Tampoco el viejo Calotte podía valerse de un encantamiento, pues la Casa de los Místicos tenía que saber siempre si una criatura estaba embrujada o inducida o sometida por cualquier otro medio mágico, y los silvanestis rechazaban sancionar un matrimonio en esas condiciones. Pero cualquier cosa parecía posible si el viejo mago actuaba con astucia y circunspección.
—Fue fácil —explicó Mara con rabia mientras ella y Sturm se detenían a descansar un rato en una loma rocosa que había en medio de la pradera—. Fácil engañar al confiado Cyren, que llegó a él desesperado. Fácil, si alguien está dispuesto y deseoso, convertirlo en cualquier criatura que la mente pueda imaginar o recordar. Fácil para Cyren trepar por la Torre de las Estrellas hasta la ventana donde yo aguardaba.
Mara sonrió y estiró las piernas sobre el duro suelo. Sturm estaba de pie a su lado contemplando las llanuras solámnicas, donde, en el lejano horizonte oriental, le parecía divisar la bruma y el resplandor de agua. ¿Estaban cerca de Vingaard, o sería uno de esos espejismos del alcázar de Thelgaard o la Ciudad de los Nombres Perdidos de los que hablaban los viajeros?
—Al principio me sobresalté. Si una araña que duplica tu tamaño asomara por el repecho de tu ventana, farfullando y llamándote por señas para que salgas, también te mostrarías precavido.
Sturm asintió con un cabeceo. «Precavido» no era la palabra que se le había ocurrido.
—Pero enseguida Cyren me hizo comprender que no era una araña normal, sino mi verdadero amor transformado —dijo la muchacha.
—¿Cómo lo consiguió? —preguntó Sturm, disimulando una sonrisa al imaginar a la criatura dando una serenata con su voz estridente e inhumana, o tejiendo el nombre de Mara con sus pegajosos filamentos.
—Hiló una especie de escala. Los druidas la llaman telaraña de armazón, pues sobre ellas estas criaturas tienden hilos de un árbol a otro, y los intrincados radios y espirales que dejan caer desde el aire sobre sus presas. Pero aquel armazón era sólo una escala que caía por el lado de la torre, dieciocho, veinte metros, desde mi ventana hasta el Oscuro ramaje que había debajo.
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¡Por Branchala, estaba asustada! —rió—. Las lunas no brillaban esa noche, así que pude descender sin que me vieran, pero tampoco yo veía nada. Bajé despacio, como si me estuviera metiendo en un pozo de víboras, pero, cuando quise darme cuenta, me encontraba sobre el suelo herboso del bosque y Cyren corría hacia el oeste, en dirección a la Torre de Waylorn, deteniéndose, girando, soltando tras de sí un filamento que yo agarré y seguí como…, como tu yegua sigue la rienda.
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De este modo avanzamos por el bosque y nadie me vio ni me oyó mientras cruzábamos el Thon-Thalas y nos abríamos paso por una zona de la floresta que me era desconocida, hasta llegar a un claro al pie de la Torre. —Se estremeció al evocar lo ocurrido.
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En el momento en que vi que el conjuro era obra del maestro Calotte, temí por la suerte de ambos… Sobre todo por la del pobre Cyren. Me había dado cuenta de cómo me miraba aquel hombre, de un modo que me helaba la sangre, y temí que su ayuda tuviera un espantoso coste. No pasó mucho antes de que supiéramos el precio que tendríamos que pagar.
Mara se puso de pie, cogió las riendas de
Luin
e indicó con una seña a Sturm que el descanso había terminado y era hora de reemprender el camino. Descendieron de la loma, seguidos por
Luin
y la araña —una presencia de murmullos y crujidos en la alta hierba—, mientras la doncella elfa revelaba la última y más terrible parte de la historia.
—Como ya habrás supuesto, solámnico, el hechicero rehusó devolver a Cyren su forma original. Estaba allí sentado, metido en el hueco de un roble hendido, negro y tenebroso como su propio corazón.
»"
Mara", dijo, "mi dulce Mara. Sabes muy bien cómo podrá recuperar el príncipe Cyren esa forma que tanto te deleita, y sabes también el precio que te costará".
—Canalla —rezongó Sturm.
—Cyren lo habría atacado en ese mismo instante —dijo Mara—. Lo habría hecho pedazos y habría soltado veneno en sus heridas si yo no se lo hubiese impedido. Pero, por lo que sabíamos, la muerte del maestro Calotte condenaría al pobre Cyren a permanecer para siempre bajo la forma en la que hoy lo ves.
Sturm dirigió una mirada escéptica a la doncella elfa. Habiendo luchado con Cyren, habiendo visto maniobrar y escabullirse a la criatura en el bosque, se preguntó cuan difícil habría sido realmente para Mara contener al vengativo ser.
—Ahora sabemos que fue un error —prosiguió la muchacha—. Pero entonces abandonamos Silvanesti considerando que era un lugar poco seguro para los dos. Después de todo, yo había desafiado la voluntad de la Casa Real. También lo había hecho el pobre Cyren, y su situación era aún peor, pues con su nueva forma se convertiría en la presa de cualquier cazador, desde El Cercado hasta la bahía de Balifor.
