Escuchó atentamente los sonidos y los silencios y las pausas entre versos. Pero no logró captar nada.
—Nada —rezongó y se dio media vuelta en el colchón de paja—. Sólo ilusiones y poesía elfas.
A medida que pasaba la noche, la melodía fue abriéndose paso hasta el fondo de su mente. Por tercera vez, a altas horas, ya cerca de la madrugada, cuando flotaba en ese peculiar estado entre el sueño y la vigilia, oyó que Mara empezaba a cantar otra vez la canción.
La edad,
no sientas temor
los miles de vidas
y de historias que los hombres
se llevan a la tumba.
estoy aquí, más allá del desaliento.
Pero nosotros,
óyeme, óyeme
generosos en
gloria y poesía,
nos unimos a la canción.
La magia flota libre en el aire.
En la música de aquellos silencios había dulzura, seguridad, y una sensación reconfortante de saber que la oscuridad no era insondable.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Sturm, y las melodías, tanto la audible como la oculta, murieron en el aire nocturno enrarecido por el humo de la lumbre. Se sentó en el catre. En el silencio real que siguió al finalizar la canción se esforzó por oír palabras, por captar instrucciones, consejo o ánimo. Pero no había nada, salvo el lejano ronquido de un guardia y el crepitar de la hoguera. Atento y totalmente despierto ahora, se tumbó otra vez en el colchón y se esforzó por conciliar de nuevo el sueño, pero transcurrieron horas antes de que los ojos se le cerraran. Cuando esto ocurrió, pasó súbitamente del estado de vigilia al sueño, como si se hubiese precipitado desde lo alto de una enorme almena.
La mañana del cuarto día, la puerta se abrió como de costumbre. Sturm se sentó, más hambriento de lo habitual tras una noche agitada, esperando que las gachas de avena supieran un poco mejor hoy. Pero no era el desayuno lo que venía, sino Ragnell la Druida.
La anciana cruzó el umbral, escoltada por el guardia Orón. Con un leve ademán despidió al hombretón, que la obedeció de mala gana y la miró disgustado mientras cerraba la puerta.
—Te das cuenta de que pasarás aquí mucho tiempo —dijo la mujer.
Sturm se mantuvo en silencio. ¿Cómo iba a hablar a la asesina de su padre? Furioso, se tumbó de nuevo en el catre y volvió el rostro a la pared. Oyó a sus espaldas la tos y los pasos vacilantes de la druida. Resultaba difícil imaginarla como la cabecilla de un ejército.
—¿Así es como me recibes? —le preguntó—. ¿Es ésta la legendaria cortesía solámnica?
Sturm se dio media vuelta y la contempló desde el otro lado del cuarto con una abrasadora mirada de odio.
—Te agradezco la visita, señora —replicó con fría educación—, pero prefiero mis gachas a tu presencia.
La druida sonrió y tomó asiento frente a él en medio de los crujidos de sus viejos huesos. De entre los pliegues de la túnica sacó una rama, tal vez de sauce, aunque los conocimientos de botánica de Sturm eran muy limitados y no podía afirmarlo. Con un ademán firme, experto, trazó un círculo en la tierra del suelo.
—Tu intrusión es grave, muchacho —observó—. Grave y terrible.
—¿Intrusión? ¿Llamas intrusión a que me trajeran a tu presencia custodiado por guardias armados?
La druida hizo caso omiso a su comentario, sin apartar los ojos del remolino de polvo levantado en el círculo que había trazado. Pronto, a despecho de sí mismo, Sturm se encontró observando fijamente los movimientos rotatorios del palo que la mujer tenía en la mano.
—Es una intrusión porque la gente de Lemish teme a las legiones solámnicas, con sus relucientes espadas, sus caballos y sus ojos brillantes de exacerbada justicia —explicó.
—¡Quizás esos temores sean obra de su conciencia, lady Ragnell! —espetó Sturm—. ¡Quizás algún crimen de Lemish clame justicia! Quizás haya castillos abandonados al norte de aquí que pueden atestiguar…
—¿Atestiguar, qué? —lo interrumpió, con voz firme y tranquila. Sturm vio en el fondo de sus ojos un destello de… ¿rabia?, ¿regocijo? No supo interpretarlo. Cuando la anciana habló su tono era apaciguador—. Tal vez hubiera una razón, Sturm Brightblade. Es lo que decían los jóvenes, razón por la cual les pedimos que tomaran las armas.
Sturm apenas la escuchaba. Sus ojos se prendieron de nuevo en el círculo de polvo que se estaba ensanchando, expandiéndose como las ondas en la superficie de un plácido estanque cuando algo ha caído en sus aguas.
—Pero no estoy aquí para hablar de política, joven —dijo Ragnell. Ahora su voz era un sonsonete, y el polvo se alzaba a su alrededor—. Ni por formalidades campesinas o cortesanas, ni para elogiar o castigar, sino sólo para mostrar algo…
El sonsonete creció a un ritmo constante hasta tornarse cántico. Sturm oyó las notas de uno de los modos antiguos y se esforzó por identificarlo. Entonces, muy hondo en la pausa de las notas y en los intervalos entre palabras, creyó escuchar otra melodía, un canto bajo las palabras y el pensamiento.
