—¡Decídete en un sentido o en otro, Boniface! —exclamó Gunthar irritado—. ¿Hay que juzgar a Sturm como a un caballero o como a un muchacho que no pertenece todavía a la Orden?
Lord Alfred hojeaba ociosamente el volumen que tenía ante él, con la mirada prendida en los paneles de caoba que cubrían las paredes, y las ideas confusas e insondables. Por fin habló, e incluso las palomas cesaron en sus arrullos para escuchar.
—Boniface tiene razón —declaró, con tono seco y estremecido—. El procedimiento adecuado es un juicio por combate, si uno de los litigantes insiste en ello. A Sturm sólo le queda elegir si ha de ser un
combate a muerte
o
torneo cortés,
con espadas reales o espadas embotadas.
El joven tragó saliva y apoyó el peso ora en un pie, ora en otro.
—Sea cual sea el desenlace —anunció lord Alfred—, ni los cargos ni el dictamen saldrán jamás de esta sala. Ni tampoco ninguno de nosotros, hasta que dichos cargos hayan quedado resueltos y el dictamen dado, de acuerdo con el Código y la Medida y nuestra sagrada tradición.
—Torneo cortés —dijo Sturm quedamente.
Lord Boniface sonrió.
—He ganado el primer punto —declaró.
Lord Gunthar se dirigió hacia un baúl que había en el rincón más apartado de la sala y sacó de él las espadas de mimbre acolchadas que zanjarían el asunto.
—Disfrutas derrotando a un muchacho inexperto en una disciplina que dominas —dijo a Boniface, con los dientes apretados.
—Estoy enseñando al chico la rigurosidad de la Medida, Gunthar Uth Wistan —replicó Boniface— Como lo habría hecho su padre, de estar vivo.
—Su padre habría hecho más —rezongó Gunthar—. Y lo habría reivindicado en tu piel.
—Por la Medida, lord Gunthar —dijo Boniface con voz jubilosa, zahiriente—. Por la Medida ahora y siempre, y dejemos que las espadas digan lo que tienen que decir.
Juicio por combate y sentencia
El joven inexperto y el legendario espadachín se cuadraron en el centro de la sala. Sturm levantó el escudo y después giró el arma en su mano. La espada de mimbre era más ligera de lo que había imaginado, y le producía una sensación de seguridad, familiar.
El juicio solámnico por combate era una práctica antigua y honorable, sancionada desde la Era del Poder y la época de Vinas Solamnus. Cuando se presentaban cargos contra un Caballero de la Orden, éste podía defender su inocencia con la espada. La victoria establecía dicha inocencia a los ojos de los presentes y de la propia Orden, a despecho de la evidencia que hubiera en contra del acusado; si, por el contrario, era derrotado, estaba obligado por su honor a confesar su crimen y aceptar el castigo exigido por la Medida.
Sturm tragó saliva. Era un asunto serio contra un espadachín respetable. Y, no obstante, por un instante, sintió renacer sus esperanzas. Cosas más raras habían ocurrido en la Orden que la inesperada derrota de un campeón a manos de un principiante al sorprenderlo desequilibrado o con la cabeza gacha.
Cosas aún más extrañas le habían ocurrido al propio Sturm.
Se meció sobre los talones, aguardando que su legendario contrincante estuviera preparado.
Despacio, con tranquila seguridad, Boniface se puso los guantes. Levantó la rodela de campeón que había ganado veinte años atrás en el Palenque de Espadas. Los aceros cruzados en la superficie del escudo estaban borrosos y abollados por los golpes y arremetidas de un millar de armas fracasadas. Con actitud despreocupada, el caballero cogió la espada que iba a utilizar, la examinó para asegurarse de que no tuviera desperfectos y comprobó su equilibrio haciéndola girar en su mano como un extraño y mágico juguete. Desdeñoso, se volvió hacia Sturm y devolvió el saludo ceremonial del joven brusca, fríamente.
—Esperamos tu venia, lord Alfred Markenin —anunció Boniface, y adoptó la antigua posición en guardia solámnica, utilizada por los espadachines desde la época de Vinas Solamnus. De mala gana, lord Alfred levantó la mano y después la bajó. En el centro de la sala del consejo, los combatientes giraron el uno en torno al otro, en una espiral decreciente.
Sturm fue el primero en atacar, como todos sabían que ocurriría, ya que la paciencia es escurridiza en manos inexpertas. Avanzó un paso y arremetió contra Boniface con movimientos diestros y fulgurantes.
El caballero resopló desdeñoso, se apartó a un lado y, con un giro de muñeca grácil, carente de esfuerzo, como quien espanta una mosca, propinó un golpe a la espada de Sturm que la hizo saltar de su mano. El muchacho se precipitó tras el arma, que cayó junto al oscuro muro, con la empuñadura enfilada ridículamente hacia su mano tendida.
Agarró el arma y se dio media vuelta. Boniface rió y se recostó contra la larga mesa del consejo mientras hacía piruetas con su espada.
