Se crean sistemas. Encuentran fuentes, llenan el vagón cisterna y sellan las fugas. La torre artillada, reparada apresuradamente, recobra una tosca semejanza con su antiguo yo. Los pocos científicos que se han quedado instruyen apresuradamente a los rehechos y les enseñan a trazar mapas.
»¿Dónde vamos a ir?
De noche los renegados tocan banjos y flautas, suena la campana de alarma del tren, y la caldera se convierte en un tambor. Los hombres y las mujeres vuelven a acostarse juntos. Algunos días de la cadena, Judah acude a los silenciosos encuentros masculinos que se producen a poca distancia de las vías en busca de liberación, pero Ann-Hari y él follan una noche y se acarician con el más sincero y el más íntimo de los afectos.
Este lugar que a cada día que pasa se vuelve un poco más extraño fascina a Judah. Al sexto día del consejo de hierro, mientras el kilómetro y medio de vía sigue engullendo su propia cola para moverse, mientras el tren se adentra en un onírico paisaje de plantas suculentas y el verano se va posando sobre ellos, llega un destacamento de gendarmes y cazarrecompensas.
Han subestimado penosamente al consejo. No son más de treinta hombres y xenianos, con armaduras de hierro tachonadas de escarpias, vestimentas convertidas en armas. Salen de la colorida maleza bajo la bandera de la FT, espantando a unas criaturas que parecen champiñones temblorosos.
La banda dispara, y les grita con sus megáfonos:»¡Entregaos! ¡Criminales, rendíos!
¿Creen que el consejo de hierro va a dejarse acobardar? Judah los observa, asombrado por su estupidez. Doce de ellos son abatidos rápidamente y los demás huyen.
»Cogedlos, cogedlos, cogedlos, grita Ann-Hari, y los rehechos más rápidos marchan con sus armas. »¡Saben dónde estamos!
Solo pueden matar a otros seis. Los demás escapan. »Estarnos marcados, dice Uzman. Apenas han recorrido ciento cincuenta kilómetros desde que escaparon. »Vendrán a por nosotros.
Dejan trampas. Barriles de pólvora, baterías y complejos fusibles. El tren avanza entre desfiladeros de roca, y los geotaumaturgos y brujomantes que lleva tallan diaglifos en las paredes minerales y tienden circuitos cargados que harán que el peso de un carromato cargado funda la roca y la obligue a derramarse como magma frío antes de asentarse de nuevo sobre los cadáveres asfixiados de la vanguardia de los gendarmes o la milicia. Ese es el plan.
Judah coloca trampas-gólem. Baterías, turbinas somatúrgicas de su propio diseño para que la madera caída o los montones de huesos o la tierra o las traviesas rotas y abandonadas se levanten y luchen por el consejo de hierro.
De noche recorre el tren renegado en compañía de Uzman y Ann-Hari, que aunque desconfían el uno del otro, también se necesitan. Estratega y visionaria. El tren perpetuo no se detiene de noche. Este tren está lleno de habilidades. Los rehechos reparan los mosquetes que pueden repararse y fabrican armas nuevas. En las calderas funden los rieles más viejos para hacer tajadores y armaduras. Están convirtiendo su ciudad rodante en una máquina bélica.
»No falta mucho, dice Uzman. »Llegará un momento en que haya que abandonar el tren, que huir.
»No podemos hacerlo, dice Ann-Hari. »Sin él no tenemos nada.
En el vagón oficina, un grupo de consejeros debate frente a vagos mapas, bosquejadas recolecciones de mitos. Las mesas de arboscuro y las paredes forradas están cubiertas de rayones y pintadas desde el primer día, cuando los rebeldes borrachos las convirtieron en el soporte de su arte salvaje.
»Esto. Uzman señala un punto del mapa. »¿Qué es esto?
»La ciénaga.
Uzman mueve el dedo.
»Inexplorado.
»Llanuras salinas.
»Rocalla.
»Inexplorado.
»Fosas de alquitrán.
»Inexplorado.
»Humorroca. Hondonadas de humorroca.
Uzman se muerde los nudillos. Mira por la ventana. Los consejeros llevan los rieles de un extremo a otro de su robada vía.
»¿Tenemos algún meteoromante?
»Hay una chica, Toma. Alguien sacude la cabeza. »Puede convocar un soplo de viento para secarse la ropa, ya sabes, embrujos de poca monta…
»Necesitamos alguien capaz de provocar un temporal…
»No. Uno de los investigadores toma la palabra. Es un joven que se ha dejado barba y viste el sudoroso atuendo de los peones. Está sacudiendo la cabeza. »Sé lo que pretendes. Estás pensando en atravesar los campos de humorroca. No. Ya viste lo que pasó con Malke. Estuvo a punto de morir. Ya viste cómo fue.
»Seguro que hay algún modo de saber cuándo va a pasar…
El joven se encoge de hombros.
»Presión, dice. »Grietas. Algunas cosas. Geiseres. Vuelve a encogerse de hombros. »Lo estudiamos cuando nos atrapó. Son demasiadas cosas.
