El monstruo arremetió una y otra vez con su arma, pero en cada ocasión Sturm se escabulló, demasiado ágil y veloz para él. Detrás de esta extraña y mortífera danza,
Labio Partido
empezó a perder la paciencia. Vigilando al larguirucho bandido cada vez que podía apartar unos instantes la vista del goblin, Sturm vio que el hombre adelantaba otro paso, fintaba y después pateaba el suelo con rabia cuando de nuevo su diana se puso a salvo de un salto.
La situación podría haber continuado así hasta que Sturm se hubiese cansado y el garrote del goblin o la daga arrojada hubiesen dado en el blanco, pero
Labio Partido
estaba demasiado impaciente. Con un grito de frustración, el larguirucho bandido lanzó la primera de sus dagas.
La hoja se hundió en la espalda del goblin, que cayó de bruces al río. Sonriendo,
Labio Partido
enarboló la segunda daga y la lanzó sobre Sturm, que estaba de pie, jadeante y paralizado por la sorpresa y la fatiga.
El joven vio levantarse el brazo del bandido y el gesto brusco de lanzamiento; la daga centelleó en el aire, veloz como un meteoro. Entonces algo golpeó a Sturm en el costado, y el muchacho cayó en el momento en que la daga pasaba silbando junto a su oído. Jack Derry estaba arrodillado a su lado, con la espada empuñada.
—¡Agáchate, Jack! —gritó el joven jardinero, y a continuación giró veloz sobre sí mismo para enfrentarse a
Labio Partido.
Aturdido, falto de aliento, Sturm intentó incorporarse, pero no lo logró.
«¿Jack? —pensó—. ¿Por qué me ha llamado Jack?»
Pero no había tiempo para hacer conjeturas. Jack Derry se abalanzó sobre
Labio Partido,
que sacó otra daga y la arrojó directamente al pecho del joven. Jack levantó su espada con una rapidez casi increíble y, poniéndola ante su cuerpo, desvió la daga con destreza.
Labio Partido
se dio media vuelta y echó a correr, pero se frenó en seco cuando un cuchillo se hincó en el centro de la espalda del bandido. Con la agilidad de un gamo, Mara sobrepasó a Sturm de un salto, cogió una daga del cinturón de Jack y tomó posiciones para la batalla, junto al jardinero.
Sturm se puso de pie con gesto de agotamiento. Miró hacia el río, donde siete bandidos yacían muertos, víctimas de la temeridad y rapidez de Jack. Pero diez más, quizá doce, se iban aproximando en la distancia, blandiendo espadas y lanzando gritos con el bronco acento de Neraka.
—¡Vete de aquí, Jack! —gritó el jardinero a Sturm, que avanzó unos pasos tambaleantes hacia él, alarmado y desconcertado—. ¡Y llévatela contigo! —dijo, señalando a Mara—. ¡Saben los dioses lo que le harían!
—P… pero… —comenzó Sturm. Jack lo interrumpió con brusquedad.
—¡Vete, Jack! —gritó el jardinero a voz en cuello mientras sacudía el oscuro cabello para dar énfasis a sus palabras—. Protege a esta mujer… ¡Y no olvides que una bellota nunca cae lejos del árbol!
Dio un paso hacia Sturm con actitud amenazadora, al tiempo que blandía la espada. Sturm, convencido de que su compañero había perdido la razón, retrocedió un paso. Mara corrió a su lado, lo agarró por el brazo y tiró de él hacia el sur, por la orilla del río.
—¡Aprisa, Sturm! —apremió en un susurro mientras lo arrastraba materialmente sobre unas raíces de vallenwood—. ¡Ahora es tu oportunidad de rescatarme!
