… robo.
—¿En mi tienda?
—Sí. Se lo han llevado todo.
—¿Ha llamado a la policía?
—Sí.
—Voy enseguida —respondió Alfred.
Pero se quedó veinte minutos más en la cama, como si fuera domingo y no tuviera absolutamente nada que hacer Después de levantarse se dio un baño, se afeitó, se vistió cuidadosamente, y preparó una maleta.
Cogió un taxi, pero le dijo al conductor que se detuviera a más de una manzana de distancia, en Harpich’s, porque vio dos policías de las S.A. en la puerta de su tienda. Rodeó los grandes almacenes hasta un callejón que conducía a la puerta posterior del edificio de ladrillo.
Estaba cerrada, pero él tenía una llave. Cuando la abrió, encontró al portero.
—Buenos días.
—Buenos días, señor —El hombre se volvió y empezó a barrer.
La puerta del vestíbulo que daba a la tienda había sido forzada. Las existencias habían desaparecido y los accesorios y el mobiliario estaban destrozados. Alfred se escabulló en la trastienda y vio que habían intentado forzar la caja fuerte, pero no lo habían logrado. Tenía rascadas, y una pequeña parte de la puerta había quedado desconchada; pero se trataba de una Kromer: buen acero de Ruhr. Los dos S.A. se encontraban de pie delante del hueco que hacía las veces de escaparate. El cristal había desaparecido y el hueco estaba cubierto por dentro con una delgada puerta de madera a través de la cual pasaban los sonidos con tanta claridad que los oyó hablar de los pechos de una chica.
¿Estaban allí por culpa de la mujer del joyero alemán, o se trataba de un incidente casual?
Lo más importante en ese momento era si podrían oírle abrir la caja fuerte. Empezó a girar el botón de la combinación mientras el sonido de la escoba del portero bajaba por el vestíbulo y llegaba a la puerta de entrada.
—Eh, tú —lo llamó uno de los Tropas de Asalto—. ¿No has visto a Izzie?
—¿A quién? —preguntó el portero.
—A Isidore. El joyero.
—Ah. Herr Hauptmann.
La puerta de la caja fuerte se abrió. Alfred cogió la carta que le había enviado Ritz y el paquete que contenía la piedra pintada de dorado y los pequeños diamantes, y se los guardó en el bolsillo.
—No veo a Herr Hauptmann desde ayer —dijo el portero.
Pasó siete horas en la embajada norteamericana, en la Tiergarten Platz, la mayor parte del tiempo en salas de espera. Cuando salió, el Damstadt National Bank, donde tenía abierta una cuenta, ya había cerrado hasta después del fin de semana, pero él ya tenía un visado norteamericano. Fue directamente a la Anhalter Bahnhof e hizo cola en la ventanilla de primera clase durante unos minutos, hasta que recordó y pasó a la tercera clase. En el tren los asientos eran duros y estrechos y el vagón olía a sudor pero por lo demás podría haber sido un viaje de negocios a Holanda como cualquier otro.
Tenía algunos conocidos en Amsterdam, pero no quiso ver a nadie. Por la mañana vendería uno de los diamantes y se iría a Rotterdam para coger el primer barco rumbo a Nueva York. Alquiló la habitación más barata que pudo encontrar para esa noche, en el cuarto piso de una pensión, luego fue a una cafetería de trabajadores y tomó un plato de bokking y una jarra de cerveza. Afuera había empezado a llover y sin que él se lo propusiera, sus pies siguieron una senda que su mente había olvidado y lo llevaron a la casa donde él y Laibel habían vivido en otros tiempos. Más abajo del canal, el molino que tanto habían querido ya no existía.
Cuando regresó a su habitación, no supo qué hacer La habitación era desagradable, no muy limpia. No quería meterse en la cama. Se sentó junto a la ventana y contempló la lluvia.
—Perdóneme, doctor Silberstein —susurró en dirección a los tejados húmedos y brillantes de Amsterdam.
EL ESCONDITE
En el sueño, Yoel estaba vivo y cubría el cuerpo de ella con la eficacia teutónica que no había sido capaz de abandonar con el resto de su patrimonio alemán. Tamar estaba disfrutando enormemente cuando se despertó en la silenciosa habitación del hotel.