»Pero se puede saber cuándo…
»Sí, pero Uzman, no sabes lo que dices. Estos mapas son meras conjeturas. Estamos en las Planicies Medianas. Y hay algo que sí sabemos, está ahí. El dedo del hombre recorre el mapa. El vagón se bambolea. »¿Lo ves? ¿Qué es esto?
Es una franja de tierra marcada con líneas rojas cruzadas a trescientos kilómetros de ellos, menos de un mes a esta velocidad vertiginosa. Linda con los campos de humorroca, o el lugar donde presumen los viejos cartógrafos que debe de estar el humorroca.
»¿Sabes lo que es?
Por supuesto que Uzman lo sabe. Todos lo saben. Es la mancha cacotópica.
»No vas a llevarnos a la mancha, Uzman.
»No puedo llevaros a ninguna parte. El consejo va donde decide ir. Pero voy a deciros lo único que podemos hacer. Vosotros decidís si es lo que queréis o no. Y si es que no, me quedaré a luchar, y todos moriremos.
»Es la mancha, joder.
»No, no es la mancha. Son sus lindes. Sus márgenes.
Uzman tiene una mirada extraña. Allí de pie, parece resplandecer. Suda por el calor de sus propias tuberías, devora carbón. Tiene los labios negros.
»No es la mancha. Tenemos que atravesar los campos de humorroca…
»Si es que están allí.
»Si están allí. Tenemos que atravesar los campos de humorroca. Al otro lado está el borde del cacotopos. Aunque crucen los campos, no nos seguirán allí.
»Y sabes muy bien por qué, Uzman, ¿no? Por una buena razón, maldita sea.
»No tenemos alternativa. No, miento. Podemos huir. Abandonar el tren. Escapar y convertirnos en librehechos. Pero podemos conservarlo. Nuestro sudor. La vía. Pero si nos lo quedamos, esto es lo que debemos hacer. Tenemos que escapar, huir muy lejos, o moriremos. Tenemos que ir al oeste. ¿Qué hay al oeste de aquí? Señala el mapa. »La zona cacotópica. Solo el borde.
Su voz suena a súplica.
»Otros lo han hecho antes. No pasará nada. Tenemos que hacerlo.
Suplica.
»Solo el borde.
Se abrió hace medio milenio, una grieta que vomitó la salvaje fuerza cancerígena conocida como la Torsión en grandes cantidades. Unos páramos que desafían al entendimiento. Donde un hombre podría convertirse en un ser-rata hecho de vidrio y una rata un potentado diabólico o un sonido antinatural y un jaguar o un árbol podrá convertirse en un momento que podría no haber ocurrido, podría transformarse en un ángulo imposible. Donde viven y nacen monstruos. Donde la tierra, y el aire, y el tiempo están enfermos.
»De todos modos no tiene caso, dice alguien. »No tenemos meteoromantes, ni nadie capaz de convocar elementales de aire, y si no tenemos a alguien que pueda empujar los vientos no vamos a atravesar el humorroca.
Judah se apoya en la mesa; el borde baila delante de sus ojos.
»Bueno, dice. »Bueno, bueno.
La somaturgia, la golemetría, es una intervención. Crear sirvientes a partir de la materia no-viva es un acto de persuasión, de insinuación. Una estrategia de concepción.
»Bueno, bueno.
Yo puedo hacer un gólem de aire
, piensa.
Una masa de aire en el aire. Hacer que nos siga. Aire corriendo por el aire
. Será agotador. Pero sabe que él puede conseguir que atraviesen el humo.
Judah sabe que van a ir.
Camina con Uzman, y un gólem camina con ellos. Una tambaleante masa de pulpa vegetal. Forman un extraño trío: el rehecho exhalando vapor por sus tuberías; Judah, alto y enteco, con una barba que parece una mancha de tierra; el gólem, caminando sobre sus pies informes. El tren avanza a minúsculos tirones.
La luz de la luna es del color de la grasa fluida, como si la noche tuviera una herida abierta. Tras ellos, Judah ve el tren, el tren, el tren que marcha expulsando ventosidades de humo, tintineando, como una mísera orquesta de tambores y campanas. Un kilómetro por delante, los rehechos están tendiendo las vías, y algo más allá, los niveladores allanan el camino. Por detrás, se desmonta la vía y vienen cientos de seguidores, como una hueste de peregrinos.
Judah lo concibe todo como si fuera una ciudad. Nueva Crobuzón le ha enseñado esto. Cuando el tren sortea una encrespadura de tierra, lo que él ve es la curva y el borde de las paredes del río, los muros de los almacenes de la ribera del Alquitrán. Ve un árbol medio caído y recuerda la figura de un borracho de Nueva Crobuzón, apoyado en un ángulo parecido.
No escogemos lo que recordamos
, piensa Judah,
las historias que llevamos con nosotros
. Él lleva Nueva Crobuzón consigo, e incluso ahora sigue siendo un ciudadano de este santuario, ahora errante.
»El humorroca no será suficiente, dice Uzman. El tren perpetuo suspira. »La milicia lo atravesará, lo sobrevolará. No es el humorroca, sino la mancha cacotópica. Eso es lo que nos ocultará.
