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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (29 page)

BOOK: El consejo de hierro
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En respuesta a los piquetes, la presión sobre los rehechos aumenta. Los capataces aseguran a los huelguistas que se está haciendo todo lo posible para enviar el dinero cuanto antes, y entonces se vuelven hacia los rehechos, que están allí para compensar las huelgas. Los hombres alterados y encadenados se inclinan bajo los golpes y los embrujos de los guardias-taumaturgo; se encorvan bajo el peso de sus propios miembros y de las cargas que llevan.

»Puto inútil, grita uno de los supervisores, mientras golpea a un hombre caído que tiene un manojo de ojos delicados en las manos. »¿Para qué coño sirve seguir creando rehechos si son pavos reales como tú? Todas las semanas les digo que necesitamos rehechos para trabajar, no tíos raros. Levántate y ponte a trabajar, joder.

Los hombres libres y los cactos contemplan el trabajo de los penados y no pueden impedir que el ferrocarril siga avanzando. Se encogen de hombros y observan.

»Estúpidos montones de costra, dice un cacto.

Los rehechos les inspiran lástima, pero no pueden perdonarles que desactiven las huelgas. Los trenes con la paga siempre acaban llegando.

Una absurda orgía de especulación, en la que nadan los financieros como grandes ballenas en un cieno de dinero robado e inventado, mientras el precio del terreno y las acciones de la FT suben como la espuma. No durará siempre. Cuando se compruebe que los beneficios no llegan con la rapidez esperada, cuando el tufo de la corrupción de la FT y la colusión del gobierno alcancen niveles insoportables, la endeblez de la base quedará al descubierto. Cuando los ricos tienen miedo, muestran su auténtico rostro. Nosotros decimos: ¡Un gobierno para el pueblo, no un gobierno de negreros!

Los rehechos se plantan. Uno de ellos recibe una paliza de muerte, y aunque no es el primero, es un hombre mayor y bastante querido por sus camaradas, muchos de los cuales se niegan a trabajar al día siguiente y organizan un bronco funeral. La situación, que no conoce precedentes, es digerida. Mensajes de ida y vuelta recorren las vías.

Los capataces forman una fila junto a la vía del tren con los rehechos más díscolos. La torreta del tren perpetuo gira.

Oh, dioses
, piensa Judah.

»Todo el que quiera volver al trabajo ahora mismo, que levante la mano, dice un capitán. Los rehechos están confusos. El oficial no espera ni cinco segundos antes de darse la vuelta. Hace una señal y la torre dispara.

Cae una salva en medio de los prisioneros. Más tarde, Judah comprende que debe de haber sido un proyectil sin metralla, para evitar que el tren sufriera daño. En este momento, lo único que oye y ve es el fuego y la explosión, y el claro sanguinolento que se ha abierto entre las filas de los rehechos.

Un hombre fuerte y que conozca su trabajo puede clavar un remache en tres martillazos. A muchos hombres les hacen falta cuatro. A los cactos y a la mayoría de los rehechos con sistemas impulsados a vapor, dos. Hay tres prodigiosos y respetados cactos capaces de hacerlo de un solo golpe. Hay también una mujer rehecha que puede hacerlo, pero en su caso esta capacidad se considera grotesca.

Judah es remachador libre. No hay nadie en la estructura de la FT por encima de él. Convierte cada remache en un gólem y le encomienda la tarea de hundirse en la tierra, así que con cada golpe que le asesta, el remache se esfuerza por clavarse.

Cuando escucha los golpes metálicos de su martillo le parece estar oyendo la respiración de un lanzancudo.
Ah, ah, ah. Ah ah ah
. Esto lo devuelve al voxiterador, y allí escucha y desmenuza los elementos de los sonidos, los ritmos solapados. Judah se fija en que Cañas Gruesas, de espaldas al corral de los rehechos, está hablando con alguien al que no mira. Hay un hombre reconfigurado detrás de la valla, parado allí como por casualidad, pero Judah sabe que está escuchando.