Por completo desconcertado, el joven echó un último vistazo al valeroso jardinero y luego se dio media vuelta. Aunque no tenía madera de héroe, Cyren había sido lo bastante ingenioso para conducir a los caballos hasta la ribera. Los animales pateaban el suelo con nerviosismo, en tanto que sus grandes ojos espantados iban una y otra vez hacia la agazapada araña. Sturm montó en
Bellota
y aupó a Mara a la silla; la muchacha había cogido las riendas de
Luin
y llevó a la gran yegua solámnica a remolque. Como si la fuga hubiese estado planeada desde hacía meses,
Bellota
inició un trote vivo y los sacó del radio de alcance de las flechas y por último del alcance del oído. Sturm miró atrás una última vez antes de que las ramas y la maleza le taparan la vista del río. Jack sonreía con valentía, enmarcado por ramas, agujas y hojas nuevas. Lanzaba pullas a los bandidos mientras blandía su espada y bailaba con un peculiar estilo obsceno que Sturm creyó recordar de unos tiempos perdidos y nebulosos.
Por el momento, los bandidos no atacaban. Jack les había demostrado su pericia con la espada, y ninguno de ellos tenía ganas de ser el primero en poner a prueba su técnica. Pero esta situación no duraría mucho. Sturm sacudió la cabeza, y una gran tristeza lo acometió mientras se volvía hacia la senda que tenía ante sí y dejaba atrás a Jack Derry. Si no hubiera sido por Mara, habría estado luchando junto al jardinero, codo con codo, haciendo frente a los hombres de Neraka y a los goblins hasta que llegara la victoria o la muerte. Pero la muchacha era una criatura indefensa, débil y…
—¡Mantén los ojos en la senda, solámnico! —ordenó la indefensa y débil criatura mientras le propinaba un tirón de orejas para llamar su atención—. ¡No permitiré que Jack Derry haya arriesgado su estúpido cuello para que acabemos rompiéndonos los nuestros!
* * *
Viajaron durante una hora sumidos en el silencio y sus propios pensamientos.
Sturm ocultaba el rostro en los oscuros pliegues de la capucha; aunque apenas conocía al jardinero, lamentaba profundamente su triste final, si bien se sentía tan perplejo como entristecido.
—¿Por qué me llamó Jack? —dijo por último a Mara mientras cabalgaban bajo un cielo cada vez más oscuro, a medida que la noche caía.
La doncella elfa buscó algo entre las pieles con que se cubría. La luna centelleó en la flauta de plata que sostenía en la mano.
—Para que lo atacaran a él y no a ti, simplón —replicó, y luego se llevó la flauta a los labios.
—No lo entiendo, Mara —dijo Sturm, interrumpiendo las primeras notas musicales.
—¿Recuerdas las trampas y emboscadas de las que te habló Jack? Las que Bonito…
—Boniface —la corrigió Sturm—. Lord Boniface de Foghaven.
—Boniface, Bonito…, qué más da —dijo Mara quitando importancia a ese detalle—. Quienquiera que intentaba hacerte fracasar o acabar contigo. A mi entender, Jack imaginó que los bandidos eran una de esas emboscadas.
—Y el llamarme Jack… —comenzó Sturm, al abrirse paso en su cerebro la luz.
—Significaba que el otro joven humano era el que estaban buscando —terminó Mara—. El que haría algo estúpido y muy solámnico, como retenerlos mientras nosotros escapábamos.
—¡Así que Jack… me estaba encubriendo! —exclamó Sturm mientras trataba, en vano, de hacer que
Bellota
volviera al camino.
—¿Sois todos los Brightblade tan perspicaces? —preguntó Mara con ironía—. ¡Domina tu montura, maese Sturm, antes de que nos lleve hasta Neraka de una tirada!
* * *
Se hizo de noche de repente, como sucede a menudo cuando está próximo el final del invierno. Sturm había deambulado a través de pastos altos y granjas, buscando en vano el sendero a Rolde de Cerros Pardos. Al parecer, el paisaje de Lemish occidental era tan monótono como la cara de una luna, e igualmente inhospitalario.
