Harry Hopeman, miembro de una dinastía de diamantistas, recibe un día una propuesta: recuperar un diamante legendario que ha despertado interés de gente muy dispar. El encargo, que llevará a Harry a abandonar Nueva York para instalarse en Tierra Santa, se convertirá en un viaje casi iniciático en el que el tratante se reencontrará con sus raíces. La historia del diamante, desde los tiempos bíblicos hasta la actualidad, sirve no sólo de hilo conductor para narrar las vicisitudes de la familia Hopeman, cuyos orígenes se remontan a los tiempos de la Inquisición, sino tamién para ofrecer una rica panorámica del judaísmo y su intensa relación con las culturas musulmana y cristiana a lo largo de los siglos.
»Con el acierto que le ha convertido en un referente del género de la narrativa histórica,
Noah Gordon
parte de una rigurosa documentación para ofrecer al lector una obra que es un absorbente viaje a través de la Historia, a la vez que una emocionante novela.
Noah Gordon
El Diamante De Jerusalén
ePUB v1.1
CharlyRB10.07.12
Título original:
The Jerusalem Diamond
Autor: Noah Gordon, 1979
Traducción: Elsa Mateo
Editor original: CharlyRB (v1.1)
ePub base v2.0
A Lise, Jamie y Michael, y a Lorraine.
Muchas personas me han ayudado en la realización de este libro. No puedo nombrarlas a todas, pero debo dar las gracias a mi agente, Pat Schartle Myrer, y a mi editor, Charlotte Leon Mayerson, así como a Lise Gordon y a Lorraine Gordon por sus consejos en el aspecto editorial. Le estoy agradecido a Albert Lubin, director ejecutivo de la Asociación de Comerciantes de Diamantes de Nueva York, por guiarme en el mundo de los diamantes; al doctor Cyrus H. Gordon, profesor Gottesman de estudios hebraicos de la Universidad de Nueva York, por su colaboración en el área de la arqueología; a Lousia y Emanuel W. Munzer por recordar algunos de los momentos más sombríos de Europa; y al doctor Yigael Yadin de Jerusalén por hablarme de Masada.
Tengo una deuda especial de gratitud con Yisrael Lazar, maestro y amigo, por su buen humor y paciencia para responder a infinidad de preguntas sobre Israel, su tierra natal.
Todos los errores que puedan aparecer en cualquiera de estos temas son de mi exclusiva responsabilidad.
PERDIDO
Baruc se despertaba todas las mañanas esperando el arresto. El rollo de cobre en blanco era de metal del bueno, que había sido batido hasta dejarlo delgado y liso como una piel. Lo pusieron en un saco y lo trasladaron en secreto, como ladrones que eran, a una pequeña cueva en el extremo de un campo de rastrojos. El interior estaba oscuro a pesar de que más allá de la abertura se veía el cielo azul, y él llenó y encendió la lámpara y la colocó sobre la piedra plana.
Tres de los conspiradores más jóvenes se sentaron afuera en actitud vigilante, con una piel de
shekar
, y fingieron estar borrachos.
El hombre mayor apenas los oía. Volvía a sentir el dolor en el pecho y le temblaban las manos mientras se obligaba a coger el mazo y la lezna.
Las palabras de Baruc, el hijo de Nerías de los sacerdotes que habitaban en Anatoth, tierra de Benjamín, a quien el mandamiento de guardar los tesoros del Señor le llegó por intermedio de Jeremías, el hijo de Hilcías el
Kohen
, en los tiempos de Sedecías, hijo de Josías, rey de Judá, en el año noveno de su reinado.
Eso fue todo lo que Baruc registró el primer día. Cuando el documento estuviera terminado, estas palabras iniciales serían una confesión que supondría su muerte si el manuscrito era descubierto antes de que llegaran los invasores.
Pero se sintió impulsado a dejar constancia de que no eran criminales corrientes.
Jeremías le había dicho lo que el Señor les había ordenado hacer. Baruc se había dado cuenta finalmente de que su amigo le estaba diciendo que robarían objetos sagrados del Templo.
—Nabucodonosor está jugando con el faraón Necao. Cuando sus hordas terminen de saquear Egipto, vendrán aquí. El Templo será incendiado, y los objetos robados o destruidos. El Señor nos ha ordenado que ocultemos los objetos sagrados hasta el momento en que puedan ser nuevamente utilizados para adorarlo a Él.
—Díselo a los sacerdotes.
—Comprendo. ¿Cuándo la casa de Bukki escucha al Señor?