Estando con Cañas Gruesas, vuelve a encontrarse con Ann-Hari.

Judah corteja la amistad del militante cacto. Hablan del ferrocarril y de la extraña región rocosa que están cruzando y del frío seco de este invierno tardío, y de los rumores que les llegan por las vías, reptando, como vagonetas lentas. Los trabajadores de Myrshock están de nuevo en huelga, el gobierno de Mar de Telaraña, con absurda regularidad, vuelve a caer.

Comparten tabaco y drogas junto a las fogatas de Villafolla, y algunas de las mujeres se unen a ellos. Entre las temblorosas sombras proyectadas por el fuego, Judah ve a Ann-Hari. Viste con la provocativa funcionalidad de una prostituta. La ve, y ella a él, pero mientras que él se pone en pie, grita y corre a su encuentro, ella se limita a sonreír.

Deja que Judah la acompañe. Ann-Hari la prostituta se ha convertido en enfermera, en organizadora, en una madame del arroyo. Se ha convertido en consejera, gracias a una insólita cualidad —una combinación pastoral de experiencia y credulidad— que provoca que las chicas más jóvenes y nuevas busquen su consejo. Ann-Hari habla con Shaun y con Cañas Gruesas. Ann-Hari organiza e interviene.

Judah la ve junto al corral de los prisioneros. De noche acude a una sección de la valla que no está vigilada por los guardias, y hace lo mismo que Cañas Gruesas, de espaldas a la cerca, con un rehecho tras ella, fingir que está allí por mera casualidad.

Hay otro hombre allí, un muchacho de menos de veinte años. Corre hacia ella impulsado por el pánico que a veces se apodera de los rehechos. Judah se adelanta. Cuando sufren uno de estos ataques de psicótica repulsión, a veces se lastiman o hieren a otros, y Judah teme que pueda alcanzar a Ann-Hari a pesar de las cadenas. Pero entonces escucha lo que están diciéndose y se detiene.

»Voy a morir voy a morir, no puedo seguir así, tengo frío, mírame, dice el muchacho. Se rasca las hipertrofiadas patas de insecto que irradian de su cuello como una estola y que le aprietan y arañan la piel. »Voy a escapar.

»¿Adónde?, pregunta Ann-Hari.

»Seguiré las vías hasta llegar a casa.

El contacto de Ann-Hari está observándolos. Tiene un integumento de tuberías y pistones clavado en la carne, un esqueleto a vapor por dentro y por fuera.

»Seguirás las vías.

»Me vuelvo a casa. Me uniré a los librehechos.

»¿Vas a volver a Nueva Crobuzón? Eres un rehecho. ¿Quieres ir allí? ¿O te convertirás en librehecho? Para vivir robando, como un bandido. Están a muchos kilómetros de aquí. Nunca se acercan tanto. Los gendarmes te matarán antes de que hayas recorrido treinta kilómetros.

El muchacho guarda silencio un momento.

»Iré al sur. Al norte. Al oeste.

»Al sur está el mar. A cientos de kilómetros de aquí. ¿Sabes pescar? ¿Al norte, a una llanura vacía y a las montañas? ¿Al oeste? Muchacho, al oeste está la zona cacotópica. ¿Eso es lo que quieres?

»No…

»No.

»Pero si me quedo aquí moriré…

»Puede. Ann-Hari se vuelve y lo mira, y Judah se da cuenta de que ella sabe que lo está viendo, y la cosa que lleva dentro empieza a despertar. »Muchos de nosotros vamos a morir en este camino. Puede que tú seas uno de ellos, y te entierren como un hombre libre bajo el hierro. Puede que no. Estira el brazo y coge la cadena. Casi lo toca. Las patas de insecto de su cuello tiemblan. »Ahora estás vivo. Sigue vivo por mí.

