Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
Martin Beck se quedó con el aparato en la mano. Luego se encogió de hombros y volvió a colgarlo.
Estaba sentado en su despacho de la Comisaría Sur. Eran las ocho y media de la mañana del martes, y ni Kollberg ni Skacke habían dado señales de vida. Kollberg parecía muy activo últimamente, así que probablemente no tardaría en aparecer.
Martin Beck volvió a coger el teléfono, marcó el número de la Comisaría de Maria y preguntó por Zachrisson. No estaba allí pero debía presentarse a su servicio a la una.
Martin Beck abrió un nuevo paquete de Floridas, encendió uno y se asomó a la ventana. No era un panorama precisamente atractivo el que se ofrecía a su vista. Una zona industrial sin ningún aliciente y una carretera de la que partían ramificaciones hacia el centro de la ciudad, invadidas por infinidad de brillantes vehículos que iban avanzando intermitentemente, a paso de tortuga. Martin Beck odiaba los coches y sólo en caso de extrema necesidad se ponía al volante. No le gustaba la comisaría provisional de Västerberga y estaba esperando el día en que la ampliación de la vieja comisaría de Kungsholom estuviera acabada y todos los departamentos esparcidos pudieran estar reunidos de nuevo bajo el mismo techo.
Martin Beck volvió la espalda al lúgubre panorama que se le ofrecía desde la ventana cruzó las manos detrás del cogote y se puso a mirar al techo mientras reflexionaba.
¿Cuándo, cómo y por qué había muerto Göran Malm y qué relación existía entre su muerte y el incendio? Una teoría fácil era suponer que alguien había matado primero a Malm y luego había prendido fuego a la casa para ocultar cualquier rastro. Pero en ese caso, ¿cómo había conseguido el posible asesino entrar en la casa sin ser visto por Gunvald Larsson o por Zachrisson?
Martin Beck oyó los pasos decididos de Skacke detrás de la puerta y un momento después apareció también Kollberg. Dio un puñetazo en la puerta de Martin Beck, asomó la cabeza, dijo hola y desapareció de nuevo.
Cuando volvió, se había quitado el abrigo y la chaqueta y se había aflojado la corbata. Se sentó en la silla de los visitantes y dijo:
—He intentado charlar con Gunvald Larsson por teléfono y no lo he conseguido.
—Ya lo sé —asintió Martin Beck—. Yo también lo he intentado.
—Por otra parte, he hablado con ese Zachrisson —dijo Kollberg—. Le llamé esta mañana a su casa. Gunvald Larsson llegó a Sköldgatan hacia las diez y media y Zachrisson se marchó entonces. Dice que la última señal de vida que pudo apreciar en el apartamento de Malm fue la luz que se apagó a las ocho menos cuarto. También dice que aparte de los tres invitados de Roth no vio a nadie entrar o salir por la puerta principal en toda la noche. Pero es difícil saber si se mantuvo alerta todo el tiempo. Pudo haberse quedado adormilado.
—Sí, supongo que sí —admitió Martin Beck—. Pero parece increíble que alguien tuviera la suerte de entrar en la casa y salir de nuevo sin ser visto.
Kollberg suspiró y se frotó la barbilla.
—No..., eso parece, desde luego, bastante increíble —dijo—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Martin Beck estornudó tres veces y Kollberg le bendijo cada vez. Martin Beck le dio las gracias cortésmente.
—Por lo que a mí respecta, voy a ir a hablar con el patólogo —anunció.
Alguien llamó a la puerta y Skacke entró y se quedó parado en medio de la habitación.
—Bueno, ¿qué quiere usted? —inquirió Kollberg.
—Nada —contestó Skacke—. Sólo quería saber si había alguna novedad sobre el fuego —como ni Martin Beck ni Kollberg respondieron, continuó, vacilante—: Quiero decir, si podía hacer algo...
—¿Has comido? —preguntó Kollberg.
—No —dijo Skacke.
—En ese caso, puedes traernos un poco de café para empezar —encargó Kollberg— y para mí tres bollos. ¿Qué quieres, Martin?
Martin Beck se levantó y se abrochó la chaqueta.
—Nada —contestó—. Me voy al Instituto Forense ahora mismo.
Se metió en el bolsillo el paquete de Floridas y las cerillas, y telefoneó para pedir un taxi.
El patólogo que había hecho la autopsia era un profesor de cabellos blancos, de unos setenta años. Había sido médico de la policía desde los primeros días en los que Martin Beck formaba parte del cuerpo como simple policía de patrulla; además, Martin Beck lo había tenido también como maestro en la escuela de policía. Desde entonces, habían trabajado juntos en gran número de casos, y Martin Beck sentía un gran respeto por su experiencia y sus conocimientos.
Llamó a la puerta del despacho del patólogo en el Instituto Forense de Solna, oyó el teclear de una máquina de escribir y abrió la puerta sin esperar que le contestasen. El profesor estaba sentado escribiendo a máquina junto a la ventana, de espaldas a la puerta. Acabó lo que estaba haciendo y sacó el papel de la máquina antes de volverse y ver a Martin Beck.