Baruc se apartó cojeando tan rápidamente como se lo permitió su pierna enferma.
Se estaba muriendo, pero eso volvía aún más preciosos los días que le quedaban. Los riesgos le aterrorizaban.
Logró alejarlos de su mente hasta un día en que unos nómadas semisalvajes, que de ordinario recorrían el camino que rodeaba la ciudad, se acercaron a las puertas e imploraron protección. Unas horas más tarde, los caminos a Jerusalén estaban abarrotados de refugiados que huían del ejército más terrible del mundo.
Jeremías lo encontró. Baruc vio la luz que brillaba en los ojos del vidente, que según algunos era locura y según otros la iluminación del Señor.
—Ahora oigo Su voz. Constantemente.
—¿No puedes esconderte en algún sitio?
—Lo he intentado. Me descubre.
Baruc alargó la mano y tocó la barba del otro, tan blanca como la suya, y sintió que se le partía el corazón.
—¿Qué quiere el Señor que haga yo? —preguntó.
Se había reclutado a otros hombres. Cuando se reunieron, su número era dos veces siete y quizá por ello doblemente afortunados, pero Baruc tenía miedo de que fueran demasiados. Un delator podía destruirlos.
Quedó sorprendido al ver a algunos de sus compañeros conspiradores contra la casa de Bukki, la familia sacerdotal que controlaba el Templo. Shimor el Levita, jefe de la casa de Adijah, era el guardián del tesoro. Hilak, su hijo, se ocupaba del inventario y la conservación de los objetos sagrados. Hezequías controlaba a los centinelas del Templo. Zequerías tenía a sus órdenes a los porteros, y Haggai se encargaba de los animales de carga. Jeremías había incorporado a algunos jóvenes, por su fuerza y sus músculos.
Enseguida pudieron ponerse de acuerdo sobre unas cuantas cosas que serían seleccionadas para ocultarlas:
Las tablas de la ley.
El Arca y su cubierta.
Los querubines de oro.
Pero después de eso mantuvieron una enconada discusión.
Algunas de las mejores cosas tendrían que ser abandonadas. Los objetos macizos estaban condenados. La menorah. El altar del sacrificio. El mar de bronce, con sus maravillosos toros de bronce y las columnas bronceadas y adornadas con azucenas y granadas de bronce.
Estuvieron de acuerdo en ocultar el tabernáculo. Había sido construido para ser transportado y estaba guardado, desarmado y listo para ser trasladado.
Y los anillos y las barras del tabernáculo, hechos todos de oro novecientos años atrás por el artesano del Señor Besalel ben Uri.
El pectoral del sumo sacerdote, engastado con doce gemas, donadas por cada una de las tribus.
Trompetas doradas que habían convocado a los israelitas.
El antiguo tapiz, ricamente trabajado, que cubría la Puerta del Sol.
Un par de arpas, hechas y tocadas por David.
Vasijas de diezmos y unos cuantos platillos de plata.
Cuencos de oro de sacrificios, y vasijas de libaciones de oro batido.
Talentos de plata y oro procedentes del impuesto anual de capitación de medio siclo pagado por cada judío.
—Dejemos los talentos y ocultemos más objetos sagrados —sugirió Hilak.
—Debemos incluir tesoros no santificados —intervino Jeremías—. Algún día pueden servir para pagar una casa nueva del Señor.
—Hay barras de oro que valen muchos talentos —apuntó Hilak mirando a su padre, el guardián del tesoro.
—¿Cuáles son los objetos no santificados más preciosos?
—Una gema enorme —dijo enseguida Shimor.
—Un diamante amarillo grandioso —se apresuró a corroborar Hilak.
—Incluidlo —indicó Jeremías.
Se sentaron y se miraron con tristeza, conscientes de que no iban a poder incluirlo todo.
Durante tres noches seguidas, a medio camino entre el anochecer y la mañana, Hezequías retiró de la Puerta Nueva a los guardias del Templo.
La entrada principal del sanctasanctórum era utilizada sólo por el sumo sacerdote, que entraba en él en
Yom Hakippurim
para interceder ante el Todopoderoso en nombre del pueblo. Pero había una entrada poco conocida a la que se accedía desde el piso superior del Templo. De vez en cuando, los trabajadores sacerdotales eran bajados para que limpiaran y restauraran el lugar sagrado.
Así fue como el catorce robó el Arca sagrada y lo que contenía, las tablas de la ley que el Señor le había entregado a Moisés en el Sinaí.
Un joven sacerdote llamado Berequías fue bajado en el extremo de una cuerda.
