El diamante de Jerusalén (30 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

BOOK: El diamante de Jerusalén
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C
UARTA
P
ARTE

EL HALLAZGO

20
L
A GEMATRÍA

—¿Dos millones trescientos? —El tono de desesperación de Saúl Netscher llegó a sus oídos a pesar de la mala calidad del sonido.

—Probablemente nuestro amigo no vendería aunque pudiéramos pagar tanto. Creo que quiere algo más. Tal vez un perdón de Egipto. Tal vez incluso un puesto en el gobierno de ese país.

—¿Cómo lo sabes?

—Es lo que yo querría si estuviera en su lugar.

—Tú no eres él. Sigue intentándolo, Harry. Ofrécele cualquier cosa razonable. Quizá le gustaría ser alcalde de Nueva York.

Harry sonrió.

—Creo que no. Es un hombre muy inteligente. Oye, ¿mi hijo está contigo?

A casi diez mil kilómetros de distancia, Netscher lanzó un suspiro.

—No cuelgues.

—¿Papá?

—Jeff. ¿Cómo te encuentras?

—Trabajar es mejor que ir al campamento.

—¿Cómo te trata Saúl?

—Muy bien. —Su hijo adoptó un tono cauteloso—. Tenías razón.

—¿Cuándo te dije que te haría trabajar como un burro?

—Sí.

Se echaron a reír.

—Bueno, parece que estás bien. Recuerda simplemente que las piedras preciosas y los diamantes industriales son asuntos diferentes.

—¿Cuándo regresarás?

Harry vaciló.

—No tardaré mucho. —Tamar lo estaba observando—. Dale recuerdos a tu madre, hijo.

—De acuerdo, papá. Adiós.

—Pórtate bien, Jeffie.

Cuando colgó, se quedaron mirándose. En Nueva York eran casi las once de la mañana, y aquí aún no eran las cuatro. Los habían llevado en coche a Jerusalén en medio de la oscuridad, medio dormidos y deprimidos.

—Cuando hablabas con él, te cambió la cara. Y tu voz era más cálida.

Él refunfuñó. El comentario lo hizo sentirse incómodo.

—¿Crees que podrías encontrar otra vez la casa de Mehdi? —preguntó Tamar.

Él la miró atentamente.

—¿Por qué?

—Por nada.

—Aunque tus amigos pudieran cogerlo, yo no colaboraría. No soy traficante de objetos robados.

—Fuimos a Entebbe a rescatar a los judíos; no invadimos para apoderarnos de un diamante. Simplemente se me ocurrió que yo no podría encontrar la casa aunque quisiera.

—Yo tampoco. —No podría hacerlo desde la carretera, pero sí desde la playa. Cuando le permitieron salir a correr por la playa, supo que Mehdi abandonaría la mansión en cuanto ellos se fueran.

—Hablé con la chica árabe mientras esperaba en la casa.

—Ah.

—Me dijo que la echaste.

—¿Cuántos años tiene?

—Quince.

—Parece más joven.

Tamar se acercó a él.

—Eres un hombre fantástico.

—¿Porque no follo con criaturas?

—Porque eres un hombre fantástico.

—Gracias. —Le gustó oírselo decir.

—Regresarás a tu casa.

—Dentro de pocos días. Después de asegurarme de que no existe posibilidad de comprarlo.

Tamar cogió el rostro de él entre sus manos.

—Yo dejaré de trabajar para Ze’ev. Llevémonos bien, Harry Hopeman. Para que cuando te vayas seamos dos buenos amigos diciéndonos adiós.

Él la miró con expresión pensativa.

—Sí.

Ella lo besó. Harry desnudó a su querida amiga y la llevó a la cama, medio dormida.

Por la mañana ella salió a correr con él, vestida con los pantalones cortos que había llevado en Masada y una camiseta vieja a la que le habían quitado las mangas y que tenía letras hebreas esparcidas que él tradujo con deleite: Propiedad del Departamento de Educación Física. Ella no le contó quién le había regalado la camiseta. Sabía respirar y no se cansaba de correr; y se reía muchísimo, haciendo que su maravillosa dentadura blanca iluminara su rostro oscuro. Harry tuvo que concentrarse para correr sin mirarla. Se la veía muy saludable, y cuando corría todo se movía: su pelo flotaba y saltaba, sus pechos subían y bajaban como la marea, sus largas piernas la impulsaban una y otra vez mientras avanzaba junto a él entre el tránsito y la multitud. Pasaban junto a chicos burlones, viejos judíos escandalizados, árabes incrédulos, tenderos que interrumpían sus discusiones y los observaban perplejos, vendedores ambulantes que los miraban de reojo, y diversos clérigos desdichados que nunca llegarían a conocer a mujeres corrientes, y mucho menos a una belleza como Tamar Strauss.

Finalmente entraron corriendo en un pequeño parque y se desplomaron a la sombra de unos altos cactus.

Ella se secó la humedad de la cara con el brazo desnudo.

—Escucha —dijo—. Anoche dije que deberíamos llevarnos bien y no discutir más. Pero tengo que decirte una cosa.

