—¿La Rebelión? —preguntó Sturm, recordando su huida a través del nevado paso montañoso, al cuidado de Soren Vardis.
—Nosotros la llamamos la Protesta —respondió Ragnell con solemnidad—. Cuando las gentes de Lemish, Southland y Solamnia se alzaron contra una Orden intransigente e hipócrita. —Hizo una pausa y esbozó una sonrisa que reveló una dentadura mellada—. También mis fuerzas y yo les molimos los lomos a vuestros jinetes —proclamó—. Soy Ragnell de los Asedios, ¿sabes?
—Me…, me temo que nuestra historia no… recoge ese nombre —contestó Sturm titubeante, discretamente.
La vieja bruja se echó a reír y agitó la sarmentosa mano en el aire lleno de humo, como si barriera de un plumazo tanto su historia solámnica como sus palabras.
—El alcázar de Vingaard cayó bajo mis tropas, como también los castillos Brightblade, Di Caela y Jochnan. Pero fue la caída del alcázar de Vingaard lo que me dio ese nombre.
Aturdido, Sturm se quedó boquiabierto mirando a la vieja que seguía soltando risitas cascadas. En un gesto automático, llevó su mano al cinto, pero sintió un fuerte dolor en el hombro y su brazo colgó insensible junto a su costado.
«Tampoco importaba mucho», pensó con amargura Sturm, mientras recobraba el dominio de sí mismo y su mirada se trababa con la de la mujer sentada ante él. Porque, al fin y al cabo, su espada estaba rota, envuelta en una manta, sobre la silla de
Luin.
Deseó tener a mano una daga, un garrote, veneno; cualquier cosa para acabar con la vida del ser monstruoso que estaba sentado frente a él, refocilándose.
Porque ésta era la druida de quien había hablado lord Stephan Peres aquel día, en la Torre del Sumo Sacerdote. Ésta era la mujer que había puesto sitio al castillo Brightblade; la mujer que, si las más tenebrosas hipótesis eran ciertas, había matado a su padre.
* * *
Mara deambuló por las oscuras y embarradas callejas; los ruidos de la asamblea quedaron atrás y fueron reemplazados por un extraño y expectante silencio, sólo roto por los trinos de ruiseñores, el ulular de búhos y, de vez en cuando, el apagado e inquieto relincho de un caballo en el establo.
Siguió este sonido hasta una cuadra, en las afueras del pueblo.
Luin
estaba allí, en efecto, y a su lado se encontraba
Bellota,
tranquila al disponer de paja y refugio. Durante un instante, Mara vaciló, parada ante los animales, tentada con la idea de darse a la fuga. Silvanost estaba a unos quince días de cabalgada tranquila desde Rolde de Cerros Pardos, y a lomos de un caballo saludable podría encontrarse al pie de la Torre de las Estrellas al cabo de diez días.
Pero había que pensar en Cyren, que se había escabullido a la primera señal de dificultades, y que sin duda estaba rondando por la cercana llanura, haciendo su tela, lamentando su captura y sobresaltándose con cualquier ruido de la noche. Hasta que no lo encontrara, no podía plantearse la huida.
Además, estaba Sturm Brightblade. Era un patoso, sí, y su estúpido concepto del honor le había costado a ella años de espera, el reencuentro con el ser amado, y casi la vida en el río Vingaard. Pero el honor, aunque sea el de un necio, no deja de ser honor. Fueran cuales fueran los desastres a los que Sturm se había expuesto, lo había hecho con la mejor intención.
Allí, en el establo que olía a heno, Mara apoyó la cara en el cálido flanco de la pequeña yegua de Jack Derry.
Bellota
resopló adormilada, pensando sin duda en un bien merecido sueño después de una bien merecida cena.
—No puedo marcharme y dejar solo a ese simplón, ¿verdad? —preguntó Mara a nadie en particular, con la mejilla recostada en la grupa de
Bellota—.
Alguien tiene que quedarse con él y protegerlo. La gente de Lemish no tienen mucha simpatía a los de su clase, y aquí está en un pueblo hostil, bajo arresto, y…
Hizo una pausa. Escuchó atenta, aguzando al máximo sus perspicaces oídos elfos, pero el ruido lo había hecho un ratón, en el sobrado.
—Y desarmado —continuó en un susurro—. ¡Pero eso tiene fácil remedio!
Rápidamente, la doncella elfa cogió la espada rota, todavía envuelta en una manta, y salió en busca de la herrería.
* * *
Weyland, el herrero, era corpulento incluso comparado con los hombres que se dedicaban a su profesión, y la circunferencia de sus antebrazos igualaba la de la cintura de Mara. Aunque su comportamiento era bastante amable y sus modales agradables, su imponente físico la amedrentaba, y Mara remoloneó cerca de la puerta de la fragua en tanto que el prodigioso herrero tomaba asiento en un banco y desenvolvía la espada.
—Otra vez ésta, ¿eh? —comentó, con una voz que retumbaba como un desprendimiento de rocas ladera abajo.