Hasta donde le alcanzaba la vista a Sturm, no se divisaba la luz de candiles o lámparas, no se percibía el olor a madera quemada en el aire, no se escuchaba el ruido de ganado o los ladridos de perros guardianes. Era una región deshabitada y un terreno sin marcas.
Sturm desmontó de la yegua. El paisaje se extendía invariable ante él, y las nubes tapaban las estrellas de manera que no sabía distinguir el norte del oeste, y mucho menos orientarse.
—Esto es Lemish —dijo con gesto desabrido—. Una dehesa de pastizales, ni más ni menos.
Mara se quedó en la silla, escudriñando el horizonte con sus penetrantes ojos elfos.
—Rolde de Cerros Pardos tiene que estar por aquí, en alguna parte —dijo—. De eso estoy segura.
La hierba se movió a sus espaldas y Cyren salió a descubierto, arrastrando tras de sí un blanco filamento.
—Creía que habías estado por estos contornos con anterioridad —comentó Sturm, alzando la vista hacia la muchacha.
—Así es —respondió Mara con voz queda—. Coincidí con Jack Derry una vez, no lejos de aquí.
—¿Qué? ¿Cómo es que lo conoces? ¿Y quién es él realmente? —preguntó Sturm, sacrificando la cortesía solámnica en aras de la curiosidad. Al fin y al cabo, tal vez había algo que la elfa pudiera decirle, algo que los condujera a la aldea, a Weyland, el herrero, y a una consiguiente seguridad.
»
Apuesto mi dinero a que está esperándonos en Rolde de Cerros Pardos. El primer paso para encontrar la aldea es distinguir el oeste del este. Y eso no tardaremos en descubrirlo, cuando amanezca —dijo la muchacha mientras lo observaba con una expresión intensa y escrutadora en tus oscuros ojos.
—Sabes muy bien que no será así —rezongó Sturm—. Es decir, no lo bastante pronto. La zona está plagada de bandidos, y haríamos mal en acampar en medio de ellos.
—Entonces nos guiaremos por las estrellas —proclamó Mara, que acto seguido se llevó la flauta a los labios otra vez.
—¿Estrellas? —inquirió Sturm escéptico—. Señora, mira las nubes y…
Pero la elfa había cerrado los ojos y una música espeluznante salió del instrumento. Era una sencilla canción qualinesti, consagrada a Gilean, el Libro Abierto. Vigorosas, en
staccato,
las notas llenaron el aire, y Sturm miró en derredor con inquietud, convencido de que la música revelaría su posición a los bandidos.
Mara siguió tocando, y un rayo plateado le iluminó el cabello. Por un instante, Sturm pensó que era la muchacha la que resplandecía, pero después, de manera gradual, reparó en que la misma luz le bañaba los brazos y hombros y se propagaba por el cuello de
Bellota
y los flancos castaños de
Luin,
que estaba tras ellos. La blanca Solinari se había abierto paso en el denso manto de nubes, y la calzada que se extendía atrás y adelante era tan visible como si estuviera alumbrada por el sol de mediodía.
—Me lo temía —dijo Mara, una vez que la canción terminó y las nubes volvieron a cubrir el cielo—. Nos hemos desviado un poco hacia el sur. Llegaremos otra vez al río si seguimos en la dirección que vamos ahora.
—¿Cómo…, cómo lo hiciste? —preguntó Sturm mientras, a fuerza de tirones, obligaba a la tozuda
Bellota
a que cambiara el rumbo que insistía en seguir.
—El modo de Gilean, con el Modo Alto de Paladine ocupando sus silencios —repuso quedamente Mara—. Cuando se combinan, es un canto… de revelación. Dispersa las nubes y la oscuridad de la noche, remansa las aguas de manera que puede verse el fondo de estanques y ríos. En las manos de los grandes bardos, desenmascara a quien actúa con doblez. —Sonrió a Sturm, que contuvo el aliento al reparar en la profundidad de sus ojos de color avellana. La muchacha concluyó con voz queda:— Pero yo no soy un gran bardo. Con mi música, hemos tenido la suerte de contemplar un cambio momentáneo en el tiempo.
