—Debes aceptarlo —le indicó.
Agotados, permanecieron en silencio mientras el autocar hacía el camino de regreso. Cuando llegaron a la costa, una brisa entró por las ventanillas abiertas, añadiendo arena al malestar. A última hora de la tarde, Avi detuvo el autocar en una estación Paz para cargar combustible. Mientras los demás entraban a los lavabos, Harry hizo una llamada telefónica.
No había ninguna carta de Mehdi. El empleado de la oficina de American Express le informó que no había llegado ningún tipo de correspondencia para el señor Hopeman.
Cuando llegaron a Tel Aviv, varias horas más tarde, huyeron de la prisión del autocar azul con sus ridículos neumáticos.
—Nunca había estado tan cansada —comentó ella en el taxi que los llevaba a Jerusalén.
—Yo tampoco.
—Es culpa mía.
—Tienes toda la razón.
Rieron durante un rato.
—Eres divertido, Harry.
En el hotel experimentó la misma sensación de lujo que había tenido en Masada, pero esta vez fue mejor.
Tomaron una interminable ducha caliente y se lavaron mutuamente. Ella quedó horrorizada cuando él se mostró sensible al paño caliente y enjabonado sobre su cuerpo. Harry la tranquilizó: la carne estaba bien dispuesta, pero el espíritu era débil. Ella se puso la bata de él para cenar. Harry observó con satisfacción que el camarero del servicio de habitaciones no le quitaba los ojos de encima a Tamar.
Estaban demasiado cansados para terminar el postre.
En algún momento antes del amanecer, él se despertó y se quedó muy quieto, pensando en montones de cosas. De pronto percibió un olor espantoso que lo llevó hasta su bolsa. El coral que la anciana le había regalado evidentemente contenía minúsculos animalitos que se estaban vengando. Lo puso en el alféizar, donde sólo podía molestar a los pájaros, y cerró la ventana.
Ella estaba desnuda, con la sábana enredada entre las piernas. De pronto Harry supo qué quería hacer con el granate; fue hasta el cajón de la cómoda y lo cogió de debajo de las camisas.
Lo puliría. Le haría un engaste sencillo. Lo colgaría de una cadena de oro…
Ahí.
—Déjame en paz —dijo ella en hebreo.
Apartó la piedra de donde él la había colocado, entre sus pechos, y la hizo caer y rodar sobre la alfombra.
Harry se hundió en una silla y observó la luz cada vez más intensa que jugaba sobre el cuerpo de Tamar. Fue una visión que lo conmovió más que la salida del sol en el monte Sinaí.
Se puso los pantalones y las zapatillas de deporte, envolvió la ropa sucia y escribió la dirección de Della. Tamar seguía durmiendo cuando él salió de la habitación. Después de despachar el paquete a Nueva York, se quedó al sol, mirando a un chico que vendía galletas tostadas en la puerta de correos.
—
Chaver
, ¿dónde puedo encontrar un sitio en el que pulan piedras? Piedras para joyas, claro.
—Hay una tienda en las afueras de la Ciudad Vieja. Hacen cosas con piedras de Eilat. Está cerca de la Puerta de Jaffa.
—
Todah rabah
. —Se alejó corriendo. No era lo mismo correr en Jerusalén que en Westchester. En las aceras tuvo que abrirse paso entre una multitud de sacerdotes, viejos judíos, niños, y un árabe que empujaba una carretilla cargada de rocas. Al cruzar las calles avanzó lentamente; incluso con la protección del semáforo, había terminado por sentir terror por los conductores de Jerusalén.
Había empezado a hacer calor. Cuando encontró la tienda, estaba empapado de un agradable sudor. El propietario acomodaba anillos y brazaletes en distintas bandejas.
—¿Vienes desde los Juegos Olímpicos a comprar mis cosas?
—¿Me venderá un poco de polvo de carborundo?
—¿Para qué quieres carborundo?
—Para pulir piedras, lo hago como pasatiempo.
—¡Cómo pasatiempo! Trae la piedra y yo te la puliré por poco dinero.
—Quiero pulirla yo mismo.
—Yo no uso polvo sino un paño de carborundo.
—Mejor aún, si le sobra un poco. Y necesito ácido acético.
—Sólo tengo oxálico.
—Fantástico. ¿Y alúmina levigada, para el acabado?
—Mira, esto es valiosísimo. No me queda mucha, y tengo que ir a Tel Aviv para conseguirla. Yo vendo joyas, no materiales.
—Sólo necesito una pizca. Le pagaré lo que me pida. El hombre se encogió de hombros y buscó las cosas. Escribió algunos números, luego los sumó y le entregó el papel a Harry.
—Es fantástico. Le estoy muy agradecido. —Harry le pagó en dólares y añadió—: La primera venta del día.
El hombre pulsó el botón de la caja registradora.
—¿A esto le llamas venta? —preguntó.
Cuando volvió a entrar, creyó que Tamar aún dormía.
Aplicó unas pocas gotas de ácido al granate. Después de dejarlo actuar, empezó a frotar enérgicamente la piedra con el paño de carborundo.