—¿Otra vez? —preguntó Mara—. ¿Quieres decir que ya la habías visto antes?
—Desde luego, señora —contestó el herrero mientras giraba la magnífica empuñadura solámnica en su enorme y tiznada mano—. Es fácil recordar una espada como ésta, que sin duda ha pasado de generación en generación. En ese sentido, aquí, en Rolde de Cerros Pardos, la única herencia que dejamos es la pobreza. Vi esta espada hace… unas seis semanas. A mediados de invierno, sí, cuando Lunitari empezaba su aproximación a…
—Al mismo sector celeste al que se dirigía la luna blanca —dijo Mara. Estaba sorprendida de que el herrero supiera tanto de astronomía—. El muchacho que te la trajo…
—No era un muchacho, señora, sino un hombre maduro —la corrigió el herrero, sin dejar de examinar el arma—. Por el acento, era del norte, pero no soy de los que preguntan a otros sus orígenes.
Soltó la espada rota, primero la hoja y después la empuñadura, sobre el banco que había frente a él; su expresión era pensativa, sagaz. Siguió con un dedo el trazado de las runas grabadas a lo largo de la hendidura central de la hoja.
—Pero debería habérselo preguntado —comentó Weyland—, a la vista de lo extraño de su petición y todo lo demás. Quería que hendiera el acero.
—¿Hendirlo?
—Una hendidura del grosor de un cabello. Un punto de tensión en el metal —repuso el herrero mientras gesticulaba con una de sus enormes manos. Podría haber seguido, enumerando los múltiples modos en que podía hacerse defectuosa una hoja de acero.
Sin embargo, aunque sabía cómo llevarlo a cabo, no se sentía inclinado a ello. Una mueca de desprecio y asco curvó la comisura de sus labios, y escupió sin el menor reparo en el horno.
—No hago esa clase de trabajo —explicó—. Estropear un arma es labor de bribones. —Miró la hoja amorosamente y la cogió otra vez—. Es de bárbaros deteriorar un acero como éste. Pero aquel hombre era un señor, montaba un estupendo corcel negro e iba acompañado por un sirviente que también iba a caballo, de manera que te hacía pensar que iba en alguna comitiva por el país. Quería que estropeara la espada, que la hendiera de tal forma que se rompiera sin posibilidad de reparación, que se quebrara como si fuera porcelana, en un montón de pedazos que no volvieran a poderse encajar entre sí.
—¿Su nombre? —preguntó Mara.
—Oh, eso no puedo decírtelo, señora. Nunca lo mencionó. Ni siquiera volvimos a hablar después de que me negué a complacerlo. Se limitó a montar en su caballo y se marchó del pueblo muy ofendido, diciendo que podía encontrar a otro que haría el trabajo mejor. Me pregunté entonces por qué había viajado tan al sur buscando a un herrero si había uno tan bueno en su propia tierra. —Weyland estrechó los ojos y examinó el filo de la hoja.
»
Pero creo que no lo consiguió. Mi maestro podría haberlo hecho… Únicamente él, entre todos los herreros que conozco, tenía la destreza para lograrlo.
—¿Tu maestro? —repitió Mara. El aplomo y la seguridad del hombretón que tenía ante ella no apuntaba la posibilidad de que tuviera un maestro. No podía imaginar a Weyland de aprendiz.
—Oh, sí, desde luego. Era solámnico, y oía voces en el metal. Pero era tan contrario a la traición como yo, y era el único herrero, aparte de mí, capaz de causar o arreglar lo que ves ante ti.
Mara le dirigió una mirada interrogante, y Weyland asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Puedo arreglar esta espada, señora, y lo haré con mucho gusto.
—Gracias —susurró Mara.
Ahora tenía que discurrir la manera de pasarle el arma al prisionero. Se despidió del herrero con una breve y rápida inclinación de cabeza, salió de la forja, giró la esquina y corrió de regreso al establo. Entre las cosas que llevaba en el enorme paquete, que Sturm había cargado sobre su espalda la mayor parte del viaje, iban escondidos un arco y flechas.
El paquete se hallaba abierto sobre dos balas de paja. Mara habría jurado por su vida que estaba envuelto y atado cuando había cogido la espada y salido del establo. Pero el edificio se encontraba a oscuras y ella había actuado con precipitación. Sin duda, la memoria le fallaba y estaba equivocada.
Fuera como fuese, ahora se hallaba abierto. Sus pertenencias estaban desparramadas bajo la tenue luz de luna que se colaba en el establo: un arpa de bronce y tres flautines dos túnicas y una bolsita en la que guardaba su colección infantil de conchas, el broche de Cyren y el anillo con el sello del dragón verde de la familia Calamón…
El arco no aparecía por ninguna parte. Se arrodilló sobre la manta y rebuscó entre sus tesoros y la bala de paja con una creciente inquietud.
—¿Es esto lo que buscas, señora? —preguntó una voz ronca, a sus espaldas.
