—Sólo estaba pensándolo.
—Dios mío…
Él se levantó y fue al cuarto de baño. Cuando regresó, ella se había apartado al otro lado de la cama y emitía un leve sonido, no exactamente un ronquido.
Le gustaba el colchón de Tamar. No tardó nada en volver a quedarse dormido.
Lo que él había imaginado era un lugar apacible, tal vez con una buena playa, pero Tamar guardó algunas cosas en una mochila y lo acompañó al hotel para que él hiciera lo mismo. Le dijo que cogiera el tipo de ropa que había usado en Masada.
—¿Adónde vamos? —le preguntó.
—¿Por qué no dejas que sea una sorpresa?
—Nada de acampar.
—No acamparemos… exactamente.
Se detuvieron en una tienda de fruta y ella compró una enorme bolsa de naranjas, del tipo que los norteamericanos llaman «jaffas» y los israelíes, «washingtons». Cogieron un
sheerot
hasta Tel Aviv. Delante de un hotel de aspecto lamentable, frente al Mediterráneo, se unieron a un grupo de personas que esperaban en la acera.
Harry se sintió alarmado.
—No pienso viajar con una excursión organizada —le advirtió en voz baja.
Ella sonrió.
Algunas personas del grupo eran de mediana edad, y había media docena de colegiales. Vio que abundaban las cantimploras.
—¿Al menos vamos al norte, donde hace fresco?
Un hombre que estaba cerca oyó la pregunta y le dijo algo en hebreo a su compañero, que miró a Harry y mostró una amplia sonrisa.
Un autocar viejo que alguna vez había estado pintado de azul giró en la esquina y chirrió hasta detenerse delante de ellos.
—Escucha el motor. Es tan malo como un
dybbuk
—musitó el hombre que estaba junto a Harry. Las ventanillas del vehículo estaban opacas por el uso y la mugre; la carrocería se tambaleaba sobre los cuatro neumáticos más grandes que él había visto en su vida.
—¿Cuánto tiempo pasaremos dentro de esto?
—Venga —dijo ella.
En el interior, el aire estaba viciado. Desde que era niño le había resultado imposible viajar en un autocar sin marearse. Después de una batalla que le costó un nudillo despellejado, logró abrir la ventanilla.
—Shimon, aquí hay dos asientos. Por aquí —gritó con voz aguda desde el otro lado del pasillo una niña del grupo de escolares.
Un hombre recogió el dinero y anunció que era Oved, el guía. Les presentó a Avi, el conductor, que cerró las puertas de golpe como si preparara una trampa. Hubo algunos vítores poco entusiastas mientras el autocar suspiraba, se tambaleaba y empezaba a avanzar. Tamar, que estaba a su lado, sacó de su bolsa un libro sobre arte etrusco y empezó a leer. Harry se sintió engañado. En lugar del descanso que había imaginado, estaba volviendo al lugar en el que había estado con esta mujer, y se enfrentaba a la incomodidad y a una situación que no podía dominar.
—¿Adónde demonios vamos? —le preguntó directamente.
—Al Sinaí —anunció ella.
El paisaje podría haber correspondido, sucesivamente, a Florida, Kansas, California. Pararon en un campamento militar el tiempo suficiente para recoger a un capitán y tres soldados rasos que llevaban Uzis, una guardia armada que Tamar dijo que era necesaria porque se estaban alejando de la protección gubernamental. Mientras Harry dormitaba, Avi, el conductor, abandonó la carretera. Cuando se despertó y miró hacia afuera, vio que los campos se habían convertido en un terreno de arena y rocas, llano y sin huellas. Hacia el este, unos tocones negros se arqueaban contra el horizonte de una forma que le hizo pensar en Montana.
—¿El Sinaí? —le preguntó a Tamar.
Ella asintió.
—Negev.
Pasaron junto a un hombre vestido de negro, montado en un camello que avanzaba a paso ligero. El hombre sólo les dedicó una rápida mirada, pero los colegiales norteamericanos lo saludaron a gritos e hicieron montones de fotografías a través de las oscuras ventanillas. Media hora más tarde llegaron a un oasis en el que una sola familia de beduinos administraba una especie de parada de descanso. La comida consistía en un trozo de salchicha que sabía a cuerda, grasienta y muy condimentada, y una botella de naranjada casi caliente, con un fuerte regusto químico. El grupo de escolares expresó ruidosamente su desaprobación. Harry masticó y tragó, consciente de que se había comportado como un norteamericano desagradable.
Un chico que vivía en el oasis preguntó si podían llevarlo hasta una población cercana. En el autocar, Tamar conversó con él en un árabe fluido.
—Se llama Moumad Yussif. Tiene catorce años. El año que viene se casará y engendrará muchos hijos.
—Sólo es un niño.
—Su esposa tal vez tenga once o doce. Así eran las cosas, incluso entre los judíos, donde yo nací.
—¿Te acuerdas de Yemen?