Permaneció un largo rato tendida sobre el colchón lleno de bultos, agarrotada por una pena casi olvidada. Las alfombras olían a polvo.
Intentó volver a dormir, pero el sueño la abandonó. Se esforzó por formar en su mente el rostro de Yoel, pero no lo logró. La piel de él no era tan morena como la de ella, pero había sido bastante oscura para un
yecheh
, un judío alemán. Habían sido sus ojos, de un azul contemplativo que resultaba sorprendentemente pálido en el rostro oscuro, lo que la había cautivado la noche que se conocieron en una reunión en el museo. No habían sido presentados. Él la había mirado desde el otro lado de la sala.
Ella había apartado la vista y había picoteado un poco de ensalada.
Cuando volvió a mirar, él aún tenía sus malditos ojos askenazí fijos en ella, unos ojos que no tenían vergüenza. ¿
Beseder
? ¿De acuerdo?, le preguntaban.
Claro que no,
mamzer
arrogante, había respondido ella mentalmente, con expresión indignada.
Pero los traidores ojos de Tamar se cruzaron con los de él, y ésa fue su perdición.
Beseder
respondieron.
Habían mantenido relaciones durante unos meses. Era el último año que él trabajaba como interno de un programa de salud pública en el Hospital Beilinson de Petah Tikva. Tenía un Volkswagen rojo de dos años con el que se escapaba a verla cada vez que podía. Iban al Café Alaska, en Jaffa Street, y a conciertos de la Filarmónica de Israel, a la que los padres de él estaban abonados, lo que la hizo pensar que eran ricos.
En el pequeño coche rojo libraban una placentera lucha cuerpo a cuerpo. Era tremendamente difícil rechazarlo, y una noche en la playa de Bat Yam, ella no pudo seguir haciéndolo. Él la lastimó. Después ella no podía parar de llorar. Él no se daba cuenta de que, de acuerdo con la cultura en que ella había sido educada, había quedado destruida. Pero la reconstruyó; la amaba.
Como si les expresara sus condolencias, la madre de él les deseó suerte. «A ti no te importa, pero puedo imaginar lo que ocurrió en la oscuridad, en la arena, para que él quedara atrapado», le dijeron a Tamar sus ojos claros y contemplativos como los de su hijo.
Él llamó
ya abba
al padre de ella y le llevó una versión moderna del precio nupcial, una cesta con frutas y una botella de arak.
—Vuestros hijos serán morenos —dijo
ya abba
con astucia.
—Eso espero —respondió Yoel.
Una semana mas tarde, Tamar regresó a Rosh Ha’ayin, el poblado yemenita en el que sus padres habían instalado el hogar, y encontró intacto el celofán que rodeaba la fruta; los plátanos estaban negros por la podredumbre y los melocotones y las naranjas blancos de moho. Lo tiró todo. Esa noche,
ya abba
le preguntó:
—¿Quieres a ese
yecheh
, el alemán?
Como ella no respondió, él asintió lentamente y fue a abrir el arak.
El período de interno de Yoel casi había concluido. Él había propuesto llevar a cabo un estudio de la mortalidad durante el embarazo entre los beduinos, y para satisfacción de ambos la propuesta fue aprobada, junto con un cargo en el servicio de salud materno–infantil del Hospital Hadassah.
Hicieron planes para vivir en Jerusalén. Cuando los padres de él les ofrecieron comprarles un apartamento, ella se sorprendió porque enseguida había modificado su primera impresión de que tenían dinero. En su pequeña y oscura tienda de muebles baratos vendían lo suficiente para poder vivir con cierto desahogo.
Pero había una indemnización de Alemania.
El padre de él había estado en Mauthausen, y tres de sus cuatro abuelos y una tía habían desaparecido mientras estaban en Buchenwald. A ambas familias les habían confiscado las propiedades. Su padre había presentado una reclamación después de la guerra, y últimamente les habían pagado una pequeña suma. Pero no querían gastar el dinero en cosas para ellos.
Tamar tampoco quería.
Un día el señor Strauss fue a buscarla y la llevó a tomar el té. Ella se sintió atraída por él. Se le veía cansado y estaba calvo. ¿Yoel llegaría a tener ese aspecto?
Él le palmeó la mano.
—¿Debo devolvérselo a ellos?