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Vagabundeamos año tras año, buscando el modo de anular el hechizo del maestro Calotte. Visitamos a magos y chamanes, llegando incluso hasta el Muro de Hielo en el sur, y por el oeste a la Torre de Wayreth, en Qualinesti; después regresamos por un camino distinto y peligroso, a través de Bloten, Zhakar y Khuri-khan, donde los elfos son tan poco bienvenidos como las arañas. El tercer año nos sorprendió en las llanuras de Abanasinia, donde nos hicimos amigos de un grupo de Hombres de las Llanuras, cuya sacerdotisa era una simple chiquilla, la hija del jefe de la tribu que-shu, sujeta a fugaces y profundos trances en los que la pradera le cantaba y las estrellas conformaban sobre su cabeza las formas del arpa y la lemniscata.
—Profecías verdaderas, entonces —observó Sturm.
Mara asintió con un gesto.
—La tal Goldmoon —continuó— nos dijo que el conjuro podría anularse sólo a través de la música y la convergencia de las lunas sobre este punto preciso, en medio de las Llanuras de Solamnia.
»
En consecuencia, nos instalamos aquí, aguardando, Cyren y yo. Transcurrió más de un año, durante el cual yo aprendí a tocar la flauta que la muchacha me había dado, en tanto que las lunas pasaban por los signos de Hid-dukel, de Kiri-Jolith, del oscuro Morgion…, todos apuntando a la única noche, la que completaba el ciclo de cinco años, en la que las lunas convergían en el centro de Mishakal y la curación y el cambio eran posibles.
Mara se detuvo en el sendero descendente. Sturm continuó unos cuantos pasos, sintiendo otra vez la pesada carga del bulto echado sobre sus hombros. Por fin se paró y se volvió al no oír ni la voz ni los pasos de la muchacha.
Ella estaba un poco más arriba, iluminada por los rayos de sol de primeras horas de la tarde. La desesperación le contraía el rostro, y, aunque su cólera contra Sturm había desaparecido mientras relataba la historia, de nuevo lo miraba con creciente irritación.
—Esa noche —dijo con frialdad—, la más propicia de todas, cuando las lunas convergen y la música suena y el hechizo se deshace… ¡era anoche!
Con la mente en otra parte, evidentemente, dio un enérgico tirón de las riendas y reanudó la marcha cuesta abajo.
Luin,
adormilada y desagradablemente sorprendida por su brusquedad, resopló y fue tras ella. Unos pasos más adelante, Sturm se dio media vuelta y reemprendió el camino, refunfuñando para sus adentros.
—Una y otra vez se me castiga por mi desliz involuntario —rezongó por lo bajo—. Fue… ¡Fue un error comprensible!
Se volvió a mirar a la muchacha, que parecía no haberlo oído.
»
Cruzar a pie llanuras pedregosas —susurró entre dientes—, con una carga de dos toneladas, una compañera de viaje quejicosa, mi yegua cojeando, y una araña gigante y venenosa al acecho en alguna parte, a nuestras espaldas. Apuesto que ésta no es una empresa para héroes, pero, al menos, las cosas ya no pueden empeorar más de lo que están ahora.
Las nubes aparecieron de manera repentina e inesperada, como si un dios hubiese agitado el viento con un veloz gesto de su mano. De pronto, la campiña se cargó de tensión y el aire trajo un tenue olor metálico. Entonces la primera gota cayó sobre el bulto que transportaba Sturm, y otra se estrelló en el puente de su nariz.
Luin
soltó un relincho aprensivo, y los cielos se abrieron desde la Torre del Sumo Sacerdote hasta el río Vingaard y descargaron un furioso aguacero.
Un cambio de tiempo
En el Bosque Sombrío, arrodillado junto al claro estanque verde del centro del calvero, Vertumnus removió las aguas juguetonamente. Sus dedos agitaron la superficie del estanque, lanzando gotitas sobre la imagen de Sturm y Mara, atrapados en la tormenta, a kilómetros de distancia. Evanthe y Diona observaban complacidas cómo titilaba la imagen, se dispersaba y se formaba de nuevo.
—¡Ahógalos! —siseó Evanthe cruelmente mientras sus pálidas manos apartaban un mechón de cabellos de la frente del Hombre Verde.
—¡Empápalos hasta los huesos! —instó Diona.
—Sólo un poco de lluvia —rió Vertumnus, agitando de nuevo las aguas—. La hierba necesita regarse.
—¿Sólo un poco de lluvia? —susurró Evanthe—. Sólo un poco de lluvia, cuando podrías hacer tales maravillas…
—Que los vientos las difundirían durante eras —incitó Diona, terminando la frase de su hermana—. Las cosas que podrías hacer, lord Silvestre, si tuvieras más ingenio, imaginación e… iniciativa.
Vertumnus hizo caso omiso de las ninfas e, inclinándose, sopló sobre la superficie del estanque.