—¿Qué estás haciendo?
—Puliendo.
Tamar se levantó y se puso la bata de él. Luego se llevó la ropa y el cepillo de dientes al cuarto de baño. Él siguió puliendo mientras ella se duchaba.
—Te regalo la bata —le dijo cuando salió de la ducha—. Te queda mejor que a mí.
Ella frunció el ceño.
—No seas tonto. —La colgó en el armario de él—. ¿Realmente puede haber sido una piedra bíblica?
—Sin pruebas, eso no tiene importancia.
—Si lo fue… ¿cómo debieron de usarla?
—Podría haber formado parte del tesoro del Templo, o pertenecido a uno de los reyes. La única piedra que se describe en la Biblia y que coincide con el color de ésta es la esmeralda del Pectoral.
—Esta no es una esmeralda.
Él rió entre dientes.
—No, pero las clasificaciones que hacían solían estar equivocadas. La piedra de la tribu de Levi probablemente se parecía mucho a ésta.
—Oh. Me gusta pensar que era la piedra de la tribu de Levi. Mi familia es levita.
—La mía también.
—¿De veras? —Se sentó a su lado. Olía al jabón de él—. ¿No es extraordinario? Mira lo oscura que se ve mi piel junto a la tuya.
—Sí.
—Hablamos idiomas distintos. Tenemos costumbres distintas. Y sin embargo, evidentemente, hace miles de años, nuestras familias salieron de la misma tribu.
Él se puso de pie y dejó correr el agua del lavabo sobre la piedra. El ácido había eliminado parte de la capa exterior arenosa.
—Te haré un broche —dijo, sosteniéndola en alto. Ella se quedó quieta.
—Harry, no quiero tu bata. Ni un broche.
—Quiero regalarte cosas.
—Y yo no quiero nada de ti.
Sabía lo que ella le estaba diciendo. Le acarició el pelo.
—A veces sí.
Ella se ruborizó.
—Eso es diferente. —Los dedos largos y morenos le sujetaron el brazo—. No es por ti. No volveré a abrir mi corazón a nadie. No puedo arriesgarme a otro sufrimiento.
Había llegado el momento de retirarse. Empezaba a comprenderla, a captar su temor.
—¿Ni siquiera puedo invitarte a desayunar?
Ella pareció aliviada.
—Claro que puedes invitarme a desayunar.
—Aún es temprano. Lamento haberte despertado.
—No, ya me había levantado. Estuve hablando por teléfono con Ze’ev. Encontraron al hombre por el que me preguntaste, Silitsky.
—¡Ah, Pessah Silitsky! ¿Dónde está?
—En Kiryat–Shemona.
—Creo que será mejor que se lo diga a David Leslau —dijo Harry.
—Por favor, Harry —dijo Leslau, nervioso—. Debes hacerlo por mí.
Estaban sentados en sillas de tijera, en una desaliñada tienda de campaña, al pie de la más pequeña de las dos colinas cercanas a Ein Gedi. Harry oía el ruido de las excavaciones, una serie de zanjas poco profundas que marcaban con cuadros la ladera más baja. El campamento lo decepcionó; los hombres de las zanjas podrían haber estado instalando las alcantarillas. Leslau le había dicho que hasta el momento no habían descubierto absolutamente nada que tuviera interés arqueológico.
—Tú tendrías que ir a Kiryat–Shemona. Eres tú el que quiere casarse con la señora Silitsky.
—Precisamente por eso. Su esposo me guarda rencor, seguramente. No conseguiré que cambie de idea y le conceda el divorcio. Cualquier cosa que yo le diga a las autoridades será sospechosa, porque no soy una parte desinteresada. —Cogió su libreta y escribió algo—. Este es el número de la escuela al aire libre de la Asociación para la Conservación de la Naturaleza. Puedo estar toda la tarde junto al teléfono.
Esperó ansiosamente.
Harry lanzó un suspiro y cogió el papel con el número.
—Jamás lo olvidaré —le aseguró Leslau.
El monte Hermon surgió como un fantasma en el horizonte noroeste mientras el coche se acercaba al valle Hula. Afortunadamente, la carretera era recta; él no apartó la vista del pico nevado que se hacía cada vez más grande contra el cielo gauguiniano.
Kiryat–Shemona resultó ser una población pequeña y agrícola, con edificios nuevos de apartamentos y casas viejas y destartaladas. Abordó a un hombre que iba a cruzar la calle.
—
Sleekhah
, ¿sabe dónde puedo encontrar un rabino?
—¿Un rabino askenazí, o un rabino sefardí?
—Askenazí.
—El rabino Goldenberg. Dos calles más abajo, a la izquierda. La tercera casa desde el extremo, a la derecha.
Era una casa pequeña, con la pintura verde desconchada. El hombre que abrió la puerta era joven y corpulento, y lucía una barba castaña y lisa.
—¿Rabino Goldenberg? Me llamo Harry Hopeman.
La mano del rabino envolvió la suya.
—Adelante, adelante. ¿Norteamericano?