Judah no puede hablar. No cree haber visto al muchacho antes.

Ann-Hari no se acuesta con él, aunque sí que lo besa, durante largos y jadeantes momentos, cosa que no hace con nadie más. Pero cuando él quiere ir más allá, ella, con una escrupulosa decisión que lo perturba, le pone precio.

»No soy uno de tus clientes, le dice. Ann-Hari se encoge de hombros. Judah comprende que no es la venalidad lo que la motiva.

La primavera ha llegado de nuevo y flota un intenso olor a metal recalentado junto a las agujas del ferrocarril. Con el frío el avance ha sido muy lento, pero ahora, a medida que los hombres van despojándose de la ropa, el ritmo mejora y los peones van ganando terreno a los niveladores.

Se encuentran en las grandes vegas que rodean a Mar de Telaraña. Con los primeros calores, el tren perpetuo llega a una implacable llanura de polvo alcalino que se acumula en los ojos y en la boca como las legañas y que pica como el fluido embalsamador. Es como si conservara el calor, así que las cuadrillas pasan del frío del invierno a un calor aplastante y reseco. La ciudad ferroviaria parece mugrienta y en desorden. Al ganado le salen llagas. Su carne se estropea. Hay una caravana constante de cisternas yendo y viniendo de los pozos y ríos con los que se encuentran.

La tierra está viva. Se hunde bajo sus pies y aparecen los buches y los colmillos de enormes depredadores del polvo. La tierra se comba. Hay una tormenta de arena, una lluvia de discos de roca que remontan el vuelo y azotan el tren. »Estamos en las quebradas. Todo el mundo lo dice.

Los equipos científicos regresan del desierto de polvo, azuzando sin parar a sus babeantes y aterrorizados camellos, y en su carromato traen a un hombre recubierto de pies a cabeza por una capa de cieno rígido, no, es una estatua, no, es un hombre cubierto de acrecencias, tumores de roca. Lo envuelven, formando una forma de hombre cuyos miembros están temblando.

»Salió de repente del suelo…

»Pensamos que era niebla…

»Pensamos que era el humo de una fogata…

Es una nube de humorroca que se ha asentado rápidamente. Tienen que usar el cincel para quitársela. El caparazón sale con parte de la carne.

Días después, el tren perpetuo llega a los residuos de este escape. Hay lánguidas estrías de humo totalmente inmóvil. La nube ha adoptado formas de imposible esbeltez, volutas flotantes, insinuantes, fumarolas cubiertas de bucles y más bucles. Más duros que el basalto, vapores de roca.

Se ha posado sobre el firme de la vía, y los hombres más fuertes llevan sus mazos a las nuevas formaciones. Se agarran a aquellos momentos de viento fosilizado y es como si estuvieran aferrándose al costado de una nube. El humorroca sale en diminutas lascas, y a lo largo de varias horas van abriendo un camino de la anchura justa para que pasen los rieles. Se abren camino a martillazos por en medio de la niebla.

Sufren el constante hostigamiento de los librehechos, que atacan con lo que podría llamarse una petulancia rampante. ¡L
OS LIBREHECHOS NO SON EL ENEMIGO
!, dice una nueva serie de carteles manuscritos, pero esto no resulta fácil de creer para los trabajadores que ven las consecuencias de sus asaltos.

Judah no termina de entender lo que quieren los librehechos. Algunos de ellos caen en los ataques. Judah no lo ve, pero le cuentan que un montón de cadáveres de librehechos, algunos de ellos recientes, han sido colocados sobre la vía para que el tren perpetuo los haga pedazos. Roban algo de hierro, maquinaria, algunas cabezas de ganado. ¿Merece la pena?

La tierra va ascendiendo hacia tierras y árboles más altos. Los equipos de nivelado, frenados por la repentina corrugación del terreno, están cada vez más cerca; se han encontrado con excavadores que llevan dos años abriendo un túnel en el granito y todavía no han conseguido atravesarlo.

