Gunthar reconoció la cadencia repentinamente, y empezó a cantar. Al punto se le unió lord Alfred, en un dúo desentonado pero rebosante de fuerza:
De uno de los pueblos de los numerosos condados,
surgido de la tumba y de la tierra, de la tierra y de la tumba;
donde esgrimió su espada por vez primera en las danzas crueles
de la niñez, al descubrir la eterna retirada de su pueblo,
su grandeza germinó en una ciénaga en llamas,
con el vuelo raso del martín pescador acompañándolo en el cielo…
Uno por uno, los otros caballeros se unieron al canto, que se alzó como siempre lo hacía, pero esta vez más música que canción, esta vez bendecido y cimentado por una melodía que no era de la Orden, una música más allá del Código y la Medida.
Pocos caballeros miraron el sillón de Huma, pero tres pajes que teman la mirada prendida reverentemente en aquel punto vacío vieron un yelmo y un pectoral fantasmagóricos, un rielar rojo y plateado en el sitio de honor como si las propias lunas gemelas hubieran convenido para hacer historia.
Ninguno de los caballeros vio esa presencia.
Tampoco la vio Vertumnus, cuyos pensamientos ni siquiera Gunthar supo descifrar: pensamientos que se recreaban sobre la Torre, sus almenas y torretas, a través del pasado y el presente, del futuro que traería de vuelta al muchacho desde Solace, arrastrado por unas fuerzas ajenas y por otra elección hecha; fuerzas que lo llevarían a las almenas unos años más tarde, cuando la Torre estuviera bajo asedio y la Guerra de la Lanza se desatara con toda su furia a su alrededor.
«Puedes elegir Sturm Brightblade —pensó Vertumnus, mientras bajaba la flauta por última vez en la gran sala de consejos un momento antes de que desapareciera en un mundo de vegetación y luz. Las plantas y el fulgor se desvanecieron junto con él, dejando el salón sumido en sombras y desnudo—. Hasta el final de esto y de cualquier cosa, puedes elegir.»
Una solitaria rosa verde, perfecta y salvaje, adornaba el asiento del sillón de Huma.