—Te mostraré un puñado de polvo —entonó Ragnell mientras movía el palo más y más deprisa—. Un puñado de polvo te mostraré…
~ ~ ~
Un paisaje nevado, llano y sin árboles, se extendía ante él, tan real que se estremeció al mirarlo. Throt. Algo le dijo que lo que había ante él eran las estepas de Throt. Estaba echando una mirada retrospectiva al invierno, a los meses de hielos y de la muerte del año.
Érase una vez,
comenzó una voz irónica, las palabras insinuándose en el frío viento que oía y sentía. No sabía si esta voz era la de Mara o si se alzaba del canto de la druida.
Alrededor de la fecha de Yule, en el país goblin,
prosiguió la voz. Ahora había un pueblo en la visión, una docena de chozas achaparradas, medio enterradas en la nieve. El humo subía sinuoso de una gran hoguera central, y unas figuras bajas y fornidas, encorvadas y cubiertas con pieles, entraban y salían de las sombras.
Era un lugar miserable, aislado en el desierto invernal de Throt. Su mera contemplación hizo que a Sturm se le erizara, el vello de la nuca, al recordar los relatos sobre las incursiones goblins, las hordas veloces y despiadadas como lobos.
Cuando la hueste solámnica apareció cabalgando por la nieve, tan rápida como una tormenta sobre el desierto invernal, Sturm se sintió exaltado, falto de aliento. Eran veinte caballeros, tal vez veinticinco, vestidos con mantos y armaduras, con las espadas ya prestas y los escudos cubiertos con gruesas y oscuras pieles.
El cubrir los escudos era la señal de luchar sin cuartel, cuando el mal al que se enfrentaban era demasiado gran de, demasiado empedernido.
—¿Por qué me muestras esto, Ragnell? —preguntó—. ¿Van a perder la batalla los míos?
Aguarda,
le dijo el viento al oído.
Aguarda y atiende.
Al frente de la columna, un alto jinete levantó la mano. Tras él, los caballeros espolearon sus monturas y avanzaron a galope tendido, a la par que un grito de guerra prorrumpía al unísono de sus gargantas:
«¡Est Sularis oth Mithas!».
Como un reguero de pólvora incontenible, atravesaron a toda velocidad el campamento goblin. El alto comandante descargó un violento golpe sobre la yarta más cercana, y se oyó el estruendo de madera rota, pieles desgarradas y los gritos de los sorprendidos moradores.
Al momento, el poblado se convirtió en un matadero. Las espadas centelleaban como las alas de un enjambre de abejas, y el aire se llenó con el estruendo del choque de metal contra metal, de metal contra piedra y hueso. Las picas de los goblins rebotaban inofensivas contra los escudos de los caballeros, cuyas espadas hacían diana con mortífera precisión. Los corceles se encabritaban y pateaban, y los goblins caían a montones bajo la violenta arremetida.
Sturm sacudió la cabeza. Tenía las manos sudorosas y crispadas, y se puso a gatas sobre la visión invocada en el remolino de polvo, jadeante y con el largo cabello enmarañado y empapado de sudor. Durante un instante, todo cuanto vio fue polvo y el entarimado del suelo; sólo oyó el canto de Ragnell en el vasto silencio del pabellón de Rolde de Cerros Pardos.
Entonces la escena retornó, con una nitidez brutal y prolija. Un hombretón de aspecto rudo, al que reconoció Sturm como lord Joseph Uth Matar, cabeza de la familia desaparecida, salió de una yarta llevando a remolque dos pequeñuelos goblins. Eran unas criaturas sucias, que mordían, arañaban y se hacían encima sus necesidades por el terror y la rabia.
Sin mediar palabra, lord Joseph obligó a las pequeñas y vociferantes criaturas a ponerse de rodillas mediante empujones. Les dijo algo en voz baja, riéndose de sus amenazas y maldiciones. Entonces, un joven caballero —a quien Sturm reconoció como uno de los numerosos Jeoffrey— luchó denodadamente con los pequeños monstruos que se retorcían y escupían. Aunque salió del altercado con el rostro arañado por las afiladas uñas de las criaturas, se las ingenió para atar prietamente sus muñecas y cinturas con una soga.
Las chozas prendían como yesca, como hierba seca. Muy pronto el lugar estaba ardiendo, y un humo negro se alzaba sobre la derretida nieve. Lord Joseph estaba de pie junto a los pequeños goblins, en tanto que sus lugartenientes sacaban a rastras a cualquier desharrapado salvaje que encontraban en las tiendas, antes de prenderles fuego. En medio de una docena de hogueras, tres caballeros se reunieron junto a los pequeños monstruos vociferantes.
Lord Joseph estrechó los ojos, como si intentara ver más allá del espeso humo. Se volvió en todas direcciones, ahora resguardándose los ojos con una mano, como si buscara algo remoto o irremediablemente perdido.