—No muy bien. Vivíamos en una ciudad que se llamaba Sana’a. Allí la vida era difícil para los judíos. A veces se producían disturbios, y nos quedábamos en nuestros pequeños apartamentos hasta que se nos terminaba la comida, porque teníamos miedo de salir a la calle. A la vuelta de la esquina había un minarete. Todas las mañanas el almuecín me despertaba como un reloj. «
Alaaaaaa Akbar!
…».
El chico que estaba en la parte delantera del autocar reconoció las palabras. Sonrió con expresión vacilante y gritó algo.
—Le gustaría fumar un cigarrillo.
Un soldado que se encontraba junto al muchachito árabe, en la puerta del autocar, le ofreció un paquete. El chico sacó de su bolsillo una pistola niquelada y apuntó. Apretó el gatillo, y desde la boca del arma se elevó una lengua de fuego: era un encendedor.
—¡Dios! —jadeó Harry. Los soldados estallaron en carcajadas. El chico apretó el gatillo una y otra vez, encendiendo cigarrillos para los guardias armados. Un rato más tarde llegaron a la población, y el muchachito dijo
Salaam aleikhum
y bajó del autocar.
Esa tarde el viaje hizo sentir sus efectos. Los escolares se encorvaron sobre sus asientos para jugar, inventando empresas americanizadas que amasaban fortunas en Israel.
—
Rav
–
Aluf
Motors. «Lo que es bueno para
Rav
–
Aluf
Motors es bueno para el país».
—Kissen Tel Excavations, Ltd.
—Avdat General Supplies. «Simplemente pídalo, somos Avdat». —Se oyeron algunos gruñidos.
—Afula Brush Company —dijo Harry, sorprendido de sí mismo.
La chica que estaba junto a Tamar, al otro lado del pasillo, lo miró con aire satisfecho.
—No está mal. ¿Quieres ser el hombre Afula Brush?
—Estoy ocupado, viajo con ella. Se llama Tamar. Yo soy Harry.
—Yo soy Ruthie, y él, Shimon. Es israelí. ¿Ella es tu esposa?
—Es mi novia. ¿Él es tu esposo?
La niña sonrió, aceptando la implícita amonestación.
—Es mi amigo —respondió, besando a su compañero en la mejilla.
El autocar pasó por una serie de desfiladeros cuyas rocas proyectaban largas sombras. Cuando los abandonaron, al llegar a Elat, la oscuridad ocultaba el mar Rojo, pero mientras el autocar avanzaba por la carretera alrededor de un puerto bañado por la luz de la Luna, pudieron oír el ruido de las olas. Pasaron sin aminorar la marcha junto a un hotel moderno y muy iluminado, y finalmente Avi, el conductor, frenó delante de un pequeño motel junto a la playa, en el que les proporcionaron el alojamiento incluido en la excursión.
La cena estaba compuesta por chuleta de ternera y sopa de cebada. Comieron sin entusiasmo, demasiado hambrientos para quejarse de la calidad. Pero las habitaciones resultaron ser celdas pequeñas y húmedas, con las sábanas mugrientas, llenas de manchas viejas.
—Vamos —dijo él.
—¿Adónde?
—Iremos a ese hotel grande por el que pasamos. Podemos regresar por la mañana, antes de que se marche el autocar.
—No quiero ir a otro hotel.
—¡Mierda! —protestó él bruscamente. Se sentó en la cama y miró a Tamar—. Puedo viajar en ese ridículo autocar y comerme esa comida repugnante, ¿pero por qué esta noche no podemos dormir en una cama decente?
Ella se dio la vuelta, salió y cerró la puerta.
Al principio él creyó que se iría sin ella. Pero cuando la siguió, no cogió sus cosas. La playa estaba al otro lado de la calle. Encontró a Tamar sentada en la arena, abrazándose las rodillas, y se sentó a su lado. La marea había subido, y por encima de las olas vieron las luces brillantes del otro hotel.
—¿Qué ocurre con este lugar, Tamar?
—Es un hotel agradable. En él pasé mi luna de miel.
Harry fue enseguida al motel y le dio una buena propina al recepcionista para que le proporcionara unas mantas limpias y una botella de vino blanco. Cuando regresó, ella estaba sentada en el mismo sitio; extendió las mantas y abrió la botella. El vino no estaba mal. Bebieron mientras la Luna asomaba desde detrás de las nubes y les permitía ver la espuma que formaban las olas al romper en la playa.
—¿Quieres que haga algo? —le preguntó ella con la cabeza apoyada en su hombro.
Él sacudió la cabeza.
—¿Y tú?
Ella le besó la mano.
—Quédate conmigo, simplemente.
Se tendieron sobre la manta y se abrazaron.
—Podría amarte —dijo él durante la noche. Las palabras surgieron solas, y al oírlas se sintió aterrorizado. Ella no respondió. Tal vez estaba dormida.