Una inundación se acerca, un riachuelo de color marrón. Es la población entera de insectos de un bosque, que huye de los niveladores y taladores.

Los hombres maldicen y tratan de buscar refugio. Los insectos, millones de cuerpos duros, caen sobre los peones: la quitina corta. Son grandes como pulgares de cacto. Luchan ciegamente contra el tren. Se inmolan en los engranajes y bajo las ruedas, en una carnicería grasienta que vuelve resbaladizos los raíles. Hay que echar arena para garantizar la tracción.

Tras el tren perpetuo se eleva un coro de chillidos cuando los insectos alcanzan a las putas, los pocos mendigos que han sobrevivido hasta aquí y el ganado, el rastro del sistema económico que sigue a las vías.

Se adentran en el inhóspito bosque. Los niveladores libran una batalla con los árboles esqueléticos. La tierra los ha combatido y los ha obligado a frenar. Los niveladores alcanzan a los excavadores y los pontoneros, el tren y los operarios alcanzan a los niveladores, las putas y los mendigos alcanzan al tren, y todo se detiene.

La tierra se arruga formando una cresta de roca de casi setenta metros de altura, demasiado empinada para los rieles. El firme de la vía se adentra en un túnel estrecho que está casi terminado. Judah sube a la cima. Al otro lado hay un acantilado que bordea un barranco. Puede ver el puente casi terminado, cuyas vigas asoman setenta metros por debajo y señalan el lugar en el que aparecerá el túnel. Hay hombres metidos en cestas colgantes, introduciendo cargas a presión en los agujeros que han taladrado previamente. Cuando se encienden las mechas, las cestas son rápidamente izadas.

Hay rehechos por todas partes. Las plataformas llegan hasta el fondo del barranco. Los operarios saludan a los recién llegados desde allí. Se produce un reencuentro jubiloso.

Las cuadrillas llevan meses trabajando entre aquellos árboles de color hueso. Parecen hombres hechos de polvo. Los traga-herrumbre y los fogoneros del enorme motor están cubiertos por una capa de polvo del camino. Los burócratas y científicos asoman por las ventanas de sus camarotes al sentir que el tren se detiene; en las alturas, los dracos dan vueltas. Los gatos semisalvajes del tren brincan.

Los excavadores y pontoneros están emocionados por la nueva compañía y aquella noche se celebra una enorme fiesta. Judah bebe. Baila con Ann-Hari al compás de una zamfoña, y ella con él, y luego con Shaun Sullervan y Cañas Gruesas. Fuman; beben. Las drogas baratas y los licores encantados que han elaborado en las destilerías clandestinas dejan mudos a los hombres.

Hay diferencias entre las cuadrillas. Judah se fija en que los excavadores y los pontoneros que llevan tanto tiempo atrapados en las quebradas que ya forman parte de ellas se parecen entre sí mucho más que sus camaradas. En que, a pesar de que, también allí, los rehechos están separados del resto, el punitivo paisaje que los rodea no alimenta unas divisiones tan marcadas como entre los suyos. Es como si la cadena de hierro que los une a Nueva Crobuzón sirviera como conductor para sus prejuicios. Los rehechos del camino de hierro miran a los rechechos locales. Judah comprende que se dan cuenta de la diferencia, y ve que los gendarmes y los supervisores también.

Judah y su cuadrilla tienden las vías en el interior del túnel, hasta llegar al otro extremo. Progresan muy despacio. Los hombres que han vivido allí como gusanos se meten en rincones que apestan a cera para dejarlos pasar. Utilizan fogatas y embrujos lanzados sobre la roca para poder ver. Los amigos de Judah están asustados. Se encogen bajo la mirada de los grandes y pálidos ojos de aquellos excavadores. El golpeteo de sus mazos es espantosamente ruidoso en la oscuridad.

BOOK: El consejo de hierro
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