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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (30 page)

BOOK: El consejo de hierro
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No tienen nada que hacer. Limpian el tren, aunque no sirve de nada, exploran los alrededores, ensanchan un pozo. Pero no pueden unirse a los excavadores, ni pueden construir el puente, y no pueden hacer nada más que esperar, jugar a las cartas, fornicar y pelear.

Los niveladores sí pueden trabajar. Pueden seguir avanzando tras el barranco, en dirección a Mar de Telaraña, que todavía se encuentra a más de ciento cincuenta kilómetros de tierra inhóspita. Pero antes de marcharse quieren que se les pague, y una vez más, no hay dinero.

Enseguida, todo el mundo se entera de que las tuberías por las que circula la paga han vuelto a obturarse. Los excavadores están indignados. Han trabajado a cambio de promesas y se les adeudan meses de paga que ellos creían que traería el tren. Los niveladores se niegan a continuar. Hace semanas que no llega a la cabecera de la vía ningún tren desde casa.

¿Qué sucede? No hay huelga ni confrontación: no ocurre nada salvo una acreción del descontento, miradas duras que tardan demasiado en desviarse. Los primeros excavadores siguen excavando, mientras los recién llegados talan árboles mugrientos para fabricar unas traviesas de mala calidad.

Un excavador tiene un accidente: una desgracia frecuente en esta tierra de la pólvora, pero el hombre responde ultrajado, como si fuera la primera vez que sucediera una cosa así. »Mirad, dice levantando su mano ensangrentada. El rojo sobre la capa de polvo que lo cubre es muy visible. »Nos están dejando morir aquí, joder.

Aquella noche Judah va a la hondonada donde se reúnen los hombres para follar con otros hombres, y al llegar, Cañas Gruesas está esperando. »Hay una reunión, dice. »Nosotros no, ellos. Señala las luces de la torre artillada del tren perpetuo. »Tenemos que pensar algo. Van a mandar un mensajero a caballo, pidiendo a Wrightby que envíe más dinero ahora mismo.

Al día siguiente hay una pelea a mazazos entre dos cactos tan enormes que los supervisores no pueden hacer otra cosa que esperar mientras los hombres vegetales se rompen el uno al otro los huesos de fibrosa madera. »Está pasando algo, le dice Ann-Hari a Judah. Están sentados sobre una roca ennegrecida, seccionada por el fuego, el agua helada y los golpes de los rehechos más fuertes. »Las chicas están aterradas.

En la boca del túnel de la colina aparecen algunos ejemplares manuscritos del
Renegado Rampante
. Todos los días y todas las noches se produce una nueva pelea o algún acto insignificante de rebeldía: una linterna del tren que se rompe o alguna procacidad grabada sobre la pintura.

A diario, los niveladores se reúnen y se niegan a cruzar el barranco. Los capataces les buscan otros trabajos. No se trata de una huelga, pero no quieren hacer el trabajo para el que han sido contratados. Están dispuestos a limpiar los detritos del túnel y a cargar herramientas, pero si cruzan ese barranco empezará la última etapa de su contrato. Tendrán que tender el firme de la vía durante los últimos ciento cincuenta kilómetros que faltan hasta Mar de Telaraña. Y no están dispuestos, aún no, no mientras el ferrocarril tenga su dinero. Eso sería una rendición.

Y llega una noche. Por todo el tren y en el interior del túnel hay fogatas. Las estrellas fugaces pasan reptando junto a sus sedentarias primas. Judah ha creado un gólem de abrojos.

»¿Qué es eso?

Judah levanta la mirada. La gente está mirando hacia la cima de la colina. Parecen hipnotizados; se mueven dando pasitos tambaleantes.

»¿Qué es eso?, dice Judah, pero el hombre al que se lo pregunta se limita a gritar y a señalar hacia allí. »¡Mira, mira!, dice. »Vamos, es ahí.