Sturm enrojeció y asintió con un gesto de la cabeza. Dio otro tirón a las riendas de
Bellota.
—Bueno, las nubes se abrieron el tiempo suficiente —dijo Mara, señalando al este—. Ésa es la dirección que hemos de tomar. Hacia allí se va al Bosque Sombrío.
—¿Pero en qué punto del linde del bosque podemos encontrar Rolde de Cerros Pardos? —preguntó Sturm—. Las estrellas no nos indican eso. ¡Ojalá estuviera con nosotros Jack Derry!
—Ah, pero Jack se ha perdido, o está río arriba o… en alguna otra parte. Y por él seguimos vivos, aunque no más sabios.
—Creyó que yo podría hallar el camino —musitó Sturm con desconsuelo—. Confió en que sería digno hijo de mi padre, que tendría más recursos y seguridad en mí mismo.
—Mi querido muchacho, ¿qué demonios te hace pensar eso? —inquirió Mara con una sonrisa maliciosa.
—Él me dijo: «La bellota nunca cae lejos del árbol». ¿A qué otra cosa puede eso referirse, sino a padres e hijos?
—¿Quizás a algo un poco más… arbóreo? —sugirió Mara—. ¿O tal vez una simple adivinanza que tus ideas sobre padres han impedido que veas? Después de todo, Jack no podía indicarte la dirección a Rolde de Cerros Pardos. Recuerda que los bandidos tienen oídos, y nos habrían rastreado como sabuesos.
Sturm asintió en silencio. Lo que decía la chica tenía sentido. Al fin y a la postre, Jack era un hombre de incógnitas y adivinanzas. Montado en la cada vez más indómita yegua, Sturm escarbó en sus conocimientos sobre botánica y jardinería, del antiguo y mítico calendario de las dríades, que supuestamente seguía un simbolismo de árboles.
No le sirvió de nada. Se sentía tan perdido como si estuviera de regreso en el laberinto del castillo Di Caela o en la niebla más densa del Hombre Verde.
La yegua se desvió otra vez, y el joven dio un furioso tirón de las riendas.
—¡Por los dioses,
Bellota!
¡Cómo no…!
Enmudeció al oír la risa de Mara.
—¿Y ahora qué pasa? —exclamó, consiguiendo con ello que el alborozo de la elfa aumentara.
—Afloja las riendas, Sturm Brightblade —dijo, cuando recobró el aliento.
—Perdona, ¿cómo dices?
—Piensa, Sturm. ¿Quién de nosotros conoce el camino a la aldea de Rolde de Cerros Pardos?
Poco a poco, de mala gana, Sturm abrió los dedos. Las riendas cayeron flácidas sobre la cruz de
Bellota.
Sintiéndose libre, la pequeña yegua varió de rumbo y se dirigió hacia el este a un ritmo constante, después giró al sur, y luego de nuevo hacia el este. Mara empezó a tocar otra vez; en esta ocasión era una antigua canción de Qualinost, a la que acompañó con versos igualmente antiguos.
El sol,
ese ojo maravilloso
de nuestro firmamento,
se sumerge en la noche.
Dejando
al soñoliento cielo
cuajado de luciérnagas,
oscureciéndose de gris.
Duerme ahora,
nuestro más viejo amigo,
arrullado entre los árboles.
Llamándonos.
Las hojas
despiden un frío fuego,
fundiéndose en cenizas
cuando el año acaba.
Y los pájaros,
dejándose llevar por los vientos,
se dirigen al norte
cuando finaliza el otoño.
El día se hace más oscuro,
las estaciones se desnudan.
Pero nosotros
aguardamos el fuego verde
del sol sobre los árboles.