—¡Vaya! —exclamó—. Precisamente estaba sentado aquí escribiendo un informe preliminar para ti. ¿Cómo van las cosas?
Martin Beck se desabrochó el abrigo y se hundió en la silla de los visitantes.
—Regular —dijo—. Este asunto del incendio es un poco confuso. Y yo tengo un resfriado del demonio. Pero todavía no estoy a punto para una autopsia.
El profesor le miró inquisitivamente y le dijo:
—Deberías ir a un médico. No es bueno que pesques esos resfriados continuamente.
—¡Ah, los médicos! —exclamó Martin Beck—. Con el debido respeto a sus colegas, la verdad es que todavía no han aprendido a curar un resfriado corriente —sacó su pañuelo y se sonó con fuerza—. Bueno, vamos al grano —dijo—, Malm es la persona que me interesa en primer lugar y de modo especial.
El profesor se quitó las gafas y las puso sobre su mesa de trabajo, frente a él.
—¿Quieres verlo? —le dijo.
—Prefiero no verlo —decidió Martin Beck—. Me conformo con lo que me diga.
—Debo confesar que no hay mucho que ver —murmuró el patólogo— y tampoco de los otros dos. ¿Qué es lo que quieres saber?
—Cómo murió.
El profesor sacó el pañuelo y comenzó a limpiar sus gafas.
—Me temo que no voy a poder decirte eso —rezongó—. Te he dicho ya casi todo lo que sé. He podido comprobar que estaba muerto cuando el incendio empezó. Estaba echado en su cama, sin duda completamente vestido, cuando el fuego comenzó.
—¿Pudo ser una muerte violenta?
El patólogo sacudió la cabeza.
—Es poco probable —dijo.
—¿No había heridas o contusiones en el cuerpo?
—Sí, naturalmente. Bastantes. El calor era muy intenso y él estaba tendido en la posición llamada de defensa. Su cabeza estaba llena de resquebrajaduras, pero se produjeron después de la muerte. Tenía también algunos rasguños y contusiones, probablemente debidos a la caída de vigas u otros objetos sobre él, y su cráneo estalló desde el interior a causa del calor.
Martin Beck asintió. Había visto víctimas de incendios otras veces y sabía lo fácil que solía ser para un profano pensar que los daños se habían producido antes de la muerte.
—¿Cómo llegó a la conclusión de que estaba muerto antes de que empezara el fuego? —preguntó.
—En primer lugar, no había señal alguna de que la circulación estuviera funcionando cuando el cuerpo sufrió la acción del fuego. Además, no se encontraron restos de hollín ni de humo en sus pulmones ni en sus zonas bronquiales. Los otros dos tenían grumos de hollín en sus órganos respiratorios y claros coágulos de sangre en sus membranas. En cuanto a ellos se refiere, no hay duda de que no murieron hasta después de producirse el fuego.
Martin Beck se levantó y se acercó a la ventana. Miró hacia abajo, la carretera en la que los vehículos amarillos del departamento de autopistas estaban esparciendo sal sobre el aguanieve gris casi derretida. Suspiró, encendió un cigarrillo y se volvió de espaldas a la ventana.
—¿Tienes alguna razón convincente para creer que le mataron de algún modo? —preguntó el profesor.
Martin Beck se encogió de hombros.
—Me parece difícil creer que muriese de muerte natural antes de que la casa se viniese abajo con el incendio —dijo.
—Sus órganos internos estaban completamente sanos —manifestó el patólogo—. La única cosa anómala que encontramos en él fue que el porcentaje de monóxido de carbono en la sangre era un poco elevado si se tiene en cuenta que no había respirado nada de humo.
Martin Beck estuvo allí durante otra media hora antes de regresar a la ciudad. Cuando bajó del autobús en Norra Bantorget y respiró el aire contaminado en la estación terminal, pensó que probablemente no existía un solo habitante en la ciudad que no sufriera intoxicación crónica de monóxido de carbono.
Estuvo pensando durante un rato en la importancia de lo que el patólogo había dicho acerca del monóxido de carbono detectado en la sangre del hombre muerto, pero luego dejó de pensar en ello. Descendió hacia el metro, donde las capas de aire eran aún más tóxicas.
La tarde del miércoles, trece de marzo, a Gunvald Larsson se le permitió por fin abandonar la cama en el Hospital del Sur. Con cierta dificultad, se embutió la bata que le dieron en el hospital y contempló con ceño malhumorado su imagen en el espejo. La bata era varias tallas más pequeña de lo que él necesitaba y su color se había desteñido hasta oscurecerse. Luego se miró los pies. Estaban metidos en un par de zapatos negros de suela de madera, que o bien habían sido hechos para Goliat o bien con la intención de colgarlos como anuncio en la puerta de un fabricante de zuecos.
Sus monedas estaban dentro de un hueco en la mesilla de noche, así que cogió unas cuantas y se dirigió al teléfono para pacientes más próximo y marcó el número de la comisaría de policía, a la vez que, inconscientemente, estiraba la manga de su curiosa indumentaria. No consiguió alargarla ni un centímetro.