Hay un ruido procedente del otro lado de la loma, como si las piedras y hasta los mismos matorrales estuvieran retumbando, cantando una canción de ritmo aberrante. La gente que ocupa la ladera grita y empieza a bajar como mejor puede en medio de un río de grava. Los hombres que caen chocan contra sus amigos. Judah se agarra a unas raíces y no pierde pie.

La trémula canción, el sonido de la ansiedad de la tierra salvaje, es estrepitoso. Hay una araña sobre su cabeza. No, no es eso, no es una araña, esa gran forma no puede ser eso, es tan grande como un árbol, un árbol muy grueso con las ramas desplegadas en perfecta simetría, eso no puede ser una araña pero eso es lo que es, es una araña, solo que mucho más grande que el más grande de los hombres.

»Tejedora.

»Tejedora.

Lo dicen así. El asombro ha despojado de miedo sus voces.

Tejedora. Las arañas que no llegan a ser tan poderosas como los dioses, pero casi, tan superiores a los hombres o los xenianos, a los daemonios, a los arcontes, que son inconcebibles, y cuyos poderes, motivaciones y significados son tan opacos como el hierro. Criaturas que luchan matan mueren y lo reconfiguran todo por amor a la belleza, por la complejidad de la telaraña del mundo que perciben, una concatenación de hebras organizadas en una imposible simetría espiral.

La cabeza de Judah se llena de canciones sobre las Tejedoras. Tonterías para niños.
Me prometió su mano con maña/ Y la enredó con su telaraña/ La Tejedora me engaña
. Disparates y necias pantomimas. Al levantar la mirada hacia esta criatura que emerge sobre la cresta de roca emitiendo rayos de no-luz —o es luz— reconoce los átomos, los infinitamente insignificantes jirones de estupidez que son las canciones.

La Tejedora flota sobre ellos en compleja quietud. Un cuerpo negro como el alquitrán, un globo con forma de lágrima, una cabeza que no despide el menor reflejo. Cuatro largas patas que terminan en zarpas como cuchillas, otras cuatro más cortas, como si estuviera en el centro de una telaraña, flotando en el aire. Tres, cuatro metros de longitud, y ahora, qué, qué hace, se vuelve lentamente, levemente, como si flotara, y el mundo parece enganchado a ella. Judah siente un tirón, como si el mundo estuviera prendido a los hilos de seda que la Tejedora está recogiendo al tiempo que se vuelve.

Judah emite un abyecto sonido por la garganta. Se lo arrancan las invisibles hebras de la Tejedora. Es una especie de veneración involuntaria.

Por toda la ladera, los hombres y las mujeres parecen transfigurados por lo que ven, y algunos estúpidos, pocos, se aproximan arrastrándose como si se tratara de un altar, pero la mayoría, como Judah, permanece inmóvil y observa.

»No la toques, no te acerques, joder, es una puta Tejedora, dice alguien desde mucho más abajo. La criatura-araña se vuelve. Las rocas siguen cantando, y ahora la Tejedora se une a ellas.

Su voz sale de debajo de las piedras. Su voz es un estremecimiento envuelto en polvo.


UNO Y UNO Y UNO Y DOS Y ROJO ROJO-NEGRO ROJO-AZUL NEGRO POR LA GRIETA EN LA COLINA SE ARRASTRA EL ALAMBRE TALLADO LABRADO DE LADO Y LEGADO MIS VÍAS MIS OJOS RETOÑOS PEQUEÑOS QUÉ TALLA Y QUÉ TAMBORES TOCÁIS EN EL POLVO UN LENTO CAPARAZÓN CAPARAZADO UN RITMO DE HERRAMIENTA Y ROCA…

Su voz se convierte en un ladrido en el tiempo, un repiqueteo que hace danzar a los pequeños guijarros sobre la colina.


COME MÚSICA COME SONIDO EMPUJA EL PULSO PULSILOGUM LA MAGIA…

Las idas y las texturas de las cosas son atrapadas, atraídas por la Tejedoras.


ARRASA Y ALLANA CUIDA Y DEDESTROZA LO QUE ESTÁ ANTES DEDESTROZA DEDESTROZA TE LAMAS RAKAMADEVA ROCA MI DIABLO AVANZA LA PANZA A LO QUE SERÁ QUE CONSTRUYES…

Y entonces la Tejedora repliega todas las patas y desciende ligeramente, devanándose desde el lugar que ocupaba en el aire inmóvil y absorbiendo la luz que queda e hinchándose con ella como si fuera lo único real que hay allí y Judah y el suelo que este pisa y los árboles desnudos a los que se aferra no fueran todos ellos más que imágenes ya viejas grabadas por el sol en el suelo por donde caminara una radiante araña.

La Tejedora levanta las punzantes patas una a una y camina por el borde del acantilado y empieza a bailar mientras los hombres y mujeres grises se alinean tras ella, y vuelve la cabeza y les lanza una traviesa mirada de soslayo con una constelación de ojos que parecen huevos negros. Cada vez que lo hace, la gente que la sigue se detiene y retrocede hasta que la criatura vuelve de nuevo la cabeza y sigue caminando, y entonces ellos la siguen como si no tuvieran otro remedio.

Salta sobre el borde del acantilado, y todos corren hacia allí, y la ven, descendiendo por la pared de roca con la exquisitez de una joven con zapatos de tacón. Corre, echa a correr, hasta que su absurda e inmensa forma desciende como un proyectil y se encuentra junto a los cimientos del puente, las vigas que brotan de la roca a medio camino del fondo, y la Tejedora da un salto y sin pasar por el espacio intermedio se encuentra de repente sobre el tocón, la media cúpula de la construcción inacabada, y, empequeñecida por la distancia empieza a dar vueltas, como la rueda de una carreta, se convierte en una rueda sin llanta y se mueve rápidamente sobre las traviesas de las que, durante el día, se cuelgan los rehechos mono para trabajar.

… Y SE ROMPE Y ROMPE…
la voz de la Tejedora se oye con tanta claridad como si estuviera junto a Judah…
EMPUJA BRUJA ESPERAN CON CEBOALIENTO Y ANSIENTES POR TU INTERVENCIÓN DIABLOS DEL MOVIMIENTO DELEITE ACEITE CITA LA CÍTARA TORRE CORRE NO VIRES TE VAS YA TE VAS VIENE A CUENTO A TIEMPO AQUELLOS LOS DE LA LLANURA HOMBRES-VAPOR…
y entonces desaparece y la débil luz de la noche regresa reptando a los ojos de Judah. La Tejedora ha desaparecido y los hombres y mujeres del ferrocarril han de pasar muchos segundos contemplando la forma dejada por la ausencia de la araña junto al puente para poder marcharse. Alguien se echa a llorar.

Al día siguiente, un puñado de hombres aparecen muertos. Están mirando el techo de sus tiendas o el cielo, con ojos totalmente descoloridos, y sonríen como si experimentaran un quedo placer.

Hay un viejo que enloqueció hace tiempo y que ha venido siguiendo las vías en completo silencio durante kilómetros, sentado mientras los peones blandían sus martillos y las putas vendían liberación, un hombre convertido en mascota, en golpe de suerte. Tras la aparición de la Tejedora se detiene en la boca del túnel y empieza a declamar, primero con meros sonidos disparatados y luego con palabras. Dice que es el profeta de la araña, y aunque no obedecen las órdenes que les da, los trabajadores del ferrocarril lo miran con vacilante respeto.

Camina entre la forzosa holganza de los peones. Grita a los excavadores que depongan los picos, se desnuden y escapen corriendo hacia el norte, hacia los rincones desconocidos del continente. Les grita que copulen con las arañas en la tierra. Son todos prisioneros de las toberas de hilatura de la Tejedora. Están enmarañados en una configuración nueva.

»Hemos visto una Tejedora, dice Judah. »La mayoría de la gente nunca la ve. Hemos visto una Tejedora.

Al día siguiente, las mujeres se ponen en huelga.