—Angriff Brightblade estaría muy complacido, ciertamente —zahirió al muchacho—, viendo a su hijo zambulléndose como un águila y buscando a tientas su arma en el Palenque de Espadas.
Con un alarido de rabia, Sturm corrió hacia Boniface cargando salvajemente, como un animal enorme y enfurecido. El caballero lo esperó tranquilamente y, en el último momento, se apartó con un giro al tiempo que hacía dar un traspié a Sturm y le golpeaba la espalda con la parte plana de la espada de mimbre. El muchacho se fue de cabeza, resbaló con uno de los volúmenes de la Medida que seguían tirados en el suelo, y chocó contra la mesa de escribano, cuyas esbeltas patas se hicieron astillas por el impacto.
—¡Termina de una vez, Boniface! —gritó Gunthar, con el rostro congestionado y los ojos echando chispas—. ¡Por los dioses, acaba ya y deja en paz al muchacho!
Boniface asintió con un gesto dramático al tiempo que esbozaba una sonrisa venenosa y divertida. Giró sobre sí mismo y se aproximó al aturdido joven, que alzó su espada vacilante, inseguro.
* * *
Tambaleante, con los sentidos embotados y las manos pesadas, Sturm vio cómo la espada de Boniface danzaba a su alrededor, a sus costados, golpeando peto, yelmo y rodillas. Era como un enjambre de avispas, una bandada de estirges, y tanto daba dónde o cómo levantaba el escudo para detener o la espada para frenar, pues el arma de Boniface se encontraba debajo, encima o a su alrededor, pinchando, golpeando o propinando trallazos.
Trabaron las armas dos veces, y el crujido de mimbre contra mimbre levantó ecos en la sala del consejo como si estuvieran quebrando las ramas de un árbol. En ambas ocasiones, Sturm salió despedido por un empujón, la segunda vez trastabillando.
Boniface no sólo era más rápido y diestro, sino que también duplicaba la fuerza del muchacho.
Acorralado, carente de espacio para maniobrar, apaleado, controlado, arañado y aturdido, Sturm fue retrocediendo hacia la pared posterior de la sala, hasta que su espalda tocó las dobles puertas de roble que habían sido cerradas cuando se inició la audiencia.
No tenía vía de escape, ni espacio para agacharse y eludir el ataque. Con sus pensamientos girando en un frenético remolino, ahogados en un torrente de espadas, Sturm buscó algo, cualquier cosa, con la que rechazar a su enemigo.
«El draconiano —pensó finalmente—. ¿Qué fue lo que hice…?»
La espada salió volando de su mano, impulsada por un ágil giro del arma de Boniface. Recorrió doce metros por el aire, repicó al caer en el suelo de piedra del salón, y se rompió. Al instante, una punta de mimbre se apoyó en el hueco de la garganta, bajo la nuez. Alzó la mirada y encontró los ojos de Boniface, tan azules e inanimados como un cielo invernal despejado.
—La sentencia, lord Alfred —requirió el caballero. Ni siquiera se había alterado su respiración.
—El consejo falla a favor de lord Boniface de Foghaven en el juicio por combate —declaró Markenin, en un tono de voz bajo, neutro.
—Haz tu equipaje, muchachito —siseó Boniface—. Solace es muy pintoresco en primavera, según me han dicho.
* * *
Los cuatro abandonaron en silencio la sala del consejo. Los pajes y escuderos que estaban por los pasillos se metieron en los nichos laterales eludiéndolos, y los criados reanudaron sus tareas con exagerada diligencia. Nadie preguntó el resultado del juicio por combate; para empezar, ni siquiera preguntaron por qué se habían cruzado las espadas. El consejo estaba comprometido bajo juramento a guardar silencio sobre estos asuntos, y ni Alfred ni Gunthar hablarían de lo ocurrido esta tarde.
Pero todos lo sabrían. Si no lo deducían por el rostro arrebolado de Sturm o por la torva satisfacción reflejada en los acerados ojos azules de lord Boniface, se enterarían por el detallado informe de Derek Crownguard, que había espiado por el ojo de la cerradura presenciando lo sucedido.
Y oirían lo que Derek y Boniface querían que oyesen. «Un verdadero espadachín cogió al hijo de Angriff Brightblade y le enseñó a mostrar respeto por sus mayores.»
Ésa era la versión que Sturm pensó que correría de boca en boca mientras empaquetaba sus pertenencias a la mañana siguiente. Supuso que la noticia saltaría durante el desayuno en medio de los paliduchos y conspiradores Jeoffrey, que reirían al imaginarlo mientras comían su tocino frito.
Despacio, envolvió el escudo, el peto y la espada en un grueso lienzo. Le habían servido mejor que él a ellos. Quizá, más adelante, volvería a ser merecedor de utilizarlos. Por ahora, aceptaría la derrota como el caballero que anhelaba llegar a ser.
Se suponía que todas las acusaciones y sospechas habían muerto en la sala del consejo. De acuerdo con las leyes del juicio por combate, Boniface de Foghaven las había enterrado con su espada. De hecho, mientras Sturm envolvía el último metro de tela alrededor de su espada, empezaba a creer que Boniface era inocente.