Baruc permaneció claramente apartado del sanctasanctórum. Pertenecía a una familia sacerdotal, pero había nacido con una pierna más corta que la otra, circunstancia que lo convertía en un
haya nega
, un error del Señor. No se le permitía tocar las cosas sagradas, un honor reservado a las personas sin defectos.
Pero el temor de Berequías no podía superar el suyo mientras los demás arriaban la cuerda, y el joven, girando lentamente, entraba como una enorme araña en la umbría solidez del lugar sagrado.
Una luz pálida cayó al otro lado del hombre que se balanceaba en el aire y fue capturada en un destello de alas. Berequías hizo subir primero los querubines, y Baruc apartó la mirada porque el Indecible estaba sentado entre estas figuras en el Día Más Solemne para escuchar las plegarias del sumo sacerdote.
Luego la cubierta del Arca. Oro macizo, difícil de levantar.
¡Finalmente el Arca, que contenía las Tablas!
Izaron a Berequías, pálido y tembloroso.
—Recuerdo a Uzzah —jadeó.
Baruc conocía la historia. Cuando el rey David había intentado trasladar el Arca a Jerusalén, uno de los bueyes que la llevaban había tropezado. Uzzah, que caminaba cerca, había cogido con fuerza el cofre, para que no se cayera, y el Señor se había puesto furioso y lo había derribado de un golpe.
—Uzzah no murió por tocar el Arca, sino porque dudó de la capacidad del Señor para protegerlo —aclaró Jeremías.
—¿No es eso lo que hacemos cuando lo ocultamos?
—Yahvé lo protege. Nosotros sólo actuamos como Sus siervos —le dijo Jeremías en tono áspero al joven—. Ven. Este trabajo apenas ha comenzado.
Shimor e Hilak los condujeron directamente adonde estaban los tesoros y los objetos sagrados por los que se habían decidido.
Fue Baruc quien vio el rollo de cobre y sugirió que fuera utilizado para la lista de los escondites. El cobre duraría más que las hojas de papiro y sería más fácil limpiarlo si se volvía impuro para el rito.
Un camello transportaba el Arca y el Testimonio fuera del Templo de Salomón, y un burro llevaba la cubierta. Como si fueran palos sueltos en un cargamento de haces de leña, las alas de los querubines formaban una tienda con su tela basta.
Baruc había sido reclutado porque era escriba. Ahora Jeremías le dijo que grabara en el rollo de cobre la situación de cada escondite, y él se reunió con los trece hombres por separado, distribuyó los objetos y envió a los hombres a ocultarlos. Ninguno de los hombres conocía los escondites, los emplazamientos de los
genizah
, salvo el que se le había asignado. Baruc era el único que conocía la situación de todos y lo que contenían.
¿Por qué era el único en quien se podía confiar tanto?
La respuesta acudió a su mente durante un repentino asedio de la enfermedad, cuando el dolor congeló la respiración en su pecho y vio que sus manos se convertían en garras azules y exangües.
Jeremías había visto a Malakh ha–Mavet, el ángel de las tinieblas, que se cernía sobre él como una promesa. Su muerte inminente era parte de su responsabilidad.
Los sacerdotes Bukki aún se negaban a admitir que su mundo pudiera cambiar pero todos los demás olfateaban la guerra. Las maderas estaban apiladas contra la pared para encender el fuego, junto con el aceite que sería hervido y derramado sobre aquellos que pudieran atacar. Los manantiales de Jerusalén eran abundantes, pero no había suficiente comida. Todo el grano de la ciudad estaba recogido y almacenado en lugares vigilados, y todos los rebaños habían sido confiscados para hacer frente al horror que les esperaba.
Los que merecían compasión eran los que sobrevivirían al acoso; por eso Baruc no perdía el tiempo en compadecerse, aunque finalmente el dolor lo debilitó tanto que ya no pudo sostener la lezna ni levantar el mazo.
Algún otro tendría que terminar la tarea.
De los trece, Abiathar el Levita estaba mejor dotado como escriba, pero Baruc había empezado a pensar como Jeremías y eligió a Hezequías. El soldado no era un experto escribiendo y la tarea le resultó penosa, pero guiaba a los espadachines y sin duda moriría en el paredón, y los secretos morirían con él.
La mañana después de levantar las barricadas en las puertas, Baruc fue ayudado a acercarse al muro y vio que el enemigo había llegado por la noche y había instalado sus tiendas, que parecían lascas de un mosaico que llegaba hasta el horizonte.
Él y Hezequías regresaron a la cueva y lograron concluir el pasaje final: