El Código y la Medida (37 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El Código y la Medida
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Seguramente los caballeros se inclinarían a reparar las fechorías de lord Boniface. Al fin y al cabo, la justicia era el corazón de la Medida y el alma de la Rosa.

Siguió cabalgando, internándose en las nocturnas montañas, hasta que las débiles luces de centinela, en las almenas de la Espuela de Caballeros, brillaron alto hacia el oeste, como una constelación más.

* * *

Lo vistieron, lo alimentaron y le dieron lecho. El viejo Reza atendía los aposentos de los caballeros en aquella temprana hora de la mañana, y fue él quien se ocupó de procurar a Sturm comodidades, colocando pan y queso en una mesa frente al muchacho y llenando una y otra vez la copa de agua mientras lo ponía al corriente de los chismorreos que circulaban por la Torre.

—Los Jeoffrey se han enzarzado otra vez con los Markenin, joven señor, aunque no tan encarnizadamente como hicieron en el verano del setenta y siete. Todo empezó cuando el joven Hieronymus Jeoffrey se echó sobre Alastor Markenin después de haber estado cazando en el Bosque del Ciervo. Hieronymus salió del lance con un ojo negro y el rostro magullado, lo que hizo pensar a Darien Jeoffrey que sir Alastor necesitaba… bueno, un adorno semejante. En consecuencia, Darien y un trío de jóvenes Jeoffrey cayeron sobre Alastor en un pasillo oscuro en la Espuela de Caballeros, y Alastor salió del trance con un ojo negro, el rostro magullado, y la mano izquierda rota, como propina. Lo que, a su vez, lord Alfred equilibró acorralando a Darien contra un saliente de la almena a la mañana siguiente y estrechando la mano izquierda del muchacho con un entusiasmo algo excesivo, si entiendes a lo que me refiero…

Sturm asintió en silencio. Reza prosiguió tranquilamente con el relato, y se sentó al lado del joven, olvidando su posición tradicional por lo excitante de la historia.

—Sir Darien acabó además con unas costillas magulladas, maese Sturm. Entonces lord Adamant empezó a exigir que lord Alfred tenía que dar una satisfacción por lo que había hecho. En consecuencia, Adamant y Alfred estuvieron a un paso de enfrentarse y de que la cosa pasara a un duelo a espadas o lanzas si lord Stephan no hubiese intervenido, calmando los ánimos…

Sturm movió la cabeza arriba y abajo otra vez, sin poder hablar, pues tenía la boca llena de pan. La Torre no había cambiado.

—Y, por supuesto, como hace siempre —siguió parloteando, tranquilo, Reza—, lord Boniface dijo que deberían arreglar el asunto con las espadas, aunque, entre tú y yo, joven señor, podrían arreglarlo con que sólo uno de ellos supiera cómo decir que lo pasado, pasado está, y dedicarse a los asuntos de la caballería. Sea como sea, lord Boniface dijo que podía zanjarse con un «torneo cortés», espadas romas o de mimbre, pero que la Medida decía que… etcétera, etcétera.

Sturm se puso alerta en el mismo momento de escuchar el nombre del que antaño había sido amigo de su padre. Despacio, dejó la copa y volvió los ojos hacia el viejo sirviente, procurando mostrarse tranquilo y sólo un poco interesado.

—¿Lord Boniface, dices? ¿Entonces él… está aquí, en la Torre?

Reza asintió con un cabeceo.

—Toma un poco más de queso, maese Sturm —ofreció, empujando el plato hacia el muchacho—. Sí, en efecto, lord Boniface está aquí.

—En tal caso, le presentaré mis respetos, por lealtad familiar —declaró Sturm, un poco precipitadamente, temió—. Sí, iré en su busca y le presentaré mis respetos.

Sonrió al viejo sirviente y aceptó otra loncha de queso. Su mente era un hervidero de estrategias aconsejables.

—Esperará que lo hagas de inmediato, de todas formas —comentó Reza—. Ya sabes cómo es con eso de la Medida.

—Claro que lo esperará, Reza —dijo Sturm, agradecido por la naturaleza entrometida del viejo criado—. Pero, dada la hora y mi cansancio, te agradecería que no hablases de mi llegada hasta el momento en que pueda… presentarme ante él.

Reza asintió con un cabeceo, hizo una breve reverencia y se retiró de la mesa. Sturm terminó de comer; estaba seguro de que podía confiar en la discreción del anciano. Después se levantó en silencio, bostezó, cogió una vela de la mesa, y bajó por una escalera trasera que llevaba a su cubículo. Estaba cansado y medio dormido aún antes de llegar al dormitorio, sin reparar en la hora, los cantos de los pájaros en el exterior, o el quedo rumor de unos pasos tras él.

Al mismo tiempo que Sturm cerraba la puerta a sus espaldas, una luz débil apareció en el rellano de la escalera. Sigiloso, Derek Crownguard se asomó por la esquina, sonrió y remontó de nuevo los peldaños dirigiéndose a los aposentos de su tío.

Sturm anunció su presencia a la mañana siguiente.

Abordó a un paje en el vestíbulo y mandó al chico en busca de lord Alfred Markenin llevando la noticia de que maese Sturm Brightblade había regresado de las regiones surorientales y quería tener el honor de presentar el informe de su viaje en presencia del consejo.

Cuando el paje regresó a mediodía para escoltarlo hasta la sala del consejo de la Espuela de Caballeros, Sturm siguió al chiquillo; su armadura estaba impecable y lustrada, y la espada, desnuda en su mano, resplandeciente. Mientras se preparaba en su cuarto, había pensado en enfundar el arma en la vaina que Vertumnus le había regalado.

Por último había decidido no hacerlo. Era un rutilante recordatorio de su derrota.

Sturm sabía que el consejo estaba formado por lord Gunthar, lord Alfred y lord Stephan. Puesto que el consejo se reunía en privado con los caballeros que regresaban a la Torre, Boniface no se hallaría presente. Habida cuenta de lo que el joven tenía que decir, su ausencia sería muy de agradecer.

* * *

La sala del consejo no era otra que el gran salón donde se había celebrado el banquete de Yule. Desprovisto de su ornamentación y recuperada su función habitual, tenía un aspecto sobrio y práctico, más un despacho oficial que un lugar de ceremonias, el centro de la eficiencia más que de la elegancia.

La primera sorpresa que recibió Sturm fue muy desagradable. Alfred estaba allí, y también lord Gunthar, pero, en lugar de Stephan Peres, era Boniface Crownguard de Foghaven quien ocupaba el tercer asiento del consejo. Cuando Sturm entró en la sala, Boniface se inclinó hacia adelante; su rostro era inexpresivo, pero sus ojos tenían una mirada fría y concentrada, como la de un arquero en su diana.

El joven ejecutó las tres reverencias ceremoniales con actitud distraída, y en el tercer tratamiento formal de los seis correspondientes se enredó con la palabra «impecable» y se sonrojó hasta la raíz del cabello.

No estaba de acuerdo con la Medida el cometer tal desliz, pero hacía mucho tiempo que no había asistido a una ceremonia ritual, por no mencionar la presencia de Boniface…

—No deja de ser una presunción por tu parte, Sturm Brightblade, pedir audiencia con este consejo —observó Alfred—. Al fin y al cabo, no perteneces todavía a la Orden.

—Muy cierto, lord Alfred —admitió el joven. Le costaba trabajo no mirar a Boniface—. Y, sin embargo, la noche de Yule, cuando lord Silvestre me desafió y decidí emprender el viaje, fue a instancias de la Orden y con sus bendiciones. Me pareció… adecuado… someterme a mi vez a su juicio.

—Lo que tú consideras que es… «adecuado», Sturm Brightblade, no es considerado necesario por la Medida —recalcó Boniface con voz fría y seca. Se recostó en su sillón y cruzó las manos sobre el regazo con gesto elegante—. Pero los que formamos el consejo estamos interesados en saber en qué ha terminado tu viaje al Bosque Sombrío. En consecuencia, y dado lo extraordinario de las circunstancias, el consejo… consiente en oír tu testimonio.

—Por lo que estoy profundamente agradecido —contestó Sturm, cogiendo de nuevo el hilo de la intrincada trama de deferencia y cortesía—. Y celebro que lord Boniface forme parte del consejo, si bien espero que su presencia se deba a… una feliz circunstancia.

Sobrevino una larga pausa durante la cual los tres miembros del consejo intercambiaron miradas inquietas.

—Lord Stephan se encuentra en otra parte —contestó Alfred—. Toma asiento.

La mirada desconcertada de Sturm fue de un rostro a otro, esperando más noticias de su viejo amigo, alguna otra explicación del Juez Supremo. Pero lord Alfred eludió la mirada y se inclinó para susurrar algo al oído de Boniface, quien asintió con un enérgico cabeceo. Gunthar era el único miembro del consejo que miraba directamente al muchacho. Su guiño rápido, casi imperceptible, resultó alentador, pero no revelaba nada. Sturm se aclaró la garganta.

—Supongo —comenzó— que debo empezar por las noticias acerca de Vertumnus.

Y relató todo, o casi todo, confiando en la honradez y el criterio justo de al menos dos de los que se hallaban sentados en el consejo. Contó cómo se había aventurado a través del laberinto de un castillo fantasmagórico, de bandidos y campesinos hostiles, para entrar en un bosque de ilusiones, guardado por criaturas míticas y senderos recónditos y engañosos.

Refirió su historia sin apenas hacer mención a las diversas trampas y emboscadas que había encontrado en su camino hacia el Bosque Sombrío ni en el de regreso, ni tampoco hizo referencia a Jack Derry o Mara, aunque no estaba seguro del motivo que lo inducía a no hablar de sus amigos. Tres pares de ojos lo observaron con fijeza durante la narración y, cuando terminó, la sala de consejos se sumió en un silencio pesado y desagradable.

—Bien —empezó lord Boniface mientras echaba una mirada de reojo a Alfred y Gunthar—, supongo que hay una cierta honradez en cualquier informe acerca de un fracaso.

—Su relato revela algo más que eso —protestó lord Gunthar, volviéndose irritado hacia el otro caballero—. Y, si lord Boniface estuviera más… al día en asuntos del consejo, comprendería las virtudes y el mérito en el viaje del muchacho.

—Quizá lord Gunthar será tan amable de instruirme —replicó, irónico, el aludido, aunque no apartó los ojos de Sturm mientras hacía girar su asiento—. El chico fue enviado al Bosque Sombrío para reunirse con lord Silvestre el primer día de primavera y allí resolver un desafío misterioso. Según él mismo ha admitido, Sturm cumplió sólo su primer compromiso: llegar al Bosque Sombrío. Tanto da si estuvo recogiendo setas o… conviviendo con hadas.

Esbozó una sonrisa cruel y, con la agilidad de un espadachín consumado, desenvainó su daga y empezó a limpiarse las uñas.

Sturm se quedó boquiabierto. Dejando de lado la Medida con la misma temeridad que había guiado su espada contra el draconiano en la ribera del Vingaard, se volvió hacia su antagonista.

—Las setas y las hadas son menos… inverosímiles y fantásticas que lo que
vi,
señores. Porque vi a un miembro de la Orden… un renombrado Caballero de la Espada… envuelto en una oscura conspiración contra mí, ¡y por razones que desconozco!

El salón se sumió en un silencio ominoso. La escoba de un sirviente susurró contra la escalera que había al otro lado de la puerta, y un incongruente búho ululó sorprendido en algún lugar de los aleros del castillo. Los señores solámnicos no se movieron, y Sturm recordó el castillo Di Caela, sus estatuas de mármol erigidas a la familia y a la necedad, mientras volvía a contar la historia.

Esta vez no dejó nada fuera. Jack Derry apareció en el relato, con todo su saber y pericia naturales; y la doncella elfa, Mara, con su irritabilidad, su música y su extraña devoción a una araña cobarde. Por vez primera, Sturm mencionó a la druida, y el nombre de Ragnell removió viejos recuerdos en los miembros del consejo.

Pero, a lo largo de toda la historia, un nombre se repitió una y otra vez, desde el momento en que se cerró la puerta del castillo Di Caela, hasta llegar a las últimas palabras de Tivok, el asesino draconiano.

Era
Boniface.
«Grimbane», lord Boniface de Foghaven, Caballero Solámnico de la Espada.

Conspirador. Traidor a la Medida.

Y fue como si el mundo se parara. Tras un minuto de silencio, en el cual no se pronunció una palabra, ni se escuchó un sonido o un susurro, lord Alfred se aclaró la garganta.

—Estos —entonó— son unos cargos muy graves, maese Sturm Brightblade.

—¡Por los que exigiré una satisfacción! —bramó lord Boniface.

Encolerizado, el espadachín se apartó violentamente de la mesa, tirando el sillón patas arriba y esparciendo papeles y volúmenes encuadernados de la Medida. Desenvainó su arma y avanzó a zancadas al centro de la sala, donde se volvió y miró de frente a todos: su acusador y los restantes miembros del consejo que habían oído la historia.

—Creo, lord Alfred —anunció Boniface con la voz temblorosa por la ira—, que en el volumen decimosexto de la reglamentación de la Medida, en la página veintidós, artículo tercero, se dice que la Orden de la Espada, que toma su Medida en las obras de coraje y heroísmo, exige a todos los miembros de ésta que acepten el desafío a combate en defensa del honor de la hermandad. En mi opinión, lord Alfred, el honor de la hermandad ha sido puesto en tela de juicio.

Gunthar se levantó con movimientos pausados y fue hacia el sitio ocupado antes por Boniface. Recogió los tres volúmenes encuadernados que estaban tirados en el suelo, junto a la mesa, y los hojeó mientras esbozaba una sonrisa desabrida e irónica.

—Sturm Brightblade no ha puesto en tela de juicio a la Orden —corrigió Gunthar, con los ojos fijos en el Juez Supremo—. Por el contrario, acusa a uno de los caballeros: lord Boniface de Foghaven.

—Entonces es preceptivo un juicio por combate —argumentó Boniface, volviéndose rápidamente hacia el Juez Supremo—. Lord Alfred recordará, por su reciente…
controversia
con lord Adamant Jeoffrey, que tal procedimiento es el prescrito por el reglamento de la Medida en cuestiones de honor.

—Y, sin embargo, resolvimos ese asunto con buena voluntad y razonamiento —insistió Gunthar.

—¡Merced a las palabras lisonjeras y engatusadoras de un viejo que se ha marchado al bosque, dejando atrás la Orden! —bramó Boniface.

Todos los ojos se volvieron inquietos hacia el legendario espadachín, que alzó la vista a las vigas de la sala, donde las palomas anidaban en medio de arrullos. Cerró los párpados y pareció recobrar el dominio de sí mismo.

—Si consultas la página cuarenta y cinco del antes mencionado volumen decimosexto —dijo en tono quedo, casi extasiado—, en el primer artículo se establece de manera inequívoca que el juicio por combate es el procedimiento preferible para asuntos personales entre caballeros.

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