Al día siguiente, un destacamento de gendarmes mata a cincuenta rezagados y se retira antes de que los rehechos puedan contraatacar. Los dracos gritan que les han disparado. Con su tosca e inventiva gramática, explican lo que han visto y extienden las alas para mostrar los agujeros en su dura piel.
Hace calor. Llegan a un tramo de espacio llano, una meseta de tierra firme y buena.
»¿Qué es eso? Cunde el pánico. »¡Algo viene hacia aquí!
Una jauría de animales sigue al tren, lanzando dentelladas a sus ruedas. No, no son animales y si lo son, son animales que se funden y reforman y emergen de la tierra y cuyos cuerpos atraviesa la luz. Las balas pasan a su través sin hacerles daño.
Judah los observa con creciente placer una vez que su miedo ha remitido. Cada vez que el tren lleva a cabo uno de sus pequeños avances, las criaturas reaparecen.
Demonios de movimiento. No están atacándolos, sino jugando. Alegres como marsopas, salen de la tierra y ruedan bajo las ruedas. Devoran el ritmo, el
ka ka ka
del movimiento del hierro. Tras milenios sin conocer otra cosa que el correteo de los cazadores y presas de las llanuras, el denso ritmo del tren embriaga a los demonios. Cambian de color con las cuasi-formas de zorros y ratas de las rocas, los únicos animales que han visto. Pero se aprenden a estos extraños y, con el paso de las horas, tanteando de forma inexperta, empiezan a imitar a humanos y cactos, para deleite y asombro de los peones.
»Mira, mira, eres tú, esa es tu forma de andar, eso es.
Las esquivas criaturas se manifiestan y se sumergen delante de las ruedas para comer más. Cuando algún consejero baja del tren, los demonios pululan entre sus pies, devorando los ecos de sus pisadas. Una mujer empieza a bailar y el aire cobra vida con el éxtasis de los demonios de movimiento, que aparecen-desaparecen atracándose con su tempo. Al cabo de poco tiempo, el tren perpetuo está rodeado de figuras que mueven los pies: rehechos, las librenteras que antes trabajaban como putas, los cactos que han superado su taciturnidad. Bailan junto al tren, siguiendo el ritmo con cabriolas, meneando las caderas, sacudiendo las piernas. Tienen los pies rodeados de una hueste de demonios que atrapan la luz. Es una competición: los ritmos más complejos, repetidos y perfectos son las delicias más apreciadas.
La luz del sol es del color de la hierba seca. Judah sonríe mirando el tren y los bailarines y los demonios de movimiento. Es una extraña pastoral, una procesión de la época de la cosecha lo que parece, entre cogotes de hierbas de la pampa y barrancas secas, con un gran tren que avanza a espasmos hacia los adoradores que van tendiendo su camino. Como si las vías fueran una correa, arrastran consigo una especie de extraños animales domesticados, y alrededor de la bestia de hierro, dócil de repente, hay centenares de bailarines que levantan nubes de polvo estival. Los cinetófagos serpentean entre sus tobillos como una espuma de mar. Judah piensa en la energía que extraen del ritmo. Pulso-magia. Qué extrañas calorías hay en los sonidos repetidos.
Mira y siente amor por el consejo de hierro. Saca un trípode. No es un buen heliotipista, pero mientras encuadra el movimiento de los pies y el hierro y el sol poniente sabe que este le va a salir bien. Borroso por culpa del movimiento y de la pobreza del cuarto oscuro, pero a pesar de ello, por encima de lo que será una masa espectral de piernas y demonios, sabe que el tren perpetuo y las sonrisas y los cuerpos de los bailarines se verán con claridad. Los ha atrapado en tinta sepia, los ha congelado como los lanzancudos con sus canciones.
Llega un aeróstato desde el este. Se aproxima con su sedado y predatorio bamboleo, avanzando pesadamente hacia ellos.
Los dracos aúllan y profieren obscenidades mientras vuelan hacia allí. Se convierten en motas recortadas contra la distendida ballena de cuero; revolotean alrededor de la góndola, la balancean un poco. Judah escucha unos sonidos secos que le recuerdan al estallido de una bolsa de papel y que deben de ser disparos, y los dracos se dispersan. Descienden. Caen en el sitio, plegando las alas y volando hacia el suelo todos juntos, y luego viran hacia el tren y hay un crujido, un enorme carraspeo, y las ventanas del aeróstato escupen una bocanada de cristal y humo negro.
»Sí, dice Uzman.
El dirigible se ladea. Una humareda de pólvora brota de su bajo vientre. Regresará a trancas y barrancas a Nueva Crobuzón, o a su base, más allá del horizonte, donde los pelotones de ataque de la milicia están esperando instrucciones. Donde hay otras aeronaves esperando. Más grandes, cargadas de bombas. Con ventanas que una granada de arcilla no podrá romper.
Nueva Crobuzón los ha encontrado. Aquella noche hay una reunión y lo que allí sucede excede al caos. Las ideas chocan contra otras ideas. Todos gritan. Las antiguas putas han nombrado a Ann-Hari su representante.