En el borroso reflejo de las aguas, vistos desde lejos, como si aparecieran en una bola de cristal o en un Orbe de los Dragones, el joven y la doncella elfa se acurrucaban uno junto al otro, formas grises en la torrencial lluvia. De pronto, de entre las imprecisas figuras, se alzó un brazo que señaló hacia una ladera, a un refugio distante. Se apresuraron hacia él, sus siluetas desdibujadas en el aguacero. Tras ellos, corriendo y farfullando para sí misma, una araña empapada los seguía mansamente.
—La lluvia cae sobre los justos —musitó Vertumnus, y ondeó la mano sobre el estanque—, y los pecadores.
Las nieblas se abrieron en la superficie del agua, dejando a la vista un campamento en el corazón de una arboleda: una deshilachada tela de araña entre dos enebros, y una choza con techo de paja que había sido abandonada recientemente. Las aguas del estanque se remansaron, y en el extremo de la imagen apareció una luz camuflada que se movía de un árbol reflejado a otro; una linterna que sostenía la mano de una figura oscura y encapuchada.
—Ah —suspiró lord Silvestre, y se inclinó hasta que su rostro casi rozó la superficie del agua. Quedamente, silbó algo en el mágico modo décimo, que los antiguos bardos utilizaban para ver a lo lejos a través de roca, y a veces el futuro.
La imagen titiló, y el oscuro hombre de la arboleda levantó la linterna hacia su velado rostro.
—¡Boniface! —exclamó Vertumnus—. ¡Por supuesto!
Callada, eficientemente, el mejor espadachín de Solamnia inspeccionó el claro y el campamento. Entró en la choza y salió de ella, casi de inmediato, con el entrecejo fruncido y mirando a su alrededor. Atusándose el largo y oscuro bigote, se detuvo bajo la telaraña rota, al parecer sumido en reflexiones, y después, como si supiera desde el principio la dirección en la que lo llevarían sus pesquisas, giró sobre sus talones y desapareció del claro. Las azules plantas perennes se cerraron tras él como se cierran las aguas sobre el nadador que se zambulle en ellas.
—¿Quién es? —susurró Evanthe.
—Sí, ¿quién es? —repitió como un eco Diona—. ¿Y por qué los sigue?
—Sólo una sombra en la nieve —contestó Vertumnus—. Pero ¿dónde está la señora? Pues su camino se cruzará con el de él.
Las ninfas se miraron decepcionadas.
—¿La vieja bruja? —preguntó Diona con desdén—. ¿Por qué recurres a ella cuando alguien como nosotras está a tu disposición?
—Esa vieja ave carroñera —dijo Evanthe—. Huele a tierra oscura y a muerte. Ninguna hierba del mundo puede ocultar esos olores.
—¿Dónde está? —insistió Vertumnus.
Y, mientras aguardaba su llegada, miró fijamente la quieta superficie del estanque y se llevó la flauta a los labios.
* * *
—Esto hará las veces de cobertizo —dijo Sturm mientras extendía su capa entre las ramas de un roble y un arce. Era una tienda improvisada, pero el paño de la prenda ya estaba empapado.
—Será una especie de cobertizo, pero no bueno —opinó Mara—. La roca aquí es caliza. Apuesto a que tiene que haber cuevas.
—Tienes mi permiso para ir a buscarlas —replicó Sturm con brusquedad. El largo viaje y la lluvia habían terminado con su paciencia. Encerrado en el mutismo acabó de atar el último pico de la prenda a una rama de arce y después se retiró un poco para admirar su obra.
Anhelante, sacudiéndose la lluvia de su bulboso y negro abdomen, Cyren se apresuró a resguardarse bajo el improvisado refugio. Se agazapó, medio oculto tras la maraña de sus propias patas, y empezó a ronronear satisfecho mientras Mara, de pie bajo la lluvia, se volvía con impaciencia para mirar a su compañero solámnico.
—No eres un experto en terrenos boscosos, ¿verdad? —preguntó, en tanto que la capa hinchada de agua y las ramas a las que estaba atada se hundían.
Sturm contempló con gesto sombrío cómo se derrumbaba su improvisado campamento y un farfullante e irritado Cyren huía del desastre y se encaramaba hasta la mitad de un cercano roble. Fue entonces cuando la música empezó a sonar, zigzagueando entre la lluvia y elevándose por encima de la reprimenda de Mara y los estallidos intermitentes del trueno. Mara dirigió una mirada perpleja a Sturm.
Él le devolvió la mirada, ocultando bajo una máscara de indiferencia su propia sorpresa.
—Seguiremos el sonido —dijo—. Y, si hay cuevas, se supone que…, bueno, las encontraremos.
La elfa abrió la boca para protestar, pero su extraño acompañante, con su actitud circunspecta y su armadura demasiado grande, se había dado media vuelta y se alejaba bajo la cortina de lluvia.
Mara no vio la sonrisa divertida de Sturm; la mágica música podría engatusarlo y desviar su atención, podría llevarlo por mal camino o hacer que se hundiera en alguna ciénaga, pero, en la tarde de hoy, Vertumnus le había hecho ya dos favores: la música lo guiaba a algún sitio, por lo menos. Y había acallado las quejas de la endemoniada elfa.