Harry se tendió de espaldas y cerró los ojos.

—¿Hmmm?

—Yo no soy una furcia.

Él abrió los ojos.

—¿Quién te ha dicho que eres una furcia?

—Tú lo dijiste la noche que me puse tan furiosa.

—No. Estás equivocada.

Ella apoyó la cara en una mano.

—En una cosa tenías razón. Desde que perdí a mi esposo he tenido miedo de permitirme… tener sentimientos. Creo que debo enfrentarme a ello. Y hacer algo al respecto.

—Me alegro.

—Pero soy una viuda de veintiséis años. ¿Crees que debo vivir como una doncella?

—Dios no lo permita —repuso Harry.

—Hablo en serio. Los hombres norteamericanos vivís obsesionados por el sexo, pero en el fondo queréis que vuestras mujeres sean vírgenes.

Él levantó la mano.

—Lo único que yo dije fue…

—Dijiste que había estado con demasiados hombres. «Para alguien como tú», creo que fueron tus palabras.

—Todos nos estamos convirtiendo en unos malditos autómatas del sexo. Ya no hay pasión en nuestra pasión, para no hablar del amor. Sólo movimientos mecánicos.

—Creo que tienes razón —reconoció ella serenamente—. Pero… —sus ojos pardos se clavaron en él—. ¿Cómo sabes que ha habido más hombres en mi vida que mujeres en la tuya?

Él se la quedó mirando.

—Piénsalo —sugirió ella.

Tamar fue a su apartamento a coger algunas cosas. Cuando él llegó al hotel, encontró algunos mensajes. David Leslau había llamado dos veces pero no había dejado ningún número de teléfono; volvería a llamar. Monseñor Peter Harrington le había telefoneado desde Roma.

Respondió inmediatamente a la llamada de Peter, pero cuando se comunicó con el museo del Vaticano, le informaron que monseñor Harrington estaría fuera toda la tarde.

Cogió el granate y pasó casi dos horas puliéndolo. Empezaba a brillar como una enorme gota de sangre. Cuando sonó el teléfono, él estaba intentando decidir si se lo daría sin engastar antes de irse, o si se lo enviaría por correo como parte de un broche.

Era Leslau.

—¿Qué novedades hay, David?

—Noticias buenas y malas.

—¿Has encontrado el
genizah
?

—Esa es la mala noticia.

—¡Mierda! ¿Qué queda de bueno?

—Rakhel acaba de recibir su
get
, es una mujer divorciada. Vamos a casarnos en cuanto sea legal, aproximadamente dentro de tres meses.

—Ya lo creo que es una buena noticia.
Mazel Tov
.

—Gracias. ¿Querrás comer con nosotros? Para celebrarlo.

—Iré con una mujer —señaló Harry.

La ortodoxia de Rakhel Silitsky había sobrevivido a todos sus problemas. Por consideración a ella comieron en un restaurante
kosher
en el que los recipientes con yemas de huevo se alineaban en un mostrador detrás del cual los hombres preparaban la comida.

Muy pronto los cuatro conversaban con la familiaridad con que lo hacen los amigos.

Leslau escuchó con actitud filosófica los detalles de la transacción del diamante.

—La excavación también es un fracaso. No hemos encontrado ni rastro de lo que buscamos.

—¿Podría ser que sencillamente no está allí? —preguntó Rakhel.

Leslau apoyó su mano en la de ella.

—Está allí, cariño, casi puedo sentirlo. Escondido hace mucho tiempo. Tan bien escondido por esos inteligentes
momser
, que sencillamente no logramos encontrarlo.

—Tal vez estamos pasando por alto algo que aparece en el manuscrito —sugirió Harry—. Una clave que abre todos los pasos. Hay tantos números… medidas, cantidades de objetos. ¿Podrían haber estado jugando con la
gematría
?

—¿Qué es la
gematría
? —preguntó Tamar.

—Un antiguo método de criptografía judía —explicó Harry—. A cada letra del alfabeto se le asigna un valor numérico:
aleph
es el uno,
bet
el dos,
gimel
el tres, y así sucesivamente, y a las combinaciones de letras se les asigna valores más altos. Los eruditos inventaron la
gematría
para hacer interpretaciones místicas de pasajes bíblicos, y con ella hicieron cosas increíblemente complejas. En la
Yeshiva
solíamos jugar con ejercicios sencillos. Por ejemplo, cojamos tu nombre —le dijo a Tamar—. El valor numérico de sus letras es seiscientos cuarenta. Podríamos buscar el versículo seiscientos cuarenta de la Biblia para ver si contiene un mensaje especial para ti. —Todos se echaron a reír al ver la expresión de Tamar—. Para ponerte un ejemplo más claro: el libro del Génesis tiene exactamente mil quinientos treinta y cuatro versículos. En la
Yeshiva
solíamos recordar ese dato memorizando la expresión
Ach ladhashem
, Por el Señor, porque las letras de la expresión tienen un valor numérico total de mil quinientos treinta y cuatro.