»No, dicen a los hombres que acuden a sus tiendas y las miran sin entender. Las mujeres se plantan con las pocas armas que tienen y forman una milicia. Un piquete de andrajos y corsés.

Son docenas, decididas y sorprendidas ellas mismas. Rechazan a los peones, a los excavadores, a los gendarmes. Los desairados se reúnen. Una contramanifestación de hombres ceñudamente excitados. Murmuran. Algunos de ellos van a masturbarse detrás de las rocas. Otros sencillamente se van. La mayoría se queda.

El polvo de los dos grupos se levanta cuando se encuentran frente a frente. Aparecen los gendarmes: no saben qué hacer. Las mujeres no hacen nada, solo se niegan, y los hombres se limitan a esperar. »Sin pasta —dice Ann-Hari,»no hay polvo. Sin pasta no hay polvo sin pasta no hay polvo.

»No vamos a seguir haciéndolo a crédito, le dice a Judah. »Desde que llegamos aquí no hay dinero, y todos siguen haciéndolo a crédito. Nuestros hombres, los gendarmes y ahora los trabajadores nuevos. Y por aquí hace mucho que no veían a una mujer. Nos hacen daño, Judah. Vienen y te dicen, súbete aquí chica, y no puedes decirles que no y sabes que no te van a pagar.

»Cyra ha perdido un ojo, le dice. »Vino un excavador y le dijo, súbete aquí, ella le dice que no y él le pegó tan fuerte que le reventó el ojo. Belladona tiene un brazo roto. Sin pasta no hay polvo, Judah. A partir de ahora, el dinero primero.

Las mujeres defienden Villafolla. Organizan patrullas armadas con palos y estiletes; hay una línea del frente. Hacen turnos para cuidar de los niños. Seguro que algunas de ellas no están de acuerdo con la confrontación, pero las demás las obligan a callar y a mostrar solidaridad. Ann-Hari y las otras menean las faldas y se ríen cuando los hombres miran. Judah no es el único amigo de aquellas putas enfurecidas. Shaun Sullervan, Cañas Gruesas, él y un puñado de hombres más, las observan juntos.

»Vamos, chicas, ¿qué es lo que pasa?, dice un capataz. »¿Qué ocurre? ¿Qué queréis? Os necesitamos, preciosas. Sonríe.

»No vais a volver a pegarnos, John, dice Ann-Hari. »No aceptaremos más promesas. Pagad; hasta entonces, nada de polvos.

»No tenemos dinero Ann ya lo sabes cariño…

»Eso no es problema mío. Que Wrightby pague a sus hombres, entonces… Sacude las caderas.

Aquella noche un grupo de hombres, con una mezcla de educación y rabia, trata de abrirse camino por el piquete, pero las mujeres se interponen en su camino y los golpean, y los hombres se retiran sangrando por la cabeza y gritando tanto de sorpresa como de dolor. »Estúpida zorra asquerosa, grita uno de ellos. »Estúpida zorra, me has dado en la cabeza, joder, zorra.

Al día siguiente tampoco dejan que las toquen, y no hay ninguna novedad que aligere la tensión. Un hombre se saca la polla y la menea en dirección a ellas. »¿Qué decís de dinero?, grita. »Ya os daré yo dinero. Comédmela, putas zorras avariciosas. Entre la multitud hay algunos hombres que sienten afecto por estas mujeres con las que han compartido el viaje y a los que no les gusta esto, y le dicen que se calle, pero hay otros que aplauden.

»Conseguid dinero y luego venid, gritan las mujeres. »No nos echéis la culpa a nosotras, malditos bastardos.

Hay una nueva incursión en su campamento. Esta vez son los excavadores. Es un pelotón de castigo, buscando una víctima a la que violar. Pero salta la alarma, un grito lanzado por unas rehechas a las que han enviado a lavar la ropa cerca de las tiendas de Villafolla. Al ver a los hombres que se aproximan a hurtadillas empiezan a gritar y los excavadores se les echan encima para silenciarlas. Un pelotón de prostitutas acude corriendo.

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