Las palabras del draconiano podían muy bien ser una calumnia basada en un nombre oído por casualidad y dictadas por la mala fe de un corazón rencoroso… En cuanto a Jack Derry…
Bueno, en los últimos quince días, los sueños y las fantasías se habían mezclado tan a fondo con los hechos y la lógica, que…
El joven sacudió la cabeza. Boniface era culpable, a despecho del Código y la Medida. Lo sabía en lo más hondo de su corazón, allí donde los rituales no llegaban. Y, sin embargo, su torpeza con la espada había asegurado la libertad de su agresor. El juicio había concluido. Pensaran lo que pensaran él o Alfred o Gunthar sobre el asunto, Boniface había sido declarado inocente, absuelto por su espada y la antigua maquinaria solámnica de estatutos y tradición.
Sturm se cargó al hombro la armadura y recorrió el complicado laberinto de corredores que iban desde su cuarto hasta el patio. Era igual que el día en que había partido hacia el Bosque Sombrío, privado de despedidas, palabras de ánimo e incluso de miradas amables. Todo el mundo se esforzaba por evitarlo, por encontrarse en cualquier otro lugar cuando Sturm cruzó el patio hacia los establos.
Gunthar había hablado con él la noche anterior, y lo instó sin demasiado entusiasmo a que permaneciera en la Torre del Sumo Sacerdote. Se sintió aliviado cuando Sturm insistió en partir y le dijo adiós torpemente, con palabras farfulladas y un brusco apretón de manos. Tampoco le contó al muchacho lo de lord Stephan Peres. «Lord Stephan me habría despedido con mejor estilo —pensó Sturm mientras observaba los torpes y abstraídos intentos de Reza para ensillar a
Luin—.
Habría habido chanzas y palabras pomposas desde las almenas, e incluso, tal vez, algún comentario prudente y sabio, aunque sólo los dioses saben qué sabiduría puede uno encontrar en medio de toda esta forma de actuar disparatada y errónea.»
Pero lord Stephan estaba… ausente. Por fin Reza hizo referencia a ello mientras peleaba con la silla para sujetarla, y la extraña historia de la partida del anciano caballero salió a la luz poco a poco, y sin apenas coherencia.
Al parecer, la misma noche después de que Sturm abandonara la Torre en dirección al Bosque Sombrío, lord Alfred Markenin había reunido, tras mucho insistir, un grupo dispar de cazadores para dar una batida a los ciervos por las Alas de Habbakuk. Los jóvenes hermanos gemelos de lord Adamant Jeoffrey se ofrecieron voluntarios de inmediato, ansiosos por congraciarse con el Juez Supremo, así como también Derek Crownguard, cuando lord Boniface tuvo que partir hacia el alcázar de Thelgaard para atender ciertos asuntos imprevistos y lo dejó sin ocupaciones. Con semejante trío de jóvenes leones, Alfred había invitado a lord Gunthar como «una influencia estabilizadora».
Gunthar pidió que se lo excluyera al no ver en el grupo buenas perspectivas de caza ni de camaradería; pero lord Stephan oyó por casualidad la oferta y al instante se sumó al grupo, imponiendo su asistencia.
—¿Dónde cazaron, Reza? —preguntó Sturm—. ¿Y qué tiene que ver eso con la marcha de Stephan?
—Lo explicaré cuando llegue el momento —contestó el viejo sirviente, que se recostó en la jamba de la puerta mientras Sturm recogía sus ropas y las metía de cualquier manera en una bolsa de viaje, ya que su atención estaba puesta en la historia sobre el caballero—. Mientras tanto, he aquí el resto del relato: era un grupo dispar el que salió de caza con lord Alfred, y cuando decidieron llevarme como una especie de bateador…, en fin, no eran los mejores para lo que se proponían hacer. Lord Alfred decidió que iríamos al Bosque del Ciervo, considerando que dicha floresta era más que suficiente para gente como los Jeoffrey.
Sturm sonrió. El Bosque del Ciervo era una especie de parque de unas cien hectáreas, a poca distancia del lugar donde las Alas se estrechaban y penetraban en las colinas Virkhus. En otros tiempos, el sitio lo había deslumbrado y le encantaba cazar allí, pero después de su viaje al Bosque Sombrío le parecía muy poco agreste, arreglado: un jardín de árboles y fauna bien planificado.
—En fin, llegamos allí cerca del amanecer —continuó Reza—, y ojeamos los alrededores durante casi tres horas, espantando ardillas, estorninos e insectos pero sin encontrar el menor rastro de ciervos. Apuesto a que lord Alfred estaba harto, con los patosos Jeoffrey, el vozarrón de Derek Crownguard, y lord Stephan soplando sin cesar una abollada trompa de caza y enganchándose la armadura en las plantas trepadoras. Por tanto, lord Alfred dio por finalizada la cacería, a pesar de que no era todavía mediodía. Dimos media vuelta y nos encaminamos al exterior del parque. —Reza se echó hacia adelante con expresión divertida y conspiradora.