Asintió con un gesto satisfecho. Rápidamente montó en su corcel, dijo algo a los dos caballeros más jóvenes y partió al galope, al frente de la columna. Sus dos subordinados aguardaron hasta que el trapaleo de los cascos se apagó con la distancia y la nieve, hasta que el único sonido fue el crepitar de las llamas, los gritos y las maldiciones de los pequeños goblins.
Entonces desenvainaron las espadas y, con una elegancia nacida de los años de competición en el palenque, de aprendizaje y torneos, de cuidada y costosa instrucción al estilo de la Medida, enarbolaron los aceros y los descargaron sobre los pequeños monstruos con un movimiento grácil, casi hermoso.
~ ~ ~
Sturm alzó la vista, sobresaltado por los gritos imaginados. Ragnell lo observaba con gesto inexpresivo.
—Bien —dijo—. Por hoy ya he tenido suficientes… demostraciones, Sturm Brightblade.
Se puso de pie, y el polvo dejó de girar y se posó. Trabajosamente, como si la mañana la hubiese agotado, se dirigió a la puerta y llamó con los nudillos. Orón corrió el pestillo y se apartó a un lado mientras la druida pasaba junto a él, sin volverse a mirar a Sturm.
El joven se sentó en el catre, sumido en reflexiones, desasosegado e incómodo por lo que acababa de ver. Mara empezó a cantar cerca, en alguna parte, y su voz era clara y consoladora. Pero los pensamientos de Sturm se aislaron de inmediato, eludiendo su canto, perdidos en el Código y la Medida, y en las cosas que acababa de presenciar.
* * *
Weyland el herrero dormía en un cuarto de la forja, con el fuego precavidamente cubierto con cenizas y turba. En esta época del año, agradecía el calor del rescoldo, pues las frías noches que precedían a la primavera eran desapacibles para la mayoría de los lugareños.
Ya casi de madrugada, su sueño se hizo intranquilo. Estaba acostumbrado a levantarse con el alba y, al paso de los años, su cuerpo advertía la proximidad del amanecer, rebullendo y pasando a un estado de duermevela durante la última ronda nocturna.
Creyó oír un ruido en la forja, un apagado roce, como si algo se hubiese movido en el horno. Cerró los ojos. Tales ruidos eran habituales, sobre todo cuando una corriente de aire penetraba por el tiro de la chimenea y agitaba la turba que cubría el fuego. En cualquier caso, no había nada valioso que mereciera la pena hurtar, se dijo, y se sumió de nuevo en el sueño, olvidando en su amodorramiento la espada solámnica que había vuelto a forjar dos noches antes.
El arma estaba colgada de un cordón a un clavo de la pared. El trabajo realizado por el herrero era casi perfecto. La hoja era de nuevo fuerte, resistente y afilada, «lista para cien batallas», como Weyland había dicho con orgullo mientras sostenía el arma a la luz dorada de la tarde. Sin embargo, a partir de ahora, serían dos espadas: la heredada a lo largo de muchas generaciones, que se remontaba a la nebulosa Edad del Poder, y una nueva espada, renacida y reciente, para la que el linaje no tenía importancia.
Esta noche sería la primera aventura para la espada nueva. Mientras Weyland dormía, una especie de pequeño zarcillo piloso se extendió y rodeó la empuñadura; lo siguió otro, y otro más.
Cyren apenas tenía fuerza suficiente para levantar el arma. Giró sobre sí mismo, trastabillando hacia atrás por el suelo de la forja, con la espada sobre el lomo, en precario equilibrio. Debilitada por el miedo y el hambre, hundida por el peso del arma, la araña dio unos pasos vacilantes y se encaminó hacia la puerta de la calle.
Por desgracia, desorientada por la oscuridad, el temor y las vueltas dadas, se dirigió hacia la puerta que comunicaba con el otro cuarto. La hoja chocó contra la jamba y el ruido despertó a Weyland, que se sentó en su catre, la visión borrosa y todavía aturdido.
El bicho de ocho patas más grande que había visto en su vida lo miraba desde el otro extremo de la habitación.
Habría sido difícil asegurar cuál de los dos estaba más asustado. Herrero y araña gritaron a la vez; Weyland huyó saltando por la ventana, y Cyren giró torpemente sobre mus patas, chocó de nuevo contra el marco de la puerta, y después cruzó presuroso la forja y salió a la noche. La araña giró en la esquina de la casa precipitadamente, se dio de bruces con el aterrado herrero, y los dos, chillando cada cual más alto, huyeron a todo correr en direcciones opuestas y se perdieron en la oscuridad.
* * *
En el centro de la aldea, Sturm se despertó al oír un grito y un chirrido penetrante. Los guardias rebulleron inquietos al otro lado de la puerta de su celda, y alguien, en alguna parte, cerca de la lumbre central, preguntó:
—¿Qué ha sido eso?
—¡Cierra el pico! —retumbó una voz ronca, en la que se advertía el efecto de la cerveza.