Mara se volvió con rapidez. El capitán Duir estaba de pie a su lado, sosteniendo el arco y la aljaba con las flechas. Lo acompañaba el corpulento guardia, Orón, en cuyo rostro se advertía una cierta decepción.
—Oh, sentimos haber encontrado este arsenal —comentó el capitán con una sonrisa torcida—. Y aún sentimos más el que hayas regresado a recuperar tus armas, abusando de la buena voluntad y la confianza de Ragnell la Druida. Supongo que tu siguiente paso era… ¿marcharte?
—No —contestó Mara; el capitán estrechó los ojos.
—Bien, pues si tenías intención de llevar armas en un lugar tan pacífico como nuestra aldea, ¿cuál era el propósito?
—Yo…, yo… —comenzó Mara, pero enmudeció al comprender que Duir la había hecho caer en la trampa.
—No veo otra opción que disponer un cuarto para ti también en la casa redonda —dijo despacio el capitán, mientras Orón avanzaba hacia ella, con la enorme manaza extendida—. La libertad de moverte por Rolde de Cerros Pardos era un privilegio concedido gustosamente por Ragnell, ¡pero tú has demostrado ser más solámnica que kalanesti!
La escoltaron por las calles y pasaron ante la herrería. Weyland tapaba con su corpachón el vano, interceptando la luz de la forja que ardía a sus espaldas. Los siguió con la mirada mientras la conducían hacia la casa redonda y a la celda adyacente a la del arrestado solámnico.
Weyland sacudió la cabeza, absorto en ideas lejanas y sombrías. Luego se dio media vuelta y entró en la forja, cerrando la puerta tras de sí; recogió la larga hoja de acero que estaba en el banco, reluciente con destellos plateados y rojos a la luz del fuego.
De no haber estado soplando con el ruidoso fuelle, habría oído pasar a alguien más, ya a altas horas de la noche, cuando la gente de la aldea se había retirado a sus chozas circulares con lechos de paja. En el exterior, algo cruzó a hurtadillas, avanzando con cuidado por un callejón cercano, sin hacer otro ruido que un leve chirrido, como el de un grillo. Sin embargo, en aquel extraño e inhumano lenguaje había palabras humanas, temores humanos y lamentos.
Lo que sabía la druida
Sturm pasó tres días solo en su celda abovedada.
El cubículo en el que lo habían metido era poco más grande que una cuadra y no tenía ventana. Las paredes laterales formaban un todo con el techo, que trazaba una línea descendente por la parte del fondo, donde estaba el colchón de paja. La pared delantera medía tres metros y medio de alto, sobre la cual sólo se veía el techo y parte del agujero central, situado encima de la hoguera. Por las noches, alguna que otra estrella brillaba a través del orificio, y una mañana, muy temprano, Sturm creyó atisbar el filo plateado de Solinari al borde del agujero. Sin embargo, la mayor parte del tiempo, la vista que ofrecía la apertura era tan monótona como las paredes que lo rodeaban, con su puerta cerrada y guardada por unos fornidos milicianos.
Los soldados sólo hablaban el idioma lemish, y se mostraban desconfiados con su cautivo solámnico. Dos veces al día, uno de ellos asomaba la cabeza por la puerta, empujaba un sucio plato de arcilla hacia Sturm, y después volvía a cerrar rápidamente, dejándolo de nuevo a solas con sus gachas de avena y sus pensamientos.
Todo el asunto de Jack Derry lo preocupaba, y mucho. Era muy raro que ninguno de los lugareños, desde la druida hasta los guardias de su celda, supiera nada del jardinero.
Pero más apremiante que esta incógnita era la de Mara. Sturm había dado por sentado que la joven estaba a salvo, pero una noche le pareció oír, en un par de ocasiones, su voz en algún sitio cercano. A la noche siguiente, habría jurado que se escuchaba el apagado y lastimero sonido de una flauta en el cuarto que había junto a su celda.
La tercera noche de su cautiverio, oyó de nuevo la música de la flauta. Entonces, como ya había ocurrido una vez en la llanura, escuchó el antiguo himno elfo, y a continuación, claramente, los tristes versos se elevaron en el aire del edificio, cabalgaron sobre el humo y se perdieron en la noche estrellada.
El viento
hace que pasen los días.
En cada estación, en cada luna
surgen grandes reinos.
El respirar
de la luciérnaga, del pájaro,
de los árboles, de los hombres,
se funde en la palabra.
Duerme ahora,
nuestro viejo amigo,
arrullado entre los árboles.
Llamándonos.
La edad,
los miles de vidas
y de historias que los hombres
se llevan a su tumba.
Pero nosotros,
generosos en
gloria y poesía,
nos unimos a la canción.
Sturm cerró los ojos y escuchó intensamente, con los pensamientos y sentidos libres de toda distracción. Mara había hablado del canto encubierto en los silencios, de la magia recreada por el modo blanco inaudible a casi todos los oídos. ¿Llevarían algún mensaje oculto los versos que cantaba?