Así que, como si fueran millonarios, ella y Yoel se instalaron en tres habitaciones de un edificio bastante nuevo que daba al Yemin–Moshe, e intentaron olvidar los fantasmas que habían pagado su techo. El señor Strauss les ofreció conseguir muebles daneses con descuento, pero para alivio de Tamar, Yoel prefirió escuchar sus ideas. Compraron un colchón de muelles, dos cajoneras pequeñas, una mesa baja, dos pufs de piel de camello que rellenaron con una increíble cantidad de ejemplares de
Ha’aretz
y
Ma’ariv
convertidos en tiras. Buscaron algunas piezas bonitas de cobre batido para disgusto de la madre de Tamar,
ya umma
, cuyos amigos ya habían reemplazado las cosas de cobre por aluminio, que era más elegante. Yoel pasó tres fines de semana pintando las paredes de blanco y ella las decoró con adornos árabes baratos que compró en el mercado de Nazaret.
Cuando concluyeron, la casa era aún mejor que Sana’a, donde ella había nacido.
Ya umma
quería que ella se casara con el traje yemenita tradicional, pero triunfó el innato espíritu práctico de Tamar. Se compró un vestido de boda que pudo usar muchas mas veces, una sencilla prenda de lana peinada color lavanda claro que hacía resplandecer su piel oscura. La ceremonia se celebró en la sinagoga de techo de estaño de Rosh Ha’ayin.
Ya mori
, el rabino, se estaba volviendo senil y se arrastró penosamente por las siete bendiciones. Después de que Yoel rompiera el vaso, hubo un banquete a base de pollos asados rellenos al estilo Temani, huevos duros pelados, arroz aderezado con almendras y uvas, frutas y verduras diversas, vinos y arak.
Ellos se escaparon en el coche rojo en cuanto pudieron y viajaron directamente a Eilat, donde tuvieron tres días de buen tiempo. La menstruación de Tamar había comenzado exactamente antes de la boda. Todas las mañanas salían en una barca con base de cristal y observaban los corales y peces. Encontraron a unos hippies franceses que vivían en tiendas de campaña montadas en la playa, y se enzarzaron en una apasionada discusión sobre el comunismo; pero Yoel compró una botella de vino y fueron aceptados nuevamente en el seno del proletariado. Juntaron algunos corales. Ella chapoteaba y él nadaba.
Cuando regresaron a Jerusalén,
ya umma
los esperaba en la puerta del apartamento, como una esfinge. Tiró agua en el suelo y esparció hojas de ruda, dándoles la bienvenida al hogar al estilo antiguo, para perplejidad de varios inquilinos. Tamar se emocionó, pues sabía el esfuerzo que había supuesto para ella hacer sola el largo viaje en autobús. Ambos insistieron en que se quedara, pero ella besó a su hija y tímidamente le dijo a su yerno que disfrutara con la novia. Luego, contenta, cogió el autobús de regreso a Rosh Ha’ayin.
Para alivio de Tamar, hacer el amor fue infinitamente mejor en su propia cama. Se convirtió tan rápidamente en una participante deseosa, que Yoel, complacido, empezó a tomarle el pelo. Hizo una compra importante: un espejo de pared, el único mueble que no combinaba con el espíritu árabe del apartamento. Lo colocaron en un sitio en el que podían contemplar la piel blanca y morena de ambos fundida en la criatura maravillosamente veteada que formaban.
A Tamar, el matrimonio le dio suerte: prosperó en el museo. Un día llevaron al departamento de conservación un cuenco raro, un objeto de bronce fenicio con forma de cabeza de león, para reparar una pequeña muesca producida al trasladarlo.
Pero cuando ella lo examinó, el fragmento que faltaba dejó al descubierto una serie de capas estratificadas que, como mínimo, eran extrañas. Al raspar, una de las capas, resultó ser de cobre, con un aspecto incongruentemente nuevo. Otra era una mezcla de lacre rojo y de la soldadura blanda que se utiliza en las técnicas modernas. Cuando colocó el cuenco bajo los rayos ultravioleta pudo ver que se trataba de un objeto de bronce auténticamente estropeado, sobre el que un herrero había construido hábilmente una superficie falsa que parecía a un tiempo antigua y excelentemente conservada.