»O cojamos la palabra hebrea
herayon
, que significa embarazo. Tiene un valor numérico de doscientos setenta. Son necesarios nueve meses para dar a luz a un hijo, ¿no? Y un mes solar tiene treinta días. O sea, treinta multiplicado por nueve equivale a
herayon
, o embarazo.

—No hay
gematría
en el manuscrito de cobre —protestó Leslau—. La
gematría
no se utilizó realmente hasta la época de los cabalistas, cientos de años después de que se ocultaran los tesoros del Templo.

—Para detectar la falsificación de una obra de arte, a veces se llevan a cabo pruebas muy complicadas —comentó Tamar—. ¿Estáis haciendo lo mismo? ¿La respuesta podría ser muy simple?

—Eran hombres listos y hábiles —opinó Harry—. Mira cómo dispusieron los dos escondites de Achor, con la
genizah
que contenía el diamante amarillo colocado superficialmente y los objetos religiosos enterrados muy profundamente. Tal vez aquí invirtieron todas las direcciones. El pasaje del manuscrito decía que la
genizah
está colocada cerca del pie de la menor de las dos colinas. Quizá en realidad está cerca del pie de la colina más alta.

—Excavamos allí. No hay nada. A veces salgo de mi tienda —les contó Leslau— y le hablo al desierto, dirigiéndome a esos individuos que escondieron todas esas cosas. Les digo: ¿Qué demonios ocurre con vosotros? Ya sé que teníais que esconderías bien. ¿Pero a qué jugáis? ¿No queréis que las encontremos nunca?

Nadie sonrió.

—¿Estamos celebrando un compromiso matrimonial —intercaló Harry—, o un funeral?

A Leslau se le iluminó el rostro.

—Es un compromiso matrimonial. De eso no cabe duda.

—Besó a Rakhel en la mejilla.

Harry echó la silla hacia atrás.

—Entonces vayamos a celebrarlo —propuso.

El teléfono estaba sonando cuando él puso la llave en la cerradura, pero se interrumpió antes de que lograra abrir la puerta.

Los dos se descalzaron.

—Ah —se quejó Tamar.

Habían ido a un club nocturno. Habían bailado y habían bebido mucho vino. La moda de la nostalgia había llegado a Israel bajo la forma de un resurgimiento yidis, y habían pasado horas cantando canciones yidis con algunos soldados, melodías que Harry había olvidado que conocía.

—Una fiesta de locura.

—Una locura —coincidió ella—. Es una pareja encantadora.

—Tienen suerte de haberse encontrado.

—Sí.

Él la observó mientras ella se sentaba delante del espejo y empezaba a cepillarse el pelo.

—Quiero que estés conmigo.

Ella ahogaba un bostezo.

—De acuerdo —dijo en tono afable.

Él se quedó de pie detrás de ella y la miró a los ojos a través del espejo.

—Para siempre.

—Harry, es el vino.

—No.

—Olvídalo. Ninguno de los dos se sentirá incómodo por la mañana.

—¿Alguna vez has querido algo con tanta intensidad que no has podido soportar la idea de no tenerlo?

—Sí —reconoció ella.

Él le acarició el cuello.

—Tú no me quieres de la misma forma.

Ella sacudió la cabeza.

—Pero… —le cogió la mano—. He estado pensando que la vida será mucho menos alegre cuando tú te vayas. Me has hecho… revivir.

—¿Entonces por qué iba a dejarte?

—¿Cómo podría funcionar? Tú y yo.
Ya Allah
! Somos de diferentes planetas —replicó ella.

Sonó el teléfono. Era Peter Harrington.

—¿Harry?

Él no quería interrumpir la conversación para hablar con Peter Harrington. Pero ella le envió un beso con la mano y se fue a ducharse.

—Hola, Peter.

—Aún estás ahí. Lo cual significa que me has vencido, ¿no?

—¡Qué va! Sólo significa que has perdido menos tiempo que yo.

—Lo siento, Harry… Qué hipócrita soy. ¿Te das cuenta de que intento disimular la alegría de mi voz?

Harry sonrío.

—No te sientas culpable. Incluso los monseñores son humanos. ¿Estás definitivamente fuera de este asunto?

—Jamás estuve realmente dentro.

—Peter, tengo la impresión de que yo tampoco.

—Sigue siendo una mercancía robada, Harry.

—Fue una mercancía robada en la época de la Inquisición —puntualizó en tono airado. Estaba cansado de discutir.

Lo mismo que Peter, evidentemente.

—Si tú no pudiste comprarlo, ¿quién soy yo para sentirme incapaz? Ven a Roma, Harry. Te llevaré a los restaurantes nuevos.

—Procuraré hacerlo pronto. ¿Aún estoy en la lista negra del cardenal Pesenti?

—Está más tranquilo. Pero tiene mucho interés en lo que está ocurriendo.

—Dile a Su Eminencia que no está ocurriendo nada. Parece que se ha estropeado. Cuando lo sepa definitivamente, te haré una llamada.

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