—Sí —dijo Rönn—. Bueno, eres tú, ¿verdad? ¿Cómo estás?
—Bien. ¿Cómo demonios he venido a parar aquí?
—Yo te llevé. Estabas bastante trastornado.
—La última cosa que recuerdo es estar sentado mirando una fotografía de Zachrisson en el periódico.
—Bueno —dijo Rönn—. Han pasado cinco días desde entonces. ¿Cómo están tus manos?
Gunvald Larsson miró su mano derecha y flexionó los dedos para cerciorarse de su estado. La mano era muy grande y cubierta de largos pelos rubios.
—Parece que están bien —contestó—. Sólo unos cuantos vendajes sin importancia.
—Bueno, eso son buenas noticias.
—¿Tienes que empezar forzosamente todas tus frases con un «bueno»? —preguntó Gunvald Larsson irritado.
Rönn no le contestó.
—Bueno... ¿Einar?
—Bueno, ¿qué quieres? —dijo Rönn riéndose ligeramente.
—¿De qué te ríes?
—De nada. ¿Qué es lo que quieres?
—Al fondo, hacia la izquierda del cajón de mi mesa, hay un bolso de piel negra. Dentro están mis llaves de repuesto. Ve hasta Bollmora y tráeme mi bata blanca y mis zapatillas blancas, ¿quieres? La bata está colgada en el armario guardarropa y las zapatillas están en la entrada, justo al lado de la puerta.
—Bueno, creo que podré hacerlo.
—En la cómoda de mi habitación hay una bolsa con algunos pijamas. Tráemelos también, ¿quieres?
—¿Necesitas todas esas cosas en seguida?
—Sí. Estos locos del hospital no me dejan salir hasta pasado mañana, lo más pronto, y me han dado una bata entre gris-marrón y gris-azul de una talla diez veces menor que la mía, y un par de zuecos que parecen dos ataúdes. Y aparte de esto, ¿cómo van las cosas por ahí?
—Bueno, no del todo mal. Bastante tranquilas.
—¿Qué hacen Beck y Kollberg?
—Han vuelto a Västerberga.
—Espléndido. ¿Cómo sigue el caso?
—¿Qué caso?
—El del fuego, claro.
—Se ha cerrado.
—¿Qué quieres decir? —gritó Gunvald Larsson—. ¿Qué demonios estás diciendo? ¿Cerrado?
—Sí. Fue un accidente.
—¿Accidente?
—Sí, más o menos... Mira, la investigación en el lugar del siniestro se dio por terminada esta mañana y...
—¿Qué demonios quieres decir? ¿Estás bebido?
Gunvald Larsson hablaba tan alto que la enfermera de guardia llegó deslizándose por el pasillo.
—No, es que ese individuo, Malm...
—Señor Larsson —dijo la enfermera, con tono de reconvención—. Esto no puede ser.
—Cállese —ordenó Gunvald, dejándose llevar por la costumbre.
La enfermera debía tener unos cincuenta años; era una mujer ligeramente rolliza, con una barbilla decidida. Miró glacialmente a su paciente y le dijo con aspereza:
—Vuelva a colgar el aparato en seguida. Es evidente que se le ha permitido levantarse demasiado pronto, señor Larsson. Voy a hablar con el médico ahora mismo.
—Bueno, iré tan pronto como pueda —dijo Rönn en el teléfono—. Te traeré los informes para que puedas enterarte tú mismo.
—Vuelva a la cama ahora mismo, señor Larsson —insistió la enfermera.
Gunvald Larsson abrió la boca para contestar algo pero se calló.
—Hasta luego entonces —se despidió Rönn.
—Hasta luego —dijo Gunvald Larsson, amablemente.
—A la cama, le digo —ordenó la enfermera—, ¿No oye usted lo que le digo, señor Larsson?
No le quitó los ojos de encima hasta que él cerró la puerta de su cuarto.
Gunvald Larsson se acercó a la ventana arrastrando sus zapatones con furia. La ventana daba al norte y desde allí podía ver casi todo el distrito de Södermalm. Si dirigía la mirada al lugar justo, incluso percibía la parte alta de la chimenea cubierta de hollín que todavía se levantaba en el lugar del incendio.
«¿Qué demonios significa todo esto?», se dijo a sí mismo. Y poco después: «Deben de haberse vuelto locos, Rönn y todos los demás.»
Se oyeron pasos en el pasillo.
Gunvald se metió apresuradamente en la cama y con astucia maquiavélica intentó aparecer bien educado e inocente.
A una distancia de un par de kilómetros Rönn colgó el teléfono y, sonriente, se golpeó con el índice derecho la nariz roja, como si procurase no estallar de risa. Melander, que estaba frente a él tecleando en su vieja máquina de escribir, levantó la cabeza, se quitó la pipa de la boca y preguntó:
—¿Qué es eso tan divertido?
—Gunvald —dijo Rönn, conteniendo a duras penas la risa—. Se encuentra mejor. Deberías haber oído su voz cuando me hablaba de las ropas que le han dado. Y entonces llegó una enfermera y empezó a chillarle.