No fue tan terrible como dormir en Masada, pero por la mañana se sintió entumecido. Tomaron el buen desayuno que ofrece hasta el restaurante más pobre de Israel —aceitunas, tomate en rodajas, huevos y té— y volvieron a subir al autocar. Una carretera ancha y lisa los llevó hacia el sur. Un par de horas más tarde pudieron bajar del autocar en Sharm’el Sheikh para estirar las piernas y visitar el retrete.
Las Fuerzas de Defensa de Israel les proporcionaron una comida a base de ensalada. Los jóvenes soldados
Tsahal
eran amables y amistosos, pero había demasiadas armas a la vista; Harry se alegró cuando las autoridades aprobaron la ruta que pensaban seguir y el autocar abandonó el campamento armado. Pasaron por un sitio en el que los camellos habían atravesado la alambrada y entrado en un campo de minas; sólo quedaban unos cuantos huesos blancos de los animales. Oved, el guía, distribuyó tabletas de sal y les advirtió que cuidaran el contenido de sus cantimploras. Los jóvenes norteamericanos empezaron a cantar canciones que hablaban de nieve, frío y chimeneas. Luego pasaron a los villancicos de Navidad, informando al reverberante desierto que había nacido el Salvador.
Una anciana israelí que estaba sentada sola en la parte delantera del autocar se volvió y miró a los que cantaban.
—Me gustaría ver nieve —comentó Tamar.
—¿Nunca has visto nieve?
—Dos veces. Pero cuando nieva en Jerusalén… —se encogió de hombros— es una miseria, y desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Me gustaría ver una capa gruesa y… ya sabes.
La nostalgia se apoderó de él con una intensidad poco habitual.
—Te gustaría. Sé que te gustaría. —Observó cómo hundía su hermoso pulgar en la piel de una naranja.
—Pensé que estos chicos eran judíos.
—Creo que lo son.
Ella hacia un pulcro montón con las pieles sobre su regazo.
—¿Por qué cantan canciones que hablan de Jesús?
—Este es un entorno que intimida. Tal vez buscan algo que les resulte familiar.
—¿Las canciones cristianas son algo familiar? —Partió la naranja y le dio la mitad.
—Por supuesto. Hmmm… qué buenas. —Las naranjas eran más pequeñas que las que había comido en Nueva York, pero más dulces; tal vez habían madurado en el árbol, y no en las cajas de embalaje—. La mayor parte de los chicos aprenden villancicos en la escuela. Estados Unidos es un país cristiano.
Ella asintió.
—Cuando te sorprendes, dices «¡Jesús!». ¿Te das cuenta de que lo dices?
Él sonrió.
—Supongo que sí. ¿Podemos comer otra naranja?
Esta vez Tamar dejó que él quitara la piel.
—Como mi padre, que aún llama «Allah» a Dios. Y varias veces he visto a judíos occidentales supersticiosos que tocan madera para tener buena suerte.
—¿Y?
—Es una cosa que hacen los cristianos. Los primeros cristianos tocaban madera y pedían la bendición de Dios porque la cruz de Cristo era de madera.
Harry partió la segunda naranja con mucha mayor torpeza que ella. Se dio cuenta de que no tenía con qué limpiarse las manos pegajosas.
—No elegimos nuestras costumbres ni nuestro lenguaje. Los heredamos.
—Hay una expresión inglesa y norteamericana que no soporto —apuntó Tamar—: jódete.
Harry comió cuidadosamente su naranja. Los escolares ya no cantaban.
—En este rincón del mundo tenemos palabras para hacer el amor, por supuesto. Pero ni en árabe ni en hebreo existe una expresión para decirle a alguien cuando estamos furiosos: «Te odio, vete a hacer el amor». Debería ser una bendición, no una maldición. «Que Dios te acompañe y te permita hacer el amor». Cuando me siento feliz, me gustaría decirle a todo el mundo: «¡Jodeos todos! ¡Que joda el mundo entero!».
Harry creyó que los escolares nunca dejarían de reír.
Casi una hora después de que él estuviera hastiado de ver kilómetros y kilómetros de maravillosa playa, el autobús se detuvo en un chalet. El guía les dijo que podían disfrutar del agua durante dos horas. El primer piso de la casa estaba cerrado con llave y era inaccesible, pero en la planta baja había dos tocadores y un cuarto de baño con instalación sanitaria. Harry llegó a la playa antes que Tamar; cuando entró corriendo en el agua y se zambulló, se desvanecieron la fatiga, la irritación y el agarrotamiento. Se alejó nadando, feliz de poder estirar los músculos, y luego giró y se mantuvo a flote mientras observaba la casa como a través de un gran angular; era sólida y blanca y tenía techo de tejas. De no ser por el guardia armado, habría encajado perfectamente en un suburbio de Florida. No era el tamaño ni la arquitectura lo que la volvía Impresionante, sino el hecho de que estaba sola; su propietario tenía un reino vasto y exclusivo de desierto y océano. Dos de los soldados israelíes, con las armas preparadas, estaban de pie en un patio de piedra que daba al mar. Gritaban y le hacían señas para que volviera, como los vigilantes que silban a los adolescentes para que salgan de la zona más profunda.