—De Nueva York. ¿Usted?
—Recibí el
smicha
en la Yeshiva
Torah
Vodaath. Está en Flatbush.
Harry asintió.
—Estudié durante un tiempo en la Yeshiva
Torat
Moshe, en Brownsville.
—¡La
Yeshiva
del rabino Yitzhak Netscher! ¿Cuándo la dejó?
—Hace años. Duré sólo unos meses.
—Ah, la abandonó antes de tiempo. ¿Y adónde se pasó?
—A Columbia.
El rabino Goldenberg sonrió irónicamente.
—Un lugar más grande, pero una facultad más débil. —Le ofreció una silla—. ¿Qué le trae por Kiryat–Shemona?
—Busco justicia —apuntó Harry.
—¿Le traigo una lámpara?
—Lo digo en serio. Tengo una amiga que es una
agunah
.
La sonrisa se desvaneció.
—¿Muy amiga?
—No. Ella y un amigo mío son muy amigos.
—Comprendo. —El rabino se pasó los dedos por la barba—. ¿El esposo de esta mujer era soldado y desapareció en acto de servicio?
—No, simplemente se fue de casa.
El rabino lanzó un suspiro.
—No puede haber divorcio, a no ser que él lo decida. Es uno de los pocos defectos de un maravilloso conjunto de leyes antiguas. A menos que usted logre localizarlo, no puedo hacer nada.
—Pensamos que está en Kiryat–Shemona. Se llama Pessah Silitsky.
—¿Silitsky? —Levantó la voz—. ¡Channah–Leah!
Apareció una mujer dándole el biberón a un niño. Tenía unas manchas de humedad en el hombro de la bata, donde el bebé había dejado sus babas, y a pesar del calor llevaba un pañuelo atado a la cabeza. No miro a Harry.
—¿Conoces a alguien llamado Pessah Silitsky? —le preguntó el rabino en yidis.
—¿Aquí, Herschel?
—Sí, aquí.
Ella se encogió de hombros.
—Peretz, el de la oficina municipal, podría saberlo.
—Sí, Peretz lo sabrá. ¿Quieres llamarlo de mi parte?
Ella asintió con la cabeza y se marchó.
—Peretz conoce a todo el mundo. —Se acercó a su librería—. Entretanto, veamos lo que dice Maimónides de este tipo de
tsimmes
.
—Perfecto, me gusta Maimónides. Estaba en mi profesión.
El joven rabino lo observó.
—¿Médico, abogado o filósofo?
—Diamantes.
—Ah, diamantes. ¿Hopeman’s? ¿En la Quinta Avenida?
Harry asintió.
—Veamos. —Volvió a concentrarse en sus volúmenes—. Aquí está,
El libro de las mujeres
. —Se sentó y empezó a girar las páginas y a canturrear. No era una melodía hebrea. Finalmente Harry reconoció los acordes de
Qué noche la de aquel día
.
Unos minutos después volvió a entrar su esposa.
—Peretz dice que es un contable de la oficina de la lechería.
El rabino Goldenberg asintió.
—Ah, la oficina de la lechería. Vayamos a verlo —propuso.
La oficina de la lechería resultó ser un lugar pequeño y atestado. En una de las mesas, una mujer trabajaba en un libro mayor. En la otra, un hombre delgado y de aspecto corriente seleccionaba una pila de formularios. Debajo de su
yarmulkah
asomaba una calva incipiente, pero su barba rubia aún era abundante. Parecía más joven que la señora Silitsky; Harry se preguntó si realmente era así, o si el estilo ortodoxo de la ropa de Rakhel Silitsky le había hecho pensar que ella era mayor de lo que era en realidad.
—¿Es usted Pessah Silitsky? —le preguntó el rabino Goldenberg en yidis.
El hombre asintió. Apareció un lechero por la puerta de la habitación contigua y colocó más formularios en el mostrador. Mientras la puerta estaba abierta, la pequeña oficina quedó invadida por los ruidos metálicos de los separadores de crema.
—Soy el rabino Goldenberg. Éste es el señor Hopeman.
—¿Cómo está? —dijo Silitsky.
—Bien de salud, gracias al Altísimo.
—Alabado sea Su nombre.
El rabino lanzó una mirada en dirección a la mujer que trabajaba en la otra mesa.
—¿Podríamos conversar afuera? Se trata de un asunto personal.
Silitsky adoptó una expresión cautelosa, pero se puso de pie y salió con ellos.
Los tres hombres se alejaron andando de la lechería.
—Se trata de su esposa —anunció el rabino Goldenberg.
Silitsky asintió; no pareció sorprendido.
—Este hombre dice que usted la ha convertido en una
agunah
.
Silitsky miró a Harry. Se acercaban a un banco, a la sombra de un pino.
—Sentémonos —sugirió Harry. Acabó sentado en el medio, un sitio incómodo.
—Es terrible convertir a una mujer en
agunah
—afirmó el rabino—. Es pecaminoso.
—¿Usted es el profesor norteamericano?
Harry se dio cuenta de que el hombre